Por Juan Noy
Hace diez años, Carlos “Indio” Solari volvía a los escenarios junto a Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. ¿Cómo fue ese regreso para los Ricoteros y Ricoteras que soñaron con ese momento? Aquí, la crónica de un seguidor.
Decir que fueron tres larguísimos años los que pasaron entre el “hasta pronto” y la salida del primer disco solista de Carlos “Indio” Solari, además de ser un lugar común, es la verdad.
La herida de la separación estaba muy fresca, la ilusión de leer en cualquier diario “Vuelven los Redondos” era muy fuerte. Se extrañaban las caravanas donde se borraban las diferencias entre Leprosos y Canallas, entre Bosteros y Gallinas. Ahí éramos todos Ricoteros, éramos los excluidos, los marginados (y marginales), la juventud perseguida que encontró un refugio a tanto neoliberalismo.
Aquellos 12 y 13 de noviembre de 2005, no fueron simplemente la presentación del disco solista de Carlos “Indio” Solari y los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. Fue volver a tener una sonrisa imborrable en la cara, fue recuperar ese espacio de libertad, fue recuperar parte de nuestra identidad. Porque los Redondos son una identidad, un símbolo de resistencia al mercado, a la persecución policial; los Redondos son (porque siempre lo van a ser) una genuina expresión artística que no te vendían las discográficas.
En cuanto salió la noticia del show nos pusimos en movimiento. Éramos miles de personas que teníamos que juntar los treinta y cinco pesos para la entrada, algo que hoy parece un chiste pero que en aquél entonces no era fácil. También había que conseguir el micro, comprar la birra (no se tomaba tanto Fernet como ahora) y rastrear entre los amigos quiénes iban.
Había llegado el recital. Había algo distinto. Al principio nos costó (me costó) entender qué era. Al rato de estar dando vueltas, mirando, escuchando y… ya casi nadie cantaba como antes. Porque antes era como en la cancha, loco, antes las bandas aportaban alguna canción de aliento. La más linda, para mí, es esa que termina con el “soy redondo hasta que me muera”. Me pone la piel de pollo, me hace fluir la alegría, la euforia. Pero esa vez se cantaba poco.
El Chirola, amigo y organizador del micro, daría la clave de lo que realmente hacia que fuese distinto: No había Ratis, así, RA-TIS a la vista. Se había sacado al principal factor de la violencia que rodeaba los recitales masivos de cualquier banda de la escena del rock nacional. No era poca cosa. No saben lo lindo que fue no tener que bancarse el verdugueo, la prepotencia y el tener que respirar gases lacrimógenos, agacharte instintivamente para esquivar los corchazos de goma, correr para no caer preso y perderte el show. Hasta los de la seguridad privada estaban bastante más tranquilos.
Conocidos del secundario a los que se les pierde el rastro porque eran eso, conocidos del secundario, aparecieron de repente con una birra en la mano y nos abrazamos. Nos alegramos de vernos por casualidad. Parecía que habíamos encontrado a nuestro mejor amigo. Hasta eso logró (logra) el Indio: que buenos conocidos se sientan grandes amigos mientras “alientan” a su ídolo. El encuentro puede rosar el minuto, durar media hora o lo que se tarde en terminar la/s cerveza/s, pero sin lugar a dudas al despedirte te ibas sonriendo y pensabas “qué loco encontrarlo acá, en medio de tanta gente”.
Otra “costumbre” que empezó a cambiar ese diciembre del 2005 fue el pensar la hora de entrada para evitar los quilombos que solían armarse cuando quienes no tenían entrada pugnaban por entrar a pesar de los “security”. Y posta que pensábamos así. Si el recital era a las nueve de la noche, calculabas media hora o cuarenta minutos de retraso, por lo que el bardo arrancaría pasadas las siete de la tarde, así que era mejor entrar como muy tarde a las seis para “entrar tranqui” (frase muy repetida).
A partir de los primeros shows que dio el Indio en La Plata, el cálculo empezó a ser: entremos temprano así entramos tranqui, pero no por los quilombos, sino por la inmensa cantidad de personas que también pensaban en entrar temprano para evitar los quilombos. Esto hasta que nos dimos cuenta que los quilombos en la previa eran algo del tiempo pasado.
Este relato, un pequeño reconto de lo vivido aquel 13 de diciembre de 2005 por quien escribe, parece frío y desapasionado, esconde la tención que todos los presentes teníamos acumulada en nuestros músculos, ansiosos de hacernos despegar del suelo con lo que ya era el pogo más grande del mundo.
No era mucho tiempo el que había pasado desde aquel fatídico adiós en Córdoba, si lo miramos desde el calendario. Pero no se pueden imaginar lo eterno que puede ser un segundo cuando tenés la incertidumbre de no saber si habrá un cuándo y dónde.
Los cuerpos y las almas buscan estar lo más cerca posible de ese señor que nos hace pensar, emocionar, y conmover hasta los huesos con una frase que llevamos tatuada en el alma.
Estoy convencido de que todos queríamos abrazarlo y decirle “gracias por tanto rock and roll”. La euforia volvió a desatarse. Se apagaron las luces, solo brillo su calva. El objetivo estaba logrado.