La renuncia de Pablo Iglesias a su cargo de vicepresidente del primer gobierno de coalición en España, sacudió la fragilidad del actual escenario político y remonta al país europeo a sus inicios desde la vuelta de la democracia.
Por María García Yeregui
Pablo Iglesias dejó la vicepresidencia (segunda) del gobierno de coalición en España. Abandona el Ejecutivo que consiguió acordar con el PSOE en enero de 2020, después de una repetición electoral cuyos resultados frustraron el motivo de su convocatoria: el objetivo de Pedro Sánchez de gobernar en solitario; o, en su defecto, con Ciudadanos: el partido aupado a nivel nacional por las elites para -compitiendo por la derecha liberal- contrarrestar la irrupción de Podemos en 2015. Comenzaba entonces la crisis del bipartidismo, tras años de movilizaciones de los ‘indignados’ contra los ajustes post2008, y tras la primera crisis de imagen de la monarquía, la que se contrarrestó con el recambio hereditario del Borbón.
Terminaba el ‘turnismo’, la alternancia entre socialdemócratas -devenidos en socioliberales (PSOE)- y la derecha españolista católica de conservadores neoliberales (Partido Popular). El dominio cómodo del bipartidismo, vigente durante más de tres décadas, con sus mayorías absolutas -que implementaban la gobernabilidad a rodillo- o sus pactos con los nacionalismos periféricos conservadores de Catalunya y País Vasco, se acababa. Entraba en crisis aquel ‘bipartidismo autonómico’ –dada la organización territorial no centralista del Estado, dividido en comunidades autónomas que cuentan con la mayoría de las competencias- que había caracterizado al sistema parlamentario español surgido de la transición por reforma y regido por la Constitución vigente (1978).
Poco antes de la pandemia -días después de las elecciones que ganó el Frente de Todos en la Argentina-, en el marco de esa disputa abierta por esa crisis del régimen de partidos dominante a la que nos referimos, Unidas Podemos volvía a perder votos en una convocatoria electoral, pero aguantaba lo suficiente como para formar parte del primer ejecutivo de coalición desde el gobierno del Frente Popular, el último ejecutivo de la II República –hito democrático y popular de la historia de España, este 14 de abril hizo 90 años-. Aquel gobierno histórico del Frente Popular cuyas fuerzas revolucionarias unidas ganaron las terceras elecciones republicanas, fue contra el que los militares y las fuerzas reaccionarias dieron el golpe de Estado de 1936. Un golpe cívico-militar que fracasó parcialmente pese a la fundamental ayuda de la Alemania nazi, no sólo durante toda la guerra junto a los fascistas italianos -recordemos que fue la aviación alemana la que bombardeó Guernica- sino para la propia ejecución del golpe. Fue aquel parcial fracaso golpista el que dio paso a la guerra civil española. La confrontación bélica que, prolongada hasta el 1 de abril de 1939, día de la victoria franquista –llamados entonces, y aún hoy por muchos, ‘bando nacional’-, daba paso al régimen de la autoproclamada ‘nueva España’, fascistoide y nacional-católica. Una dictadura de casi 40 años, perpetrada contra la denominada y demonizada ‘anti-España’.
Pues bien, tras un año de pandemia global, en este país se escucha aquella victoria de fascistas, falangistas, realistas, monárquicos, tradicionalistas, nacional-católicos, grandes propietarios, aristócratas, banqueros, terratenientes, burgueses y militares colonialistas -reaccionarios todos de los años de Entreguerras del viejo continente-, reivindicada hoy, con viejos y nuevos trajes grotescos.
Lo hacen junto a lo que quedó de los neonazis de tribu urbana de la Europa de los 90s (skindheads y ultras) y lo que dejó la estela del ‘anticomunismo’. Aquel que concatenó a los paranoicamente repetidos ‘enemigos de Franco en conspiración internacional’ –judíos, masonería y comunismo- con los del liberalismo pro-gringo, adoptado por la Europa occidental post II Guerra Mundial, con los imaginarios del llamado ‘mundo libre’. A lo que tenemos que sumar el neoliberalismo de las últimas décadas de la Guerra Fría, hasta su hegemonía global tras la caída del muro de Berlín.
¿Quiénes? Comenzó la ultraderecha de Vox: nostálgicos del franquismo y el españolismo imperial, pero bien posmodernos en tácticas, y exacerbados creyentes, tanto católicos –a disgusto con Bergoglio- como neoliberales. Lo hicieron una vez se independizaron del PP. Después de entrar en la institucionalidad con el pacto de gobierno en el sur del país (Andalucía), aprovecharon la repetición electoral pre-pandemia de Sánchez para seguir con su proyección de crecimiento electoral: pasando de entrar en el hemiciclo de la soberanía popular a convertirse en la tercera fuerza del Parlamento; mientras Ciudadanos, tras no conseguir la hegemonía de la derecha, se desinflaba electoralmente.
