La cronista nos acerca los relatos y voces de pibxs de alguna barriada popular de la Ciudad de Buenos Aires. No importa saber de qué barrio está hablando. Sus historias, comunes y cercanas, se entrelazan unas con otras hasta llegar al mismo final: El de las pibas que se plantan contra la violencia policial.
Por Paula Shabel | Iustración: Desobediencia visual
Fue antes de la pandemia que empezó a pasar. Lxs pibxs del barrio ya iban cumpliendo los quince y salían de noche, iban a pasear a la costanera y se llenaban el cuerpo de sustancia barata, justo en frente de los edificios más caros de la ciudad. Esos que están llenos de personas que consumen a lxs pibxs en los policiales del noticiero mientras lxs pibxs tratan de consumir el poco aire fresco sin privatizar que queda al lado del Río de la Plata.
Otras veces se quedaban en el barrio tomando, se sentaban en las escaleras de su escuela primaria o en el cordón de la fábrica que queda en el pasaje, porque en esos lugares no hay movimiento de personas los fines de semana y pueden ranchear varias horas seguidas sin que nadie quiera usar sus puertas. Pero siempre está la policía. Y cada vez más. En los últimos años las calles se llenaron de enemigos para lxs pibxs, que apenas tienen donde estar porque en las casas tomadas el espacio escasea y la intimidad no existe. Entonces la vida se hace en la plaza, cuando no está cerrada, o en la vereda, donde tratan de pasar desapercibidxs sin ningún éxito, porque son tan jóvenes y tan pobres que se les nota lo exiliadxs de cualquier barrio pavimentado.
Andaban en esa la primera vez que vi a las pibas rescatar a los pibes de la yuta, rescatándonos un poco a todxs de la mierda del mundo y volviéndolo un lugar un poco más amable para vivir. Era el cumpleaños de uno de ellos, Carlo llegaba a los 17 y era el más grande. Para festejar habían comprado vodka y jugo, tenían mucho porro y se sentaron a fumarlo en unos escalones que encontraron debajo de un balcón, porque esa noche llovía y el cemento del piso de arriba les hacía de techo para no mojarse.
Era invierno y el aire estaba helado, pero siempre hay gente yirando por las calles de Buenos Aires, así que no se sorprendieron cuando pasaron dos hombres por al lado y les pidieron fuego. Lxs pibxs les convidaron el encendedor y mientras uno lo aceptaba guardándoselo en el bolsillo el otro les dijo que eran policías de encubierto. Enseguida lxs obligaron a tirarse al piso. A Jaime le pegaron una patada porque no quiso, le hicieron sangrar la boca del golpe, Braian se puso a llorar porque no entendía, él sólo había ido por el cumpleaños de su hermano mayor y hacía rato quería volverse a la casa. El resto hizo silencio mientras veía llegar a los tres patrulleros montando una escena de luces y ruidos que anunciaba otra noche en el Inchausti. Diez policías por un porro.
Los dejaron a todos ahí tendidos un rato, en suspenso. Se burlaron de ellos, disfrutando el hecho de haberlos atrapado otra vez, de tenerlos esposados rogando que los larguen, mirando desde abajo con los ojos llenos de rabia y pánico. A todos menos a Pamela, la única piba que había logrado sortear a sus xadres y llegar hasta la joda a pesar de las condiciones climáticas, que cuando se ponen adversas hacen decrecer los permisos adultos que las pibas necesitan para salir. Rodeada de varones, a Pamela la zarandearon las dos policías mujeres que participaban del operativo y le gritaron que se vaya y que no se junte más con esos chicos que eran todos ladrones y drogadictos. Ella les contestó que se iba, pero que no iba a dejar a sus amigos ahí tirados y empezó a caminar con demora, aguantando las lágrimas para no darles el gusto de verla en pánico. Llegó a la esquina, dobló y empezó a correr hacia la puerta del centro comunitario donde sonaban las chacareras de la peña que organizamos todos los meses con algunxs compañerxs. A unas cuadras del caos, la música anunciaba una forma del refugio.
Éramos cuatro en la puerta, también tratando de resguardarnos de la lluvia abajo del alero del local, tomando vino para calentar el cora. Pamela irrumpió la escena a los gritos y nosotrxs tardamos unos segundos en entender lo que pasaba porque ella apenas podía decir algo que no fuera “hay que ir a buscarlos, hay que ir ahora”. Finalmente entendimos y salimos disparadxs hacia la noche, guiados en el recorrido por Pamela que también nos explicaba cuál era la mejor forma de sacar a los pibes de esa situación: “Vos tenés que decir que sos familia de alguno, decí que sos la tía y que lo vas a llevar directo a la casa, a vos te van a creer que podés hablar bien y sos blanca”. Llegando al estruendoso show montado por los ratis, Pamela nos hizo señas con la cabeza para que avancemos hasta los pibes y se quedó atrás.
Le hice caso en todo. Tuve que rogarle a un policía y a otro, convencerlos de que Jaime era efectivamente mi sobrino y de que iba a llevar a todos a sus casas, dije muchas veces que eran menores de edad y prometí hablar con la madre de cada uno para que esto no vuelva a ocurrir. Lloré de la impotencia y estoy segura de que los policías se excitaron viendo a una mujer desesperada y completamente entregada a su voluntad. Y los largaron.
Pamela esperaba silenciosa y sabiamente en la otra cuadra. Se adelantó todavía un poco más para que no la reconozcan los miserables en su retirada, caminó hasta la puerta por la que se entra a sus habitaciones y se apoyó en la pared mientras nos veía llegar a paso lento. Teníamos el cuerpo duro del frío por la ropa ya toda mojada y en la calma de la liberación empezábamos a sentir el cansancio de la secuencia. Nadie hablaba, no teníamos palabras para contar lo que nos pasaba. Sólo nos abrazamos una vez al final de todo, una calidez del gesto con cada unx para despedirnos y asegurarnos de que estábamos ahí y habíamos sobrevivido. En el enjambre de brazos Pamela me dijo, bajito, “te voy a llamar para que hagas de mi tía en la escuela cuando llegue el boletín, que es un desastre”. Sonrió y entró a la casa, ya pensando en alguna nueva alquimia para subvertir el horror al que este sistema nos tiene acostumbradxs y del que ella se fuga fantásticamente una y otra vez.
***
Natalia se puso de novia hace dos años. Conoció a Rodrigo en la plaza, una tarde que paseaba con sus amigas. Él jugaba al fútbol con los pibes de la casa tomada donde ella vive, y cuando terminó el partido se pusieron a charlar y esa misma noche se besaron paradxs en la reja ya cerrada de la plaza. Al mes ya era una relación oficial y merendaban juntxs casi todos los días, antes o después de pasear al perro de ella que ladra mucho pero es un buenazo. Se despedían cuando llegaba la noche, en general muy tarde, ya medio dormidxs y con ganas de seguir abrazadxs.
Cuando cumplieron un año juntxs no pudieron festejar porque él estaba internado en una granja, a la que su mamá lo había mandado después de la cuarta vez que lo agarrara la policía robando bicicletas en el barrio. Estaba por cumplir los 18 y si no abandonaba pronto el vicio de ser ladrón iba a caer preso enseguida, le dijo la vieja y lo mandó a guardar con los evangélicos.
El día del aniversario Natalia lo llamó por teléfono, pero apenas pudieron conversar un rato porque él estaba empastillado y lento y a ella se le partía el corazón de sentirlo tan ido. Lo esperó estoicamente, sin apuros ni reproches y el día que Rodrigo volvió fueron juntxs hasta la pared de la fábrica de la vuelta y escribieron con un aerosol verde en letra inmensa “Nati y Rodri” y le dibujaron un corazón alrededor. Nada como romper las reglas para sentir la libertad en la piel.
