Por Pablo Potenza. Ideas que se encadenan. Desde un tonto slogan publicitario hasta el chorrito de agua de Lavezzi a Sabella en el mundial y la extraña creación de una secretaría del pensamiento nacional, un recorrido contra la uniformidad, tras una frase de Spinetta.
“Olé como un hombre”, ordena y obliga la publicidad de un desodorante ávido por el desborde machista. La primera pregunta que se hace el potencial consumidor es obvia: ¿cómo huele un hombre?
La diversidad seguramente es infinita, el olor es tan personal y único como el mapa genético. Sin embargo, la publicidad aspira a un paradigma uniforme, como si existiera una matriz, o un universo standard que establece un límite a partir del cual se huele o no, se es o no, un hombre. La aspiración de totalidad que la publicidad tiene como horizonte, propia de la disciplina, sin embargo, es socavada por la ambigüedad semántica de la palabra, la vieja y nunca abandonada diversidad del signo lingüístico. El verbo “oler” es tan ambiguo como inestable e impreciso su referente. El hombre que huele, ¿es el sujeto activo que pone en acción su nariz en su intento de percibir los olores que están en el aire? ¿O es el sujeto pasivo que exuda un aroma particular para que los demás aprecien y juzguen? ¿Se trata, en definitiva, de un hombre sujeto de la acción o de un hombre objeto de la misma?
Reponer la imagen de la publicidad, por supuesto, despejaría dudas y encauzaría todos los sentidos, pero no es ése el fin de esta reflexión. Lo que intento es pensar en un modelo humano que, si bien la imagen impone, la palabra desestabiliza por su propia condición de lenguaje: es esa inestabilidad del sentido lo que no puede jamás sujetarse, dado que siempre, por su propia naturaleza, encuentra un resquicio por donde escabullirse para disipar toda certeza y mantener la duda: allí nace y se mantiene vivo el pensamiento. No parece ser ésa la intención de una de las últimas intervenciones culturales de los organismos estatales con la creación de la Secretaría para el Pensamiento Nacional.
Si bien las descalificaciones que la decisión despertó en forma inmediata fueron retrucadas con una velocidad todavía mayor, en esa suerte de frontón declarativo que el maniqueísmo informativo acostumbra escenificar con tanta volatilidad como efervescencia, los argumentos para la defensa y contraataque no parecieron desarticular ninguna de las afirmaciones previsibles y superficiales que el apuro y la simpleza de los opositores interesados volcaron sobre el espacio público.
Estos, amparados por el prejuicio y el temor, suponen que la palabra y el pensamiento no surgen de la historia, los contextos, las sensaciones y las realidades, sino que, por el contrario, son expresiones puras que manifiestan higiene ideológica y objetividad equidistante. En su anhelo de una supuesta diversidad democrática, horrorizados frente a una amenaza de totalitarismo intelectual partidario, recibieron como única respuesta una promesa de discusión, debate y relectura de los intelectuales argentinos. El problema que esa respuesta ostenta no está en la idea misma del debate, que no es menos noble que obvia, sino en la afirmación intrínseca que acarrea por debajo, en tanto pretende satisfacer una supuesta demanda social, reparar una herida antigua, rellenar un vacío o, en fin, crear algo nuevo.
Pero, ¿cómo? ¿Hasta ahora no se pensaba en la Argentina? ¿Se pensó en algún momento y no se pensó más, y por eso ahora lo vamos a revisar? ¿O hay una falla institucional que viene a cerrarse? ¿Entonces no había pensamiento institucionalizado en el país? ¿Quién piensa y quién no piensa? ¿Qué se piensa?
Lo que se denomina pensamiento tiene en la Argentina un largo trayecto, que comienza desde su misma aparición en el conglomerado de países que integran el universo del siglo XIX y se institucionaliza, con una independencia radical, a partir de la Reforma Universitaria de 1918, para multiplicar, desde esa posición, la diversidad de miradas, análisis, criterios y lenguajes. Tal vez el énfasis, entonces, tendrá que insistir sobre el epíteto “nacional”, ese adjetivo que viene soldado al sustantivo “pensamiento”. Porque si hay un pensamiento nacional, el razonamiento lógico deja ver que también habrá un pensamiento no nacional. Más allá de las líneas y los protagonistas que integrarían ambas bandas de la brecha que se traza, lo nacional, que incluye y excluye, ratifica la idea de uniformidad. Es esa aspiración a lo uniforme, liso y monótono lo que aquí se rechaza.
El epíteto “nacional” tiene varios recorridos, por lo general problemáticos. La música que en los años ’70, durante su período de gestación, era conocida como “música progresiva”, consagra su masividad en los ’80 y es bautizada como “rock nacional”. Hasta hoy ese adjetivo sigue causando escozor en la identidad y el pensamiento no encuentra una solución mejor. Pero es en tiempos de mundiales de fútbol donde surge otro sintagma problemático: la Selección Nacional. Dos episodios significativos se dieron durante el Mundial de Brasil 2014 que la tuvieron como objeto de discusión.