El llamado ‘trifachito’, el bloque de derechas españolistas –movilizadas y exacerbadas frente al conflicto catalán- no podía durar mucho dividido en tres, ya que así sus fuerzas legislativas eran debilitadas en la cámara de diputados como consecuencia de la representatividad de la ley electoral, impidiendo incluso el acceso al gobierno. Por eso, en el último intento del PSOE por apartarse del bloque de la investidura y los presupuestos generales del Estado, proyectando a Ciudadanos como socio sustitutivo, ha precipitado la definitiva descomposición de la tercera fuerza de la derecha. De esta forma, el bloque de las derechas se está reorganizando en torno a su referente histriónico hard-core durante la pandemia: la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que pactando el gobierno de la provincia con Vox si no consigue mayoría absoluta, pretende consolidarse como alternativa y dejarlo para siempre a Ciudadanos. Con su eslogan de adelanto electoral: ‘socialismo o libertad’.
A esa convocatoria de la derecha para su peligrosa hegemonía postpandémica ha decidido ir Iglesias. Por ser un enclave neurálgico como la capital –feudo caracterizado por el dumping fiscal y la corrupción 2.0 durante más de dos décadas, tras haber llegado al gobierno por trasfuguismo-, en un momento fundamental y con la izquierda desmovilizada.
La presidenta madrileña y su peligroso esperpento, con costo en vidas a lo largo de la pandemia, lo ha recibido con el mayor índice de muertos y los bares abiertos. Acomodando su grito: ‘comunismo o libertad’.
El Partido Popular -podrido de corrupción mientras testifican ante el tribunal pesos pesados de los gobiernos de Aznar y Rajoy, ambos incluidos- hiperventiló en el contexto pandémico desde el primer momento, como ha hecho cada vez que ha perdido la Moncloa desde los 90s, con teorías conspirativas incluidas. Nada nuevo bajo el sol. Como decimos siempre de los “señoritos”: muestran cada vez y de continuo la patrimonialización que hacen de la idea, en este caso, de España y, por tanto, la naturalización con la que ejecutan su saqueo material del país.
A lo largo del año hemos visto cómo sus tácticas de derechas incansables operaban para ganar su centralidad, activando los mecanismos de una culpabilización reduccionista de lo sufrido que, de nuevo, oculta, desplaza y niega tanto las condiciones de funcionamiento estructurales del mundo en el que vivimos, como a esos ‘otros’, que ahora también somos nosotros. Con estos mimbres, mirando los porcentajes de voto a las derechas, por provincias, en aquellas últimas elecciones pre-Covid, la preocupación sobre las consecuencias a medio plazo del mundo post-crisis se acrecentaban desde un principio.
En esa coyuntura de impacto de ‘lo real’ sobre ‘el hombre unidimensional’ (Marcuse), la estrategia de la extrema derecha y ‘la derecha extrema’ recordó incesantemente, por su táctica sistemática de producción y propagación de bulos “Steve Banon style”, a Trump y Bolsonaro. Comenzó desde el día uno, como ya dijimos, convirtiendo a las movilizaciones del 8M en chivo expiatorio y al gobierno “social-comunista” en culpable ocultador de los muertos, procurando olvidar, gracias a la cegadora y extendida auto-referencialidad que actúa como una suerte de ensimismamiento, la dimensión internacional de una pandemia global. Ridículo pero evidentemente peligroso de cara al auge de la extrema derecha y las derechas extremas a medio plazo.
Una vez más, el antiguo ombliguismo provinciano, acomplejado por competitividades añejas, presente en su forma narcisista en capitales y metrópolis, siempre -ahora con sus formas de urbanitas globalfriendly posmodernos-, anduvo obturando la comprensión del afuera, del adentro, de la interrelación entre ambos y del problema en sí, sobre condiciones objetivas y subjetivas bien precarias.
El egocentrismo, propio de los sujetos en su anclaje a las estructuras de poder -como sabemos por tantos magníficos pensadores, por ejemplo, Bourdeau- es poroso. Está retroalimentado relacionalmente y es transversal en su impacto sobre la construcción del ‘yo’ en distintos sectores de los dominados -según su posición y función reproductora de ese orden social de poder-. Pues bien, ese ego le hace el juego a las reacciones de tipo reaccionario frente al miedo y la frustración. Reacciones dopadas frenéticamente en estos tiempos, entre la liquidez, la raya y la anestesia, mientras el ahogo es material y descarnadamente real.
