Detrás del disfraz de la híper-modernización y de la supremacía moral, el gobierno de Javier Milei ha venido a producir un gran retroceso no solamente económico y político en materia de derechos sino además ético (esto es lo que habrá que poner a prueba). En este artículo, el psicoanalista Luis Langelotti se propone explorar esta hipótesis –del retroceso no sólo económico y político, sino también ético–.
Por Luis Langelotti | Foto: Belén Altamirano
Argentina hoy es un laboratorio donde se experimenta con su población (y no me refiero al reciente escaneo de iris vinculado a la aplicación World App de Sam Altman). Ha llegado al poder el individuo autoritario (el Yo fuerte), corriente (anti)política que boga por un Mercado Absoluto, con la mínima incidencia regulatoria por parte del Estado, entre otras cosas. Porque a cuestionar lo estatal no es, evidentemente, a lo único que ha venido el Gobierno de Javier Milei.
Desde ya aclaro que las reflexiones volcadas en este artículo son puramente conjeturales, mas eso no les quita ni el afán de rigurosidad, ni el derecho a ser expresadas.
Contra la casta… ¿cuál?
Empecemos por el análisis de un concepto clave que aparece en el discurso de quien ha llegado a la cima del Poder Ejecutivo luego de que, durante estos últimos años, las redes sociales y los medios de comunicación (junto a otros ocultos mecenas que quizá nunca lleguemos a conocer) construyeran y fomentaran a este personaje temerario, pelífero y vociferante, al que evidentemente lograron posicionar muy bien en la opinión pública.
El significante en cuestión es “casta”. Gran parte de las personas que estén leyendo este artículo lo reconocerán fácilmente como un lugar común en su retórica. Pues bien, yendo a la RAE, encontramos varias acepciones del término. La supuestamente utilizada por el Presidente actual sería aquella acepción que alude a un “grupo que forma una clase especial y [que] tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc.” . Ahí entrarían, entonces, aquellos “políticos y políticas (corruptos y corruptas)” que se habrían beneficiado a expensas del pueblo argentino durante los últimos tiempos. Si se trata de una “casta”, entonces, eso quiere decir: todos, sin excepción. Bueno, en todo caso, la excepción sería él. Después habría que ver si la excepción confirma la regla o la destruye. Como fuera, Milei sería el único político no-corrupto, no ladrón, no-casta porque por mucho outsider que se haya presentado en su momento, desde que asumió como diputado –y más ahora siendo Presidente– pasó a ser un político más.
¿Por qué él sería tan especial?
Vayamos un momento a la lógica. Si “todos los hombres son mortales” (Universal) y si “Sócrates es un hombre”, ergo, “Sócrates es mortal”, o bien, Sócrates es alguno de esos hombres que no son mortales, siendo este última una particular negativa que entra en franca contradicción con el Universal (y con la realidad, desde luego). Al afirmar que “Sócrates no es mortal siendo hombre”, entramos en el terreno de lo ilógico. Lo mismo sucede al sostener que Milei no formaría parte de la casta política que tanto critica. Si todos los políticos son chorros y él es un político, entonces… o no-todos los políticos son iguales o él es igual al resto.
Sin embargo, existe otra forma de abordar el problema y esta supuesta contradicción, que nos podría llevar precipitadamente a creer que el discurso de este sujeto es totalmente irracional. Claramente, es por la vía del equívoco por donde podremos adentrarnos en lo no-dicho en lo dicho.
Volvamos un momento sobre el concepto de “casta” y veamos qué sucede si nos remitimos a la definición zoológica del término. Encontramos lo siguiente: “En una sociedad animal, conjunto de individuos caracterizados por una misma estructura o función, como las abejas obreras en una colmena.” Este ejemplo de la RAE resulta muy valioso para pensar en el hecho de que, entendiendo a la sociedad humana como una colmena de abejas, la clase obrera –el conjunto de los trabajadores y de las trabajadoras– también en cierto sentido sería una “casta”, aunque suene paradójico. El asunto es que, leído de este modo, creo que llegamos a una cierta verdad (encubierta) detrás del discurso supuestamente irracional de Milei: no mintió al decir que vino contra la “casta”. En contra de la “casta” de los proletarios, que somos la inmensa mayoría de la población.
Ir contra la Política no equivale a ir contra los políticos
Otro lugar común en el discurso del pelífero es esa idea de que “el costo lo va a pagar la política”. Quizá tampoco mintió ni deliró al decir esto, a condición de que definamos qué entendemos por política.
La capacidad de «politicidad» es la facultad de resolver los asuntos comunes de manera deliberante, dialogante, no-violenta. Por eso, cuando las personas vivimos bajo un totalitarismo, por ejemplo, es bastante utópico pensar en resolver las cosas mancomunadamente porque allí no hay una relación de politicidad sino de fuerza, pura y simple.