Volvieron a la plaza y a los paseos del perro. Y volvió también la policía. Cada vez que salían lxs paraban, lxs reconocían desde la otra cuadra y lxs iban a buscar. Qué mierda hacés acá pendejo, te vamos a hacer cagar pibe, vas a terminar violado en el penal de Ezeiza, te lo decimos para cuidarte, yo tengo un hijo de tu edad y me da pena, te tengo reservada una bala, no te hagas el gil con nosotros que no te conviene, entrá al patrullero porque te mato, volvete ya para tu casa que no te quiero ver en la calle.
Hasta que una noche las amenazas se convirtieron en trompadas. Rodrigo cayó al suelo sin demasiada resistencia. Su delgadez de pibito que corre lo hizo doblar enseguida y exhalar un quejido doliente mientras se apoyaba en el piso a toda velocidad. Le dieron un rato a patada limpia e insulto potente. Porque él era un ladrón, porque les faltaba el respeto cada vez que lo paraban, porque no lo querían ver más en el barrio. Y porque sí, porque podían.
Natalia salió corriendo al primer golpe y los policías ni se preocuparon por seguirla. Qué iba a hacer esa flaquita tan pobre, que no llegaba ni a terminar la escuela y que se moría de miedo cada vez que los veía llegar por el asfalto. La dejaron ir sin mirarla, casi como prueba de la impunidad que ronda su accionar de yuta, esa tranquilidad que les otorga la tarea de cuidarle la riqueza a los ricos a cambio de un sueldo miserable, un poco de cocaína mala y una pistola.
Natalia fue hasta su casa, buscó a su mamá y a su tía, cargó su celular unos minutos y salió de vuelta a la escena del abuso encarnado en uniformes reglamentarios. Tenía fuego en los ojos, pero sus gestos se mantenían serenos al andar, al contrario de las dos señoras, que iban vociferando desaforadas que esos malditos policías la iban a pagar y que no podía ser tanta injusticia en este mundo. Llegaron a la esquina y la intensidad aumentó en la cuadra, crecieron los gritos de un lado y del otro, las mujeres insultaban y los ratis les ordenaban que se calmen, que ellos estaban haciendo su trabajo y que no se metan porque el pendejo no valía la pena.
Entonces ellas agarraron el teléfono de Natalia y le dieron play a todo volumen. La secuencia completa de esa noche empezó a escucharse por el parlante del aparato con un sonido que no era especialmente limpio, pero que alcanzaba para distinguir las voces amenazantes de esos hombres y la feroz caída de Rodrigo al piso después de osar preguntarle a uno “Por qué nos dicen esas cosas si no estamos haciendo nada”. Todxs hicieron silencio durante unos segundos.
No es que los policías tuvieran miedo de recibir sanciones o de perder privilegios por ese audio. Su impunidad está profundamente extendida en todos los engranajes del sistema, es maciza, dura, sin grietas por donde entrarle. Nadie iba a molestarlos por una apretada a un pibe con antecedentes.
El problema para ellos era que esa pibita los había desafiado, grabándolos a escondidas cada vez que se les habían acercado a insultarlxs. Esa pibita calladita, a la que habían considerado casi inexistente, inútil, desechable. Ella les había tendido una trampa, una pequeña, algo casero e improvisado, con el celular en el bolsillo, apretando los botones a ciegas, tratando de que el micrófono registre todas las palabras porque sabía que un día iba a necesitar esas pruebas para que a Rodrigo no lo maten. O no lo encierren, que es parecido.
Natalia le salvaba la cabeza a Rodrigo dejando a la policía desorientada, no sólo por la emboscada, sino porque en ese acto ella confirmaba que a Rodrigo alguien lo quiere mucho y es esa alianza contra la que no pueden las balas.
(*) A.C.A.B: “All Cops Are Bastards” (Todos los policías son unos bastardos)