Por Fernando Stratta. A partir del conflicto desatado por los intentos del Congreso norteamericano de aprobar un conjunto de leyes que restringen y criminalizan la circulación de información en internet, se abre un debate sobre los límites de la cultura tal como la entienden las corporaciones.
El pasado miércoles 18 de enero sitios de internet como Wikipedia, Google (en sus versiones en inglés), World Press y Cuevana, a la que se sumaron las redes sociales Facebook y Twitter, llevaron adelante un “apagón” durante 24 horas en protesta por los proyectos SOPA (Stop Online Piracy Acts), que busca detener la piratería en internet, y PIPA (Protect Intellectual Property Acts), que apunta a controlar los contenidos con derechos de autor. En ambos casos, se trata de proyectos restrictivos que penalizan la circulación de información en la web, amparados en las leyes de propiedad intelectual.
Además de los diversos grupos que defienden la libertad de información, entre quienes se oponen a estos proyectos se encuentran megaempresas de internet como Google, Yahoo, LinkedIn o Facebook que verían perjudicados sus intereses económicos de aprobarse la medida.
Dos días antes del apagón la administración Obama había manifestado que se opondría “a toda iniciativa de ley que reduzca la libertad de expresión en internet, aumente los riesgos cibernéticos y erosione la capacidad de innovación en la red”. La reacción del lobby de Hollywood (tradicionalmente fiel a los demócratas) fue inmediata: ya amenazaron con retirar sus apoyo financiero a la campaña reeleccionista de Obama. En ese marco de oposición tanto política como empresarial, finalmente el autor del proyecto SOPA (el presidente de la Comisión de Justicia del Congreso norteamericano, el republicano Lamar Smith) tuvo que retirarlo de la consideración parlamentaria anunciando que por el momento “pospone cualquier consideración del proyecto de ley hasta que exista un consenso sobre una solución más amplia”.
De todos modos, más allá de que el proyecto SOPA parezca haberse enfriado por el momento, la pretensión de limitar la posibilidad de compartir online contenidos protegidos por derechos de autor sigue buscando nuevas formas de implementarse, como pudimos ver recientemente con el cierre de Megaupload a manos del FBI.
Desde los inicios de internet, la libre circulación de información se transformó en un deliberado peligro sobre los esquemas de negocios de las empresas que dominan la industria cultural. Para Vía Libre, fundación argentina dedicada a la difusión de conocimiento e integrante del movimiento global de software libre, “en América Latina tenemos muchas iniciativas similares en varios países y un problema en común con los EE.UU. y Europa: los legisladores que toman decisiones entienden poco sobre lo que legislan (Internet) y hacen eco de los fuertes lobbys de la industria”.
Como suele suceder, estas iniciativas de las corporaciones son presentadas como proyectos que persiguen la defensa de los derechos de artistas, escritores, directores, que verían afectados sus intereses ante la libre circulación de los contenidos. Sin embargo, los trabajadores de la cultura son los últimos eslabones de una larga cadena de negocios de la industria cultural, donde las corporaciones protegen su interés de lucro bajo el marco legal del derecho de autor (copyright).
Este es precisamente el espíritu de tratados como el ACTA (Anti Counterfeting Trade Agreement), en el que los países se comprometen a combatir la “falsificación comercial” o “piratería”. Los resultados de esta ingeniería legal son conocidos: el incremento de los controles a la circulación de información y la criminalización de la población.
Estas iniciativas de control sobre la circulación de contenidos debe analizarse en el contexto de una creciente privatización del conocimiento. Que el conocimiento se privatice significa que se transforma en un bien de mercado, gracias a las legislaciones restrictivas sobre las que se ampara. Las leyes de propiedad intelectual, por ejemplo, constituyen la columna vertebral de las patentes sobre las que se erige el modelo del agronegocio que extienden en todo el continente.
El debate en torno a la libertad de información nos obliga entonces a repensar qué cultura queremos y para quiénes. Porque, en definitiva, lo que buscan estas medidas es limitar los alcances del dominio público de la cultura, para conducirla al terreno de la propiedad privada en el que es pasibles de ganancia.
Antecedentes en Argentina
Hace pocos meses, los sitios web Taringa y Cuevana debieron enfrentar acciones legales por funcionar como soporte en el que circulan contenidos protegidos por derecho de autor. Sin embargo, no son los únicos antecedentes locales sobre este tema.
En el año 2009 tomó repercusión una acción penal iniciada por la Cámara Argentina del Libro (CAL) , junto con la embajada de Francia, contra Horacio Potel. El profesor de filosofía fue acusado de infringir la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual, por sostener un sitio en internet donde podía accederse de forma gratuita a textos de Derrida, Nietzche y Heidegger. La amplia difusión internacional que cobró la situación concluyeron en el sobreseimiento de Potel.
Como sostiene Beatriz Busaniche en el libro Argentina copyleft, “el pasaje de un CD a un MP3 para llevar la música de forma más cómoda, la fotocopia de algunos capítulos de un libro para subrayarlo, trasladarlo o sólo estudiar; la compaginación de una serie de canciones para compartir con alguien, la grabación y cambio de formato de una producción audiovisual, el mush up, el remix, son conductas consideradas criminales y violarlas conlleva una sanción penal”.
Esto pone de manifiesto que bajo las actuales leyes de propiedad intelectual -y los proyectos que se discuten en EEUU apuntan a una profundización de la legislación restrictiva-, todos pueden ser criminalizados bajo sospecha de violación de derechos de autor. El argumento es sencillo: si todos incumplen la ley, cualquiera puede ser perseguido.