El “idiota” (idion), es decir, aquel sujeto al que hoy llamaríamos “apolítico” o estulto (el que no piensa por sí mismo) en su proliferación es quien habilita siempre el camino hacia las dictaduras o los gobiernos autoritarios. Cuanto más grande se torna el conjunto de “idiotas” en una población más se atomiza el tejido social, crece el individualismo y se produce la delegación de decisiones importantes en un conjunto acotado particular que impone sus intereses con el aval de una mayoría adormecida.
La figura del iluminado, de quien cree tener la verdad absoluta atenta directamente contra la posibilidad de negociación, de debate, contra la dialéctica de disensos y consensos. En este sentido, destruir la Política –autoritarismo mediante– es el mejor modo cuestionar toda posibilidad de discusión entre posturas diversas, es impugnar fuertemente toda representatividad popular, acallar las voces disidentes, alternativas, que no comulguen con el pensamiento único que se ha venido a instalar.
Milei es monstruoso, pero no es la raíz del problema
Si hay un rasgo que caracteriza al actual Presidente es su constante y sistemática vociferación. Detrás del semblante de “gran economista” (“experto”, “especialista”, “candidato al Nobel de Economía”), ¿qué es lo que verdaderamente se oculta? ¿Por qué alguien que cree tener argumentos tan sólidos necesita recurrir en su retórica constantemente a la agresión, a la descalificación, al maltrato y a la objetivación del otro? ¿Qué busca encubrir semejante modo de “argumentar”? Lo que pretende alguien que se dirige a su interlocutor de tal modo no es otra cosa sino intimidar, inocular miedo y acaso angustiar perversamente.
Esa agresividad innecesaria pone en cuestión el contenido de lo que se dice, da a pensar que en última instancia lo que se propone no es nada nuevo sino un refrito de fórmulas que ya se aplicaron en nuestro país y que fracasaron estrepitosamente.
En el debate presidencial nos encontramos con un sujeto bastante carente de conocimientos, que no supo responder a cosas básicas de las que se supone que un aspirante a semejante cargo debería al menos tener una idea. Por el contrario, Milei se dedicó sistemáticamente a figurar, a mantenerse dentro del personaje que tanto rating le dio (ya sea por televisión o por redes sociales). ¿Nos gobierna una mezcla de Figuretti con Margaret Thatcher que encima presenta rasgos del Joker de Joaquin Phoenix?
Pero el problema no radica solamente en Milei sino en el tipo de subjetividad al que apunta, es decir, en el electorado que le dio el poder. Una subjetividad profundamente mediatizada, capturada hipnóticamente por la eficacia imaginaria de aplicaciones como Instagram o Tik tok. Dichas subjetividades mentalmente empobrecidas no son solamente jóvenes desilusionados o desesperanzados que ven la decadencia mundana y que sufren por la falta de expectativas de progreso social. Creo que en el electorado de Milei también hay muchísimo resentimiento social que involucra a distintas generaciones. Un rencor social producto de muchas frustraciones acumuladas contra las injusticias del sistema (y, acaso, de la vida) pero que, en lugar de expresarse por la vía de una verdadera alternativa al Capitalismo, por el contrario, se manifiesta como un redoblamiento de la alienación.
Se pretende pasar del capitalismo al súper-capitalismo creyendo que la salida a esta situación global de mortificación, donde la riqueza se reparte en pocas manos, sería haciendo aún más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Ahí es donde está verdaderamente el Síndrome de Estocolmo del que habló el Presidente.
Pero hay más.
Así como antiguamente el miedo operaba políticamente, hoy en día es la inoculación de odio la herramienta más eficaz ya que define las elecciones gubernamentales en juego. El miedo a la exclusión propio de la cultura neoliberal (caerse fuera del mapa), ha evolucionado hasta convertirse en rechazo radical a cualquier otro que pudiera venir a provocar (supuestamente) mi caída. Competencia feroz, individualismo extremo.
Cualquiera es un enemigo porque cualquiera puede venir a quitarme clientes, seguidores o mi puesto de trabajo. Generalmente, ese otro peligroso es el extranjero o cualquiera que no se adecúe a mis parámetros de normalidad (determinados por el sistema mismo). Los férreos defensores de este capitalismo financiero global cuya decadencia algunos pretenden disimular culpando al “comunismo” (?) o a cualquier otra cosa que se le parezca, inoculan veneno constantemente a la población entera a través de las redes sociales y de los medios masivos de comunicación de los que son, en general, dueños o socios. Dominar el sentido común sigue siendo clave a la hora de determinar qué es la realidad (que siempre es una construcción discursiva). Pero para una subjetividad enceguecida por el odio, la realidad sólo puede ser vista parcialmente de manera harto sesgada.
