Texto y fotos por Dario Cavacini
14.00hs. Después del mediodía, en el Borda no quedan ni las sombras en los espejos ni los recuerdos de una libertad que casi no se tuvo. Encadenamientos subjetivos que aún anhelan emanciparse. Desde el pasillo del hall central se acerca un usuario con una mirada ensimismada que promete encenderse en cada ventana que cruza. Me mira sin verme. ¿Sabrá qué pasa afuera? ¿Cómo será el aislamiento de los que ya están aislados hace años? Esos mismos muros que han protegido a los sanos del afuera de los enfermos del adentro, hoy han invertido su orden. Ahora también nosotros estamos encerrados a cielo abierto. Quizás sepamos cómo se siente.
14.15. Un guardia de seguridad deambula por los pasillos vacíos buscando algo para hacer. Nunca falta la seguridad en los manicomios aunque nadie esté seguro de porqué está ahí adentro. Imagino me pedirá una autorización que no tengo. Se acerca extrañado y confiado al mismo tiempo, asiente con la cabeza y sigue su camino hacia ningún lado. Parece que no estar internado ya de por si te da cierta credibilidad, diluye tu sombra. La contracara es que estar internado te saca todo tipo de legitimidad y anula hasta tus posibles verdades/mentiras. Humanos sin Derechos. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social, decía Artaud. El alma del manicomio corporizada en una acción.
14.30. Cuando lo demás ralla, lea la biblia. En el Borda hay grafitis maravillosos, es como si toda la belleza maniatada supurase a través de un aerosol. También hay una biblioteca, dos galpones culturales, un almacén y, por supuesto, siempre una iglesia. Si Dios existe en algún lugar, acá seguro que no tanto. A veces, donde se esperan abrazos, se dan ostias y se reciben abandonos. Amar al prójimo como a uno mismo es una buena frase para un libro de autoayuda que nadie lee. La pandemia llegó al cielo: la puerta de la iglesia tiene tres candados y ningún monaguillo.
14.45. Los bancos del manicomio son una paradoja. Una contradicción que arremete a contramano de la lógica. Hechos para compartirse, casi nunca esquivan la soledad. En su desamparo se reflejan las penumbras que hemos intentado ocultar detrás de pulcros guardapolvos blancos. Maderas añejadas, violencias inadvertidas. Cuando alguien es ingresado en estos lugares, corre la misma suerte: Luego de ser vomitado por la sociedad, es tragado por el hospital con el fin de diluir su anormalidad y metabolizado hasta quebrantar su ser particular. Las ternuras son fagocitadas con voracidad y psicofármacos.
15.00. Un usuario lleva una bolsa con quiensabequé que sacó de un container y camina dificultosamente hacia su servicio. El trayecto es largo y no hay sendero. En el fondo del manicomio siempre están los olvidados de los olvidados, los que no caben debajo de la alfombra. Los peligrosos se les dice en la jerga psiquiátrica enamorada de los estigmas y las cosificaciones. Omnipoderes con garras. Nuestros sistemas de representaciones son arcaicos, ficticios y alienantes. Ningún interés debiera tejer clasificaciones que sólo sirven para reducir otras existencias. Ninguna existencia debