Por Francisco J Cantamutto / Foto: Matias Baglieto
La economía argentina ha estallado y corren tiempos políticos donde la toma de decisiones define entre alternativas. Sin embargo la crisis no empezó en estos días. Tampoco sus rasgos principales.
Esta nota se escribe mientras cierra el mercado cambiario en un jueves de corrida cambiaria: los valores de referencia y medidas políticas que se sucedan pueden superar estas líneas en problema de minutos. La economía argentina ha estallado, y corren tiempos políticos, donde la toma de decisiones define entre alternativas. Sin embargo, esto no debe esconder que la crisis no empezó en estos días, ni sus rasgos principales.
Cambiemos inició en diciembre de 2015 un proceso de apertura irrestricta de la economía, quitando regulaciones y controles a los movimientos de capitales en todas sus formas (mercancía, dinero, etc.). Unificación del mercado de cambios, reducción de impuestos, ventanilla única, eliminación tiempos de liquidación de ventas, quita de trabas a la remisión al exterior de utilidades o a la compra de divisas, el arreglo con acreedores espurios son apenas las marcas centrales de esta liberalización. Para una economía dependiente, en un mundo en crisis, esto es exponerse sin reparos a los vaivenes de los mercados globales. O perder soberanía, dicho de manera política.
Esta desregulación estuvo acompañada de un fuerte proceso de endeudamiento externo del Estado. Se argumentaba que era para evitar imprimir billetes, desconociendo que el Estado gasta en pesos. Sí es cierto que la reforma tributaria ejecutada por el gobierno desde su asunción (no solo con la ley aprobada en diciembre de 2017) ha quitado fuentes de recursos (reducción de retenciones, eliminación gradual de impuesto a bienes personales, ganancia presunta, reducción de contribuciones patronales, etc.), que la deuda cubre en el corto plazo. Sin embargo, en corto plazo esta fuente implica erogaciones que han crecido sin pausa. Este crecimiento de los gastos por deuda obliga a intensificar el ajuste de otros gastos.
Pero el centro de la toma de deuda no está en las obligaciones fiscales, sino en solventar las cuentas externas. Con una balanza comercial deficitaria y persistencias motivos de salida, es la deuda pública lo que balancea en el corto plazo las necesidades de divisas. Desde diciembre de 2015 a julio de 2018, salieron 11 mil millones de dólares por déficit comercial (explicado íntegramente por turismo y compras con tarjeta en el exterior), 500 millones por inversión extranjera neta de remisión de utilidades, pero la gran sangría es la fuga de capitales, que superó los 51 mil millones de dólares. El gobierno tomó deuda por 94.500 millones de dólares hasta marzo de este año, para compensar estas salidas. Es decir, la deuda del Estado (que pagamos el pueblo) financia distintas fugas de una minoría.
Debido a que es intrínsecamente insostenible, este negocio debe ofrecer altas ganancias para que los capitales (locales y externos) se animen al juego. Hasta marzo de este año, habían entrado poco más de 12 mil millones de dólares como inversión extranjera para aplicar a bonos de deuda. Las LEBAC eran el centro de gravitación de esta timba conocida en la jerga como carry trade, y su valor total creció hasta la friolera de 1.200.000 millones de pesos. Pero el mismo, en condiciones de apertura, está restringido a los “humores” de las finanzas globales. Con los anuncios de subas de tasas de interés de Estados Unidos y la inestabilidad en otros mercados semejantes (que los operadores financieros ponen juntos como “emergentes”) elevaron el costo a pagar para tentar al capital. Debido al propio endeudamiento del gobierno, y su evidente desgaste tras las reformas previsional y tributaria de diciembre, la sostenibilidad entró en duda. La deuda pasó de estar en torno al 44% del PBI a ubicarse, según las últimas estimaciones, superando el 70%.
En abril, algunos operadores financieros decidieron retirarse, y esto inició los ruidos en el mercado. La fragilidad era tal que cualquier movimiento repercutía con creces. Desde ese mes, salieron más de 4.000 millones de dólares por inversiones, que se retiraron tras obtener ingentes ganancias. El gobierno alegó responsabilidades externas, y hasta el día de hoy, en boca del jefe de gabinete Marcos Peña, negó la crisis. Se empecinó en que el camino era el correcto. Por supuesto, esto se mostró errado, ingresando en una lógica de intensificación.
La reacción del gobierno fue tratar de enmendar lentamente en la misma lógica: elevar la tasa de interés de referencia y vender a cuentagotas en el mercado cambiario. Con ese criterio, se perdieron hasta junio casi 14.000 millones de dólares de reservas del Banco Central., y la tasa de interés de la política monetaria paso de 27% al 40%. Esto convalidó la lógica de los operadores financieros: como la deuda no es sostenible, se promete cada vez más, lo que lo hace cada vez menos cumplible. En junio, haciendo gala de cinismo sin reparos, el gobierno cerró el acuerdo stand by con el FMI, el cual le entregó 15.000 millones para reponer las reservas fugadas. Desde entonces, ya salieron más de 9.000 millones, haciendo insuficiente el segundo tramo del préstamo (que era por 3.000).
Sin alternativas ni herramientas, el gobierno propuso una revisión del acuerdo, para incrementar y acelerar los desembolsos: ese fue el anuncio que hizo el presidente, y que funcionó como declaración de crisis. El día jueves el tipo de cambio alcanzó los $42 por dólar, bajando unos puntos al cierre de la jornada por la venta de 500 millones de dólares por el Banco Central. La tasa de política monetaria se elevó al 60%. Pero la crisis ya está declarada: estamos en una corrida cambiaria, y no hay valor de referencia del dólar. Esto ha hecho que diversas empresas bloqueen la entrega de productos (AGD, Molinos, Arcor, entre otras) debido a la falta de precios de referencia. Así, se intensifica la parálisis de la actividad que habían explicitado todos los indicadores de junio (con caídas del 6 al 8%).
El problema no es un complot político local ni un ataque del exterior: es el programa económico del gobierno, en el cual se ha empecinado sin alternativas. El problema es que la credibilidad del mismo se ha desgastado incluso para sus socios. En este sentido, la crisis económica está en marcha, los tiempos que corren son políticos: el gobierno buscará renovar su gabinete, y necesitará cerrar acuerdos por fuera de su partido para poder prometer al FMI que las reformas y el presupuesto 2019 pasarán el Congreso. La oposición lo sabe, y por eso una parte de ella habla de un gobierno de “unidad nacional”. Los gobernadores, reunidos en el CFI, entendieron que el tiempo de Macri está agotado. En las calles, el gobierno enfrenta fuerte resistencia, hoy mismo con las marchas en defensa de la educación superior. Sin embargo, las centrales sindicales dan aire, y prometen dudosos paros para fines de septiembre.
La dinámica de la crisis se asemeja mucho a 2001. Como entonces, la deuda se ha deteriorado rápidamente en su sostenibilidad (respecto de PBI o exportaciones), teniendo que recurrir a salvatajes y blindajes con organismos internacionales. Esto achica el espacio para programas económicos alternativos, y con ello, las posibilidades de negociación con la oposición. El ajuste prometido debe intensificarse, al punto del shock. A diferencia de entonces, el gobierno aun cuenta con apoyo de los países centrales y sus organismos (recordemos que vienen cotidianamente al país en el marco del G20), mantiene el apoyo mediático y sorteó airoso las últimas elecciones legislativas. Es decir, aun tiene espacio institucional desde donde negociar, y la oposición sabe esto.
Por otro lado, y hasta el momento, los sectores medios no se habían visto afectados por el proceso de empobrecimiento de entonces. Las últimas subas de tarifas y esta última corrida han encarecido el ahorro en dólares y la posibilidad de viajar al exterior. A diferencia de 2001, el gobierno puede devaluar –como lo viene haciendo- para licuar salarios, pero no tiene enfrente un desempleo del 24% que paralice de miedo a asalariados/as. Depende de la rebelión de trabajadores/as que el ajuste encuentre límite.
El resultado de esta corrida no depende solo de variables económicas: se trata de una puja política, en diversas arenas, con un resultado incierto. En ese sentido, y aunque suene irónico en este contexto, la moneda aun está girando en el aire.