El odio, pasión de-ser
Ahora bien, ¿Qué entendemos por odio desde el psicoanálisis? Lo más peligroso del odio es que “apunta al corazón del ser del otro”, es decir, “no busca someterlo sino eliminarlo”. Es decir, el odio se dirige a que el otro “de-sea” (que no es lo mismo que decir a que el otro desee). Creo que para poder entender algo mejor en relación con el odio, tenemos que aproximarnos a un concepto harto abigarrado dentro del campo psicoanalítico tal como lo es el concepto de «goce».
Desde el psicoanálisis, sostenemos que el ser hablante está trastornado por ese efecto del discurso que es el goce. Bajo este capítulo –el del goce– nos adentramos en la condición paradójica de la satisfacción en el ser humano. Esto ya estaba presente en Freud, de alguna manera, por ejemplo, cuando señalaba que lo vivido como displacer en una instancia o sistema psíquico (por ej.: el conciente) podía ser vivido como placer en otro sitio de esa tópica psíquica (por ej.: en lo inconsciente). O también, otra referencia valiosa para adentrarse en esta compleja cuestión, es el famoso caso del Hombre de las ratas. Allí Freud habla de un horror ante su placer, ignorado por él mismo en referencia al relato de su paciente sobre una cierta tortura aplicada en Oriente de la que escuchó hablar a un militar. He allí, a mi entender, una clara alusión a la dimensión inconsciente del goce como satisfacción de una pulsión… de muerte.
Para decirlo todo, sin más vueltas, creo que la voluntad destructiva de quienes hoy gobiernan este país excede nuestras posibilidades de imaginación. Creo que estas personas que han llegado al poder son, en el escenario político local, los mejores representantes de lo que el psicoanálisis denomina pulsión de muerte cuya satisfacción remite a un goce que nada tiene en común con la idea de bienestar, felicidad, placer o disfrute. El goce, en el campo psicoanalítico, alude a lo que los griegos llamaban hybris, es decir, exceso, de-más, desborde.
Conclusiones provisorias (valga la paradoja)
Insistiendo con el equívoco como método de indagación, hay otro término muy cerca de “casta” al que aún no me he referido y que es el significante casto. Según la RAE, es un adjetivo y hace referencia a una persona que se abstiene de todo goce… sexual. Esto es importante subrayarlo. Porque el término no habla de alguien abstinente en todo sentido. Se abstiene específicamente de ese goce en particular. Lo cual no significa que no les dé lugar a otros tipos de goces.
Por ejemplo, Milei habla del sadismo… ¿quizá del suyo propio, de ese que acaso no quiere ver? ¿Será que habla de la perversidad y del egoísmo de la clase dominante argentina? ¿Qué otra explicación darle a este plan de empobrecimiento sistemático donde, en un mes, ya la mayoría de los argentinos somos el doble de pobres? ¿Cómo entender esta pérdida del poder adquisitivo y este ensañamiento de convertirnos en una triste colonia al servicio de intereses foráneos sin tener en cuenta el odio que las clases dominantes tienen para con los sectores explotados? Odio y nada más que odio.
Ese parecería ser, en última instancia, todo el trasfondo de lo que representa Javier Milei si uno le saca los oropeles y de más bisutería. Odio y goce, es decir, angurria, voracidad, gula, apetito desmesurado de aquellos que quieren toda la torta para sí (y de muchísimos otros que se identifican con ese modelo individualista de “ganador”, de “exitoso”). Porque, revirtiendo su lógica paranoica, cómo no darse cuenta de que la “casta” son ellos y ellas, Milei y sus aliados que vinieron a saquear el País, para quedarse con todo, para vender por dos pesos con cincuenta centavos nuestras tierras y recursos, para destruir nuestra Cultura (nuestra compleja identidad), la Salud y la Educación públicas (a las que detestan porque no pueden hacer sus chanchullos allí). Vinieron contra la Política porque son autoritarios y contra la Ética porque adhieren fanáticamente al sistema capitalista anarco-financiero cuya esencia es pulsional, no conoce de límites, no quiere saber nada con ningún tipo de puntuación, de freno, de Ley.
Si lo que civiliza es la abstinencia, eso significa renunciar a “Mi-Ley” para adecuarme, por mucho que me pese, a la Ley como Ley compartida que nos atraviesa a todos y a todas. Hacer una apología de lo ilimitado, siempre y cuando uno pueda pagarlo, es darle rienda suelta a lo peor del ser humano, a sus pasiones más oscuras. ¿Por qué querríamos vivir en una sociedad así? ¿Por qué convertirnos conscientemente en una “sociedad de la nieve”? ¿Por qué elegiríamos abiertamente entrar al “juego del calamar”? ¿Cuál sería ese goce que animaría a nuestro espíritu a ir por ese camino que confina con lo que mejor no? ¿Acaso no hay otra cosa?
Veremos qué sucede en los próximos cuatro años. Esperemos que el “especialista en crecimiento” deje de ser tan infantil. De lo contrario, tendremos que padecer la hybris de un Nerón contemporáneo destruyendo un país al que no supo ni quiso gobernar en términos humanos, equilibrados, justos y éticos.