Por Silvana Melo
Hay partidos que nos duran un rato y otros que nos cambian la vida. La cronista cuenta una de derrota: el día en que Diego y Lionel pasaron a ser, para siempre, sólo Maradona y Messi. Pero no siempre las derrotas se quedan en el corazón cuando la primavera sigue asomando.
Mi pasión por el fútbol empezó a languidecer ese día. Y junto con ella, en las deshilachadas maletas de lo simbólico, unos cuantos sueños.
Cuando Diego (que ahora es Maradona) se convirtió en técnico de la Selección, sentí que era el momento de que algo mágico sucediera. Él en el banco, Lionel en la cancha. El resto, de palo. El resto, alfajores. Como el Chino Garcé. El Diego campeón del mundo dos veces con esta camiseta, en tiempos en que los gobiernos populares la remaban en América Latina, en los 200 años de un mayo que nos vendieron revolucionario, pero que fue más o menos, cuando los monstruos rondaban amenazando las yugulares del populismo, era posible que fuéramos felices. Porque estaba Diego en el banco y Lionel en la cancha. Y no hacía falta más.
Yo estaba en las periferias de lo feliz. En los suburbios de una primavera lejanísima. Julio en Olavarría es cruel. Aplasta lo verde a golpes de escarcha. Y amanece con siete grados bajo cero como si nada. Se había muerto mi vieja hacía unos meses, única ancla que me sostenía en la ciudad que me hizo periodista de dientes apretados y encaprichada en abrir grietas en el cemento.
Fui xeneixe por sangre, herencia y linaje. Hasta que Macri me asqueó. Angelici y Tévez me asquearon. Hoy los veo pasar por mi costado. Y no les creo. Nada les creo. Sólo me conmueve Rocío, cuando con gambeta y sombrero la clava a la izquierda en la canchita de Pelota de Trapo.
Fui hincha emocionada y desesperante de la Selección con la misma intensidad con la que desprecio los nacionalismos. El oxímoron ya dejó de funcionar: Messi (que en 2010 era Lionel) terminó de desactivar este año la pasión, con esa mezcla de amor y padecimiento que la constituye.
Diego (que ahora es Maradona) fue para mí durante décadas un emblema de la insurgencia, la nave insignia de los barrios hundidos que se levantan para noquear al poder, el negrito insolente que se puso una estola de piel blanca y salió al mundo desde Fiorito sin darle la mano a nadie ni rasparse las rodillas ante ningún payaso con humos de autoridad. Le perdoné todo. Hasta su menemismo ocasional. Cerré los ojos y lo negué. Lloré tres días seguidos y creí que el sentido de la vida se iba por las cloacas cuando le cortaron las piernas en 1994.
Por eso Sudáfrica era una revancha. La de él y también la mía.
Había escrito tanto periodismo ficcional sobre la vecindad del fútbol con la política, con la marea de felicidad e infelicidad de los pueblos, que empezaba a creerme que esta vez Diego, Lionel y yo podíamos cambiar el mundo.
En mi caso, abrir la puerta a un colibrí en la casa vacía. Esperar la primavera con los membrilleros en flor. Recortar la esperanza y hacerla factible, viable, como para colgármela al cuello y salir a la vida. En pie.
Ese julio de 2010 el dólar cotizó a 3,95. Y la Argentina se convertía en el primer país en reconocer el derecho al matrimonio de personas del mismo género. Había un germen de cambio retorciéndose desde el pecho al estómago (míos, por supuesto) cuando me senté el 3 de julio a eso de las tres de la tarde a mirar el partido. Eran los cuartos de final y a mi lado había un par de amigos pero yo estaba sola. Era yo y Diego. En ese orden. Y Lionel en la cancha.
Antes había opinado Toti Pasman –él y sus secuaces, los mismos que hacen el mismo periodismo deportivo basura hoy, ocho años después– y la respuesta de Diego, “la tenés adentro” y “sigan chupando” viralizada en remeras y con un sexismo horroroso que hoy no estamos dispuestas a bancar a nadie.
Así me senté ese sábado a mirar el partido. Pensando en Codesal y en Diego con el tobillo hecho una pelota morada, los italianos abucheando y él llorando en aquel julio del 90, cuando el país entraba en un túnel de desamparo y perversidad, donde más de la mitad se quedaría fuera de todos los sueños. Y el subcampeonato era un des-consuelo, con las hilachas de lo que fue.
Así me senté.
Pensando en la revancha.
Cuando Arne Friedrich puso el tercero en el arco de Chiquito Romero me desarmé como un rompecabezas de papel. Apagué el televisor y me fui al patio. Me senté en el escaloncito que daba a los pinos y a las rosas dormidas. El pasto era marrón de tanta helada. El cielo estaba encapotado de frío. Y yo fumaba un cigarrillo abrazándome en una decisión que se volvió inapelable en un instante. En el mismo instante en que Friedrich ponía el tercero a los 74 minutos y sin enterarme de que Klose humillaba en el minuto 89. En ese minuto helado supe que me iba. Que dejaba la ciudad donde había vivido casi 49 años y no iba a regalarle 50.
En ese minuto supe que la vida podía cambiar de ruta y sentido. Que había un paquete de sueños que quedaría entre los membrilleros cuando me fuera. Diego, por ejemplo. Que había empezado, despacito, a ser Maradona. La ilusión de un sueño americano, de una patria grande –los gobiernos populares fueron también un espejismo que duró el tiempo que duran los espejismos en la sed de los desiertos–, la esperanza de una tierra igualitaria, de un mundo donde quepan todos los mundos.
Ese día me fui. Aunque me iría físicamente cinco meses después.
Nada volvió a ser igual. Miré Brasil 2014 desapasionadamente. Rusia me sorprendió incrédula y a la Selección, desangelada. Lionel ya es Messi para siempre. Y Diego, Maradona desde hace rato, pasea entre Dubai y Sinaloa.
Los sueños están detenidos en el freezer. Pero las calles están calientes. Y la primavera, magullada y terca, empieza a asomar por ahí. Con la rabona que nos anda faltando.