Por Ricardo Frascara
Veterano de lides olímpicas, el cronista se coloca como puerta giratoria entre los Juegos de Tokio ’64 y estos de Río ’16 y trata de transmitir cómo se siente correr la sangre por las venas cuando uno vive el encuentro deportivo más grande de los tiempos modernos.
Otra vez los Grandes Juegos, otra vez la juventud del mundo entrelazada… las miradas anhelantes, los músculos tensos. No hay nada como los Juegos Olímpicos. Cuando me sumergí, en 1964, en ellos, descorrí una cortina que quedó abierta para siempre en mi mente. Viví un mes en Tokio. Subiendo y bajando escaleras de estadios, saltando del extraordinario reducto futurista de natación, a la pista de atletismo, pegados uno a otro en Yoyogi; de estar aferrado a las cuerdas del ring del estadio Korakuen, al tren que me llevaba a Karisawa (150 km.) para ver la equitación, chapoteando en el barro.
Todavía tengo sensaciones de aquellas jornadas que terminaban cuando entregaba mi nota para que la tipearan en Associated Press y se recibiera en La Nación. Más allá de haber sido el único periodista argentino presente cuando ganó la medalla plateada el jinete Carlos Moratorio, una de las cosas más sentidas por mí fue la actuación del campeón múltiple de natación Don Schollander. Nunca había visto algo así. Lo seguí en sus entrenamientos, donde parecía que estaba dando la vuelta al mundo a pura brazada. Fue figura absorbente de los Juegos. Tanto que resultó el primer nadador de la historia en obtener cuatro medallas doradas. En aquel tiempo, pese a la diferencia física, se lo comparaba con el impacto que causó Johnny Weissmüller (luego el famoso Tarzán) cuando se catapultó a la cima con su record en los 100 metros libre. Fue el primer hombre en nadar esa distancia por debajo del minuto.
Entonces yo vivía en un torbellino de recuerdos y en la cinta sin fin de los Juegos. Todo el tiempo fue una escalada de emociones. En mi interior, además de la voluptuosidad de palpar ese ambiente desbordante de alegrías y pesares –de los perdedores–, le agregaba una circunstancia muy íntima. Cuando aterricé en Tokio todavía sentía al lado a mi padre, ausente desde dos años atrás. Nuestra comunicación fue mucho más intelectual que verbal. Es decir, hablábamos de las cosas que veíamos, de las que escuchábamos, pero además de esto sentíamos un contacto de fondo que iba más allá de las palabras. Esta conexión alcanzó extraordinaria profundidad al enfrentarme con el mundo olímpico. Como él cubrió para El Gráfico los Juegos de Londres ’48, yo ¡estaba en Tokio!, cumpliendo uno de los sueños más caros de mi vida; tenía 30 años y toda la furia y al fin de cada jornada olímpica intensa, la máquina de escribir se abría bajo mis dedos como una amante. Cada noche era lo mismo ¡y cada noche era tan distinta de la otra!
Ahora, sentado frente al televisor, trataré de estar abierto a las reacciones humanas, más que a los números que reinan en los Juegos. Lo que más me interesó fue escudriñar en los actores. Sentir con ellos la vibración de cada instante en esas pistas y canchas. Meterme en su cabeza para descubrir su coraje. Entender qué vendaval los agita cuando tienen la medalla olímpica contra el pecho. Después, verlos transformados en jóvenes sencillos de carne y hueso, risas y esperanzas.
Lo he contado varias veces a lo largo de 50 años, pero es la imagen más auténtica de la Villa Olímpica que enmarqué con mi mirada. Y entiendo que refleja el espíritu que animaba al barón Pierre de Coubertin, cuando ideó estas contiendas deportivas a fines del siglo XIX. Yo estaba sentado en un sillón de la Villa Olímpica, ya en los últimos días de esa explosión con la que Japón se mostró al mundo recompuesto de la Segunda Guerra. A mi frente, en un amplio sofá, dos atletas hablaban y se reían con la carcajada límpida de la juventud. Eran la estrella del equipo norteamericano de natación, la rubia Donna de Varona, y el magnífico velocista cubano, el morocho Enrique Figuerola (ambos medalla dorada). No había nada que los separara, ni política, ni color de piel, ni creencia religiosa. Eran dos muchachos que se sentían dueños de ese pedazo de vida en Tokio. Eso son los Juegos. Allí arde la llama olímpica. Mucho más profundo que lo que hoy podamos ver por TV.