Por Pablo Pryluka*. El jueves pasado se produjo el largamente esperado 8N. Entre sus consignas, destacó la condena a los planes sociales.
Pasó el 8N. Pasaron las cacerolas indignadas. Quedaron consignas, más o menos vacías. Quedaron también imágenes y relatos. Y en ese entramado un reclamo que no pasó desapercibido. Con variaciones, se escucharon el último jueves duras críticas a los planes sociales, siempre acompañadas de su correspondiente dosis de indignación moral. Tomemos una pancarta que resumía bien uno de los motivos de quienes concurrieron a la protesta: “Mi $ = mi trabajo. No quiero mantener vagos”. El hecho, insignificante por sí mismo, emerge como manifiesto que recoge voces muy amplias. Vale la pena, entonces, pensar la cuestión.
En las vísperas de uno de los acontecimientos que sacudiría el mundo en 1789, la Revolución Francesa, el abate Sieyès publicaba su “¿Qué es el Tercer Estado”, que pasaría a la inmortalidad como uno de los testimonios más sintomáticos de la Francia revolucionaria. Allí compartía su célebre frase: “¿Qué es el Tercero? Todo, pero un todo trabado y oprimido. ¿Qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un todo libre y floreciente”. El pueblo de Francia, el Tercer Estado, se oponía a aquellos otros dos que habían dominado la escena política hasta el momento: el clero y la aristocracia. Ambos, sin pagar impuestos y viviendo en la abundancia de las rentas que extraían al resto del pueblo francés, eran los parásitos de una sociedad que comenzaba a transformarse. La historia que sigue, con reyes decapitados y repúblicas, es conocida.
Algunas décadas más tarde, se repetía una escena a la vez semejante y distinta. Pasada la crisis revolucionaria y la Restauración de las monarquías, se comenzaba a producir ya en la década de 1830 un desplazamiento sugerente, que haría eclosión en la Revolución de 1848. En este caso no era un abate quien enunciaba, sino Efrahem, un zapatero: “Los obreros de los diferentes oficios se quejan de la insuficiencia de sus salarios para satisfacer sus necesidades. Los ociosos, que cenan bien, hablan mucho, escriben largamente y no dicen nada”. Ponía sobre la mesa este trabajador francés una de la antinomias que ordenaron en parte la arena política durante al menos un siglo y medio. Los trabajadores, el nuevo Tercer Estado, se veían oprimidos por una nueva casta de privilegiados, la burguesía incipiente. Si el conflicto era presentado de la misma forma -productivos contra ociosos- el objeto de la diatriba había cambiado. Los verdaderos trabajadores debían terminar con los privilegios de quienes los explotaban cotidianamente para vivir de las riquezas que ellos producían.
Curioso escenario, entonces, el que se presenta en la Argentina actual. Empresarios, mayores o menores, que han modificado por completo los dos polos de esta relación: los privilegiados son aquellos que disfrutan de la abundancia de los planes sociales, parasitando el esfuerzo de los gerentes y patrones. O más grave, trabajadores que ven en sus pares excluidos a quienes les impiden ser los consumidores plenos que gustarían ser.
Claro, no hablamos de los usos clientelares de ciertos planes sociales, manipulados muchas veces mediante una lógica punteril. Nos referimos, puntualmente, a la crítica al plan en su conjunto. Lo que es mío, es mío, lo abstraigo de lo social y lo guardo bajo el colchón de mi privacidad más oculta. Allí no hay pertenencia a un cuerpo público, que iguale en tanto pares a quienes forman parte. Queda recortada la figura del cuerpo individualizado, patrón de su propia felicidad, que en su semejante no ve sino al parásito al que debe eliminar. Parece, en ocasiones, que la historia se repite más de dos veces, aunque nos reservamos el calificativo de la tercera.
*Historiador, UBA