Por Carlos Aznárez. La segunda vuelta electoral en Colombia abre contradicciones, reacomodamientos y nuevas tensiones políticas. Dos candidatos de derecha se presentan luego de unos comicios en los cuales la abstención fue la fuerza ganadora.
Después de los resultados electorales en Colombia que determinaron pasar a segunda vuelta, tanto la derecha de Juan Manuel Santos como la ultraderecha de Iván Zuluaga, han visto necesario aturdir los oídos de sus compatriotas invocando la ponderada palabra “paz”. Santos, autoconvertido en adalid de una cruzada por la misma, intenta convencer al mundo que quien vote por él se asegura un pasaporte a la tranquilidad, la seguridad y un futuro más que deseable. Zuluaga no se queda corto, y en un spot electoral plagado de falsas promesas, expresa: “Queremos la paz” para que los campesinos puedan trabajar sin presiones, los estudiantes hacer lo mismo en sus aulas y los obreros generar mayor productividad junto a los empresarios.
El problema fundamental es quién les puede creer tanto a uno como al otro, sobre todo después de que ninguno de los dos haya tomado nota de un hecho significativo sucedido el domingo de elecciones. Más del 60% del electorado se abstuvo de votar, dándole la espalda a la partidocracia tradicional. Además, una buena cantidad de ciudadanos sufragaron en blanco o anularon el voto.
Claro está que para los politiqueros de las democracias “representativas” esto no significa casi nada. A lo sumo, “gente descontenta que nunca falta” o, como dijo Santos en campaña, “siempre habrá algunos pocos que no se conforman con el país que estamos construyendo”.
Entrando de lleno a la paz, se puede observar que, obviamente, se ha convertido en la consigna del momento. Como si fuera una gigantesca ola que todo lo inunda, hoy hablan de “paz” los candidatos, las corporaciones mediáticas, los empresarios, la burguesía colombiana, y hasta importantes fragmentos del progresismo. Estos últimos ya han dado señales evidentes de que, en la actual disyuntiva, votar por Santos es apostar a no entorpecer ni truncar el camino hacia la paz. Entre los argumentos que se utilizan están los pasos dados por el actual presidente en empujar la mesa de diálogo en La Habana. Ahora bien, es evidente que algo de cierto hay en esos análisis, pero no es toda la verdad sobre el hombre fuerte del Palacio Nariño. Repasemos un poco la memoria de las últimas décadas del conflicto político y armado colombiano y veremos que Santos, confeso derechista que primero militara en el partido Liberal y luego formara el partido de la U, no sólo fue ministro del conservador Andrés Pastrana, sino que entre 2006 y 2009 ocupó la cartera de Defensa con Álvaro Uribe Vélez, a la sazón su rival en las actuales circunstancias.
En esa época del Plan Colombia y el Plan Patriota, en que se abrieron las puertas a más bases norteamericanas en el territorio, también hubo hechos que hoy no pueden ser anulados por la euforia “pacificadora” del candidato de la U y su colega uribista. Más aún, fueron tiempos de guerra cruel y sangrienta, donde las poblaciones campesinas se vieron aterrorizadas por el paramilitarismo de las llamadas Autodefensas (arropadas obviamente por el ejército que controlaban Uribe y Santos), las masacres en base al uso de la motosierra, los degollamientos, la quema de viviendas y sembradíos, y miles de ciudadanos desaparecidos. El terror era cosa de todos los días. Si faltaba algo a ese período, que dejó decenas de miles de muertos y centenares de miles de desplazados, también desde el poder del Estado se incorporó, con total impunidad, la figura del “falso positivo”, por el que cientos de personas fueron asesinadas acusándolas falsamente de guerrilleros. En esas circunstancias, convengamos, poco se diferenciaban ambos contrincantes de la actual cita electoral. A ninguno de los dos se les ocurrió hablar de “paz” cuando aviones del ejército colombiano monitoreados por elementos de la Inteligencia de Estados Unidos, asentados en la base de Manta, violaron el 1 de marzo de 2008 la soberanía ecuatoriana y bombardearon el campamento del comandante de las FARC, Raúl Reyes, asesinándolo junto con varios de sus hombres e hiriendo gravemente a un grupo de jóvenes visitantes del lugar. Si se hace memoria de esas circunstancias dolorosas, se verá también que eran tiempos en que Reyes estaba haciendo gestiones muy bien encaminadas para avanzar hacia eventuales conversaciones gobierno-guerrilla.
Algo parecido ocurrió cuando el 4 de noviembre de 2011, se desencadenó otro furibundo ataque contra el campamento de Alfonso Cano. El jefe guerrillero fue asesinado, y algunas versiones indican que los militares intervinientes en la “Operación Odiseo”, capturaron a Cano gravemente herido y lo torturaron hasta morir. ¿Quién gobernaba el país en ese entonces?: Juan Manuel Santos. ¿Qué dijo Uribe en esa oportunidad?: “Hay momentos, en que por encima de las diferencias, todos los colombianos nos sentimos unidos respaldando el accionar del gobierno contra los terroristas”.
