Por Simon Klemperer. Argentina ya está en cuartos. El país se alegra ante el avance mundialero, todos esperan la final contra Brasil, a excepción de este cronista, corroído por una infinita maldad.
Hace días que me vengo convirtiendo en la peor persona del mundo. Siento y padezco una indecible rabia frente al equipo argentino que juega para el tuje y gana. Y yo, que por cuestiones de la vida que no decidí, vicisitudes varias que me convirtieron en un apátrida sin salida, y que en la búsqueda desesperada de algo en que creer, justo antes de caer en una apatía sin retorno, encontré al bielsismo como camino ante el pesimismo trascendental que me aquejaba. Ahora, en pleno Mundial no me soporto a mí mismo y ni a cada uno de los sujetos que me rodean y se alegran ante tanta fealdad.
En pleno auge del desarraigo más absoluto, el bielsismo me hizo hincha de la selección chilena, por lo que este proceso de convertirme en la peor persona del mundo, el momento a partir del cual comencé a desearle el mal a todo el mundo, comenzó el día del sorteo de los grupos para el Mundial, el Mundial este que ahora se está jugando, parece, en Brasil. La rabia comenzó cuando me di cuenta que al equipo chileno, ese pequeño país clasista y conservador al que todo le cuesta tanto, país al que el bielsismo le dio una luz de seriedad, entrega y dignidad, le había tocado un grupo con Holanda y España, y que en caso de pasar a octavos, le tocaría Brasil, y que muy por el contrario, a Argentina, ese gran país al que le salen jugadores buenos hasta debajo de las piedras, y que tiene, entre otras cosas, al mejor jugador del mundo, que a ese país al que todo le cuesta bastante menos y que podría tener el mejor equipo del mundo y no lo tiene, porque entre Batista, Maradona y Sabella no hacen uno, que a ese país que tiene a los mejores jugadores del mundo y que juega como si fuera Estudiantes de la Plata, con un esquema tristón y con seis defensores ante Bosnia, a ese equipo que da sueño a cada partido, le tocaba un grupo de mentirita, y que si pasaba a octavos le tocaba Suiza, otro equipo de mentirita. Fue en ese momento en el que tanta injusticia me comenzó a convertir en una persona espantosa.
A partir de ahí el país entero se comenzó a esperanzar con el equipo y comenzó a imaginar una final contra Brasil en el Maracaná. Un equipo con muchas figuritas difíciles que cuando se juntan juegan horrible era la esperanza de todos. El partido contra Bosnia fue realmente espantoso y cuando todos se agarraban la cabeza, apareció el petiso salvador y metió la tremenda pepa. La alegría inmensa genera festejos y hace olvida la mediocridad galopante. La capacidad individual extramundana de un ser de otro planeta hace olvidar la incapacidad de jugar en equipo. Tantas esperanzas puestas en las fuerzas extramundanas y divinas del enano mágico eliminan el trabajo necesario para que los mundanos jueguen bien. El partido contra Bosnia fue espantoso y los salvo la pulga. En ese momento, el festejo de mis amigos argentinos con los que vi el partidos, Noya, Valle, Galle, Gusta y Goros, solo me hizo sentir mal y comenzó a aparecer en mí el monstruo que ahora soy. Ese gol de Messi me hizo empezar a padecer y a ejercer todos y cada uno de los pecados capitales. La ira antes que ninguno. Ira por doquier. Envidia también, pero no tanto porque hasta ese momento Chile jugaba bien, le ganaba a España y pasaba a segunda fase. Nos tocaba jugar contra Brasil, lo cual generaba en mi mucha tristeza, rabia, desazón y resignación, pero esos sentimientos no son pecados capitales, así que no cuentan. La pereza, constante en la vida desde hace treinta y cuatro años, la gula intensificada por tanto fulbo, tanta birra y tanto rascarse a dos manos.
El partido contra Irán fue más bodrio que el de Bosnia. Y mirá que eso parecía imposible. Plomazo antológico. El partido contra Irán era, para todos, un partido ganado de antemano, porque, así como yo ejerzo los pecados capitales antes citados, le soberbia es el gran pecado de la sociedad argentina, conocidos mundialmente por su habitantes que sonríen al cielo cuando hay relámpagos. Como esos dos argentinos que van caminando por la calle en algún lugar del mundo y cuando ven pasar dos minas frente a ellos y uno le dice al otro, “che, ¿le decimos que somos argentinos?”, “no, que se jodan”. Así, entre pecado y pecado, a mis amigos se les iba deformando la cara mientras miraban a un equipo argentino que se dedicaba a tirar centros al área contra los iraníes. El equipo jugaba horrendo y entre bostezo y bostezo mis amigos ya pedían la renuncia de Sabella y otros tantos. Y yo, a esa altura y sin disimulo alguno, me frotaba las manos y disfrutaba como un nene con el sufrimiento ajeno. Hasta que, segundos antes que se hiciera un poco de justicia, un poquito nada más, volvió a parecer el petiso maravilla y salvó las papas nuevamente. Hecho el gol, olvidadas nuevamente las miserias. Todos felices y yo, peor que nunca, al borde de ingresar al psiquiátrico de los hijos de puta.
Yo no quiero ser tan mala persona, lo juro. No me gusta desearle el mal a todos, preferiría ser feliz, pero no me sale. Es que este equipo juega tan feo. Pero tan feo. Y ahora, que Chile quedó fuera del mundial la envidia aumentó a niveles inexplicables y yo escribo esta nota para no implotar. Si imploto me la como yo solito, en cambio, si exploto, al menos los mancho de sangre y les arruino la fiesta.
Contra Suiza más de lo mismo. Noventa y siete centros al área. Rojo la figura del partido, hasta que un Suizo perdió una pelota en el medio de la cancha, pelota que agarró Lionel y Di María convirtió en milagro. Y así, bodrio tras bodrio, Argentina ya está en cuartos y en una de esas llega a semis. Y yo, yo me quiero rehabilitar, a ver si dejo de ser tan mala persona, pero me parece que el sábado solo puedo empeorar.