Ricardo Piglia provoca, en 1980, a la crítica literaria -y al pensamiento- de la época, y abre un nuevo terreno para la discusión, cuando afirma que la literatura argentina (no la literatura nacional) comienza con una frase que está escrita en francés, aludiendo al conocido epígrafe sarmientino On ne tue point les idées que abre su obra Facundo. Esto no significa que antes no hubiera escritores, sino que a partir de ese momento se inaugura algo nuevo, porque se rompe con un modelo cultural que tenía como horizonte y como realidad a España y su modelo colonial. En un plano mucho más banal, cotidiano y mínimo, pero, tal vez, no menos importante, podríamos afirmar que el acto desprejuiciado, libre, igualitario y divertido de Ezequiel “el Pocho” Lavezzi, al echarle agua encima al DT Alejandro Sabella, en medio de un partido de Mundial y con las cámaras del mundo observándolo, también inaugura un nuevo momento, en este caso en las relaciones sociales. El acto en sí, junto al efecto de minimización que el técnico produce en tanto acepta la refriega, desestabiliza las jerarquías, reconstruye el diálogo, arrasa con los posibles autoritarismos, abre el consenso, desnuda la convivencia, ratifica la complicidad entre maestro y discípulo. En una sociedad que se escandaliza por el hecho y reclama sanción, acostumbrada al poder unipersonal, a la figura del líder intocable, al respeto silencioso por el superior único, la actitud de conjunto que desacraliza la presión del momento, no solo desestabiliza la seriedad que se le quiere imponer a una competencia, sino que rompe con la idea del camino uniforme y la palabra sagrada.
Este acto subversivo de las costumbres que se produce en el campo de juego se replica, a su vez, en las tribunas. Esteban Buch alerta, en un artículo periodístico, acerca de un intento de viralización virtual producido unas semanas previas al Mundial de fútbol, donde se pretendía reponer en la parte introductoria del Himno -Nacional- una letra, supuestamente, olvidada. Se llama la atención sobre el primer verso, que invoca un agradecimiento religioso, -“Gracias a dios suena ya la hora de la libertad”- y se ubica en una línea de pensamiento antirrepublicano subordinado a una fuerza superior solo gestionada por algunos, pero, además, tal cual repone Buch, el fragmento remite al sueño totalitario del autor de la frase, Antonio Dellepiane, académico católico, quien, algunos años después de su escritura, lo verá hecho realidad cuando “el general José Félix Uriburu, primer dictador de la Argentina moderna, preste juramento en el balcón de la Casa Rosada tras el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930, antes de dirigirse a la muchedumbre que lo aclama: ‘¿Juráis por Dios y la patria ser fieles a las autoridades que vosotros mismos os habéis impuesto?’”.
La idea de la reposición, arrojada como una botella al mar, por supuesto, hoy no prospera, porque en el contexto actual no tiene lugar. Por el contrario, la afición, desparramada en las tribunas mundialistas, llevó al paroxismo una costumbre que ya se daba desde hace algún tiempo en los estadios, y que imprime sobre el fragmento en cuestión -la música limpia de palabras que nos toca en los acontecimientos deportivos- un texto que no es letra, pero que no por eso carece de sentido: el tarareo agregado quiebra la pasividad del que escucha y abre la intervención del que quiere ser parte de esta historia; la letra “o” remite a los estribillos de Woodstock, solo que en lugar de la repetición aleatoria, aquí la música tiene un desarrollo que crece hasta la explosión final de la frase, lo cual produce un ritmo que se acelera y se adelanta en las tribunas hasta provocar el clímax, en una especie de grito de gol anticipado al juego en sí. Finalmente, la masa que canta arrebata el sentido de la canción, al desechar la añoranza de la letra que se cantaría si el Himno se ejecutara en su versión completa, y la convierte en otra cosa: auténtico folklore que expresa una voz colectiva a través de un canto que olvida a los autores canónicos y evidencia la factura anónima de la expresión.
“Ah, basta de pensar”, comienza la canción homónima de Luis A. Spinetta, para afirmar después: “hablan/ ¿de qué sabrán?” y concluir: “que todo sea como vos quieras”. Allí hay un grito y un deseo que huye de toda dirección y enaltece la expresión propia por encima de cualquier uniformidad. Tal vez sea ésta la época de inauguración del pensamiento propio, libre de imposiciones y destrabado de jerarquías.
Para oler como cada uno puede oler, entre el encanto y el espanto, entre la intoxicación y la seducción, ni el drama ni el éxito: apenas un olor diferente que se pueda aceptar con un toque de humor como si fuera un chorro de agua en la cabeza.
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