Tampoco, ni uno ni el otro, mostraron diferencias a la hora de emprender acciones policiales y militares violentas contra el campesinado, los indígenas, los estudiantes y los obreros, cada vez que las organizaciones populares realizaron movilizaciones. Sólo basta recordar las escaladas represivas lanzadas por el uribismo frente a las huelgas campesinas durante su mandato, o las emprendidas por Santos en agosto pasado y hace muy pocos días, en ocasión del paro nacional agrario. Esta misma actitud belicista es la que llevó a Santos en las dos elecciones celebradas este año a no aceptar la propuesta de las FARC de respetar un cese de fuego bilateral mientras se celebraran los comicios, y por el contrario, el ejército colombiano aprovechó el parate armado unilateral para atacar posiciones de la insurgencia.
De Uribe sólo basta señalar que sobran pruebas para definirlo como un genocida, un hombre ligado estrechamente al paramilitarismo y a la narcopolítica, y por lo tanto, su discípulo Zuluaga, poco puede hablar de “paz”, salvo que crea que esos 20 millones de ciudadanos y ciudadanas que no fueron a votar son todos imbéciles, fáciles de convencer. Tanto Santos como el tandem Uribe-Zuloaga no pueden alegremente tratar de que todos olviden ese pasado de Terrorismo de Estado que siempre los tuvo como serviciales protagonistas, extrayendo ahora de sus respectivas galeras la palabra “paz”. Es verdad que Santos aceptó llevar adelante en el último tiempo el esperanzador diálogo con las FARC, apurado por un sector de la propia burguesía colombiana, deseosa de que las aguas se calmen para seguir haciendo buenos negocios, pero también, no hay que olvidarlo, hay diálogo debido al anhelo de la constante movilización popular.
Sin embargo, ni Santos ni sus ministros han demostrado interés en solucionar las demandas estructurales (políticas, sociales y económicas) que obligaron durante 50 años a hombres y mujeres de Colombia a alzarse en armas. Se ha avenido a dialogar, es cierto, cosa que Uribe ha despreciado en todo momento, pero para que la paz se concrete, es necesario realizar cambios muy profundos, que no están dispuestos a concretar ninguno de los dos aspirantes a la Presidencia.
Así están las cosas en Colombia, donde el 15 de junio será elegido un nuevo mandatario de derecha, gane quien gane. Lo nuevo es que, en virtud de las necesarias alianzas que deben hacer ambos, lanzando cantos de sirena a unos y a otros, ha empezado a crecer un discurso que asegura que frente al uribismo guerrerista el único que le puede poner tope es el “pacifista” Santos. Algunos, incluso, dicen que hay que votarlo tapándose la nariz, pero que es la única salida para que la paz no se frustre.
Otros, entre los que se destacan los militantes de Marcha Patriótica, el Congreso de los Pueblos y la propia insurgencia armada, piensan en la Paz con mayúsculas y repudian el bastardeo de esa palabra. Apuntan que no alcanza con hablar de paz sino que hay que llenarla de contenido. Y para ello es necesario impulsar cambios profundos, que dejen atrás la vieja Colombia y permitan edificar una nueva nación, donde estén insertados todas y todos los que hoy están excluidos y excluidas.
En conclusión: la paz es posible, pero sería interesante bajarle los decibeles al bullicio falsamente pacificador de los candidatos. Es poco imaginable que venga de la mano de quienes siempre apostaron por la guerra contra los más humildes (guerra económica, social y militar), y desencadenaron solo muerte y sufrimiento entre la población.
Paz es llegar a concretar una Asamblea Constituyente, donde todos discutan sobre todo lo que le hace falta a Colombia. Paz es liberar a los miles de presos políticos. Paz es Reforma Agraria y atender las demandas del campesinado. Paz es sumarse al desarrollo de una política integradora a nivel latinoamericano y que sea solidaria con todos los pueblos del mundo que ansían liberarse. Paz es darle la espalda al injerencismo estadounidense y exigir que se retiren del país las bases militares norteamericanas. Esto, evidentemente no se logrará con los resultados del 15 de junio. No solo porque no alcanza con taparse la nariz, otorgando el voto a uno u otro postulante a Presidente, sino porque será la movilización popular de la izquierda y todos los sectores progresistas quienes impongan que los diálogos de La Habana continúen, y que si el elegido fuera Santos, éste no intente burlarse nuevamente de quienes lo votarán en nombre de la paz.
*Director de Resumen Latinoamericano (www.resumenlatinoamericano.org)