Como ha pasado en mi querida plurinacional Argentina, a partir de la desescaladas estivales la estrategia derechista se endureció y profundizó. En España dejaron el eje mediático y discursivo de la ocultación, la mentira y la muerte en un segundo plano, y anclaron su centro narrativo en un concepto de libertad adulterada, concebida como privilegio -de propiedad y consumo-. El objetivo era debilitar al gobierno hasta la ruptura de la coalición y convocar elecciones. Sin embargo, una vez aprobados los presupuestos de Estado tras el acuerdo de los fondos europeos, la oposición necropolítica y aparentemente lunática de Isabel Ayuso en la capital, ha sido y es la punta de lanza para la capitalización del hastío de esa gente presa y reproductora de ‘la normalidad neoliberal’.
Es el hastío y frustración de aquellos que han entregado, privatizada, su libertad relativa y consciente de sujeto social, y es el combustible para azuzar a aquellas autopercepciones con aires de superioridad intrínseca: ‘la gente de bien’ y orden, obediente de la ley, ‘buenos ciudadanos’ que, sin embargo, son ‘víctimas’ sometidas a regulaciones restrictivas por parte de un gobierno central, pensado ideológicamente como fallido, y así percibido como el origen exclusivo de su frustración vital.
Han llegado a construir con el impacto de ‘lo real’ –la pandemia- en sus imaginarios una dicotomía de obediencia-libertad, infantil y despótica, que ha dejado desde hace meses a los más de 76 mil muertos de las tres primeras olas del virus atrás, “en una especie de indiferencia criminal”. Los olvidados si en su nombre ‘les aguan la fiesta’; muertos recordados como ‘hundidos’, por los ‘salvados’ (ya nos explicó ese funcionamiento indecente Primo Levi hablando del Holocausto), ‘por algo será’ parece bucear en sus inconscientes de seres superiores; sus muertos desde el nacionalismo, ‘españoles de bien’ si en su nombre pueden alimentar sus intereses, los dirigentes, o sus odios, los votantes, y señalar como ‘asesino’ al gobierno ‘totalitario y bolivariano’ como el culpable, como el origen de todos los males.
En estos tiempos, hasta la contingencia existencial se cosifica en competencia de unos contra otros, de la mano del narcisismo de los elegidos frente a los hundidos como si no pudieran salir de ese esquema competitivo esencialista. Dichas diferencias se ordenan a través de las jerarquías establecidas por las viejas coordenadas reloaded, las de siempre: raza, género, clase; jugando con las sombras chinescas de las divisiones nacionales, imperiales, militares, religiosas. Una dicotomía de los mejores vs los peores que todo lo inunda. Las perversas dicotomías sobre las que se organiza y explica el mundo, y sus mezquinos mundos.
De esta forma, los ‘monstruos del claroscuro’ (Gramsci) han ido profundizando en su estrategia discursiva. Usando y usurpando incluso significantes de los movimientos emancipadores históricos: el ‘mal gobierno’ ha de ‘obedecer’, exclamaban en manifestaciones. En un intento de apropiarse de las legitimidades construidas por las capas populares en sus caminos emancipatorios contra la tiranía, se atrevieron a apropiarse hasta la base del lema zapatista ‘gobernar obedeciendo’, propio de las juntas del ‘buen gobierno’ en contraposición al ‘mal gobierno’ del Estado mexicano y los países del mundo capitalista. Hasta ese punto están llegando las derechas en su colonización simbólica.
Siempre presente, como eje principal de su discurso, está ese concepto de libertad reducida, excluyente, egoísta. Un concepto de libertad ya fagocitado por el individualismo consumista neoliberal, hegemónico a partir de los 90s. Confundiendo privilegios con derechos y patrimonializando, no sólo la idea de país sino la de pueblo. En España, las movilizaciones de esos sectores privilegiados -junto con clases medias y con punteros ultras en las barriadas- han podido conjugar la oposición binaria del imaginario de Guerra Fría, eso sí, caricaturizada.
La realidad es que los estudios que sabíamos que estaba llevando a cabo la extrema derecha para entender las dinámicas de los movimientos de protesta del 2011, más la influencia norteamericana y la copia de las tácticas de comunicación y movilización que las derechas latinoamericanas desarrollaron frente a los gobiernos progresistas (con el ecuatoriano Durán Barba al servicio de Macri como ejemplo), han eclosionado este año, en esta coyuntura de pandemia, como ‘el huevo de la serpiente’ (Bergman).
Veremos si la progresía, junto a Iglesias -en pleno escándalo de la corona y con la ley mordaza vigente, limitando la libertad de expresión-, puede evitar que el PP trumpista de Ayuso junto a Vox gobierne la capital del país a partir del próximo 4 de mayo. Esperemos que el movimiento de Iglesias sirva para que “no pasen” otra vez, más de 8 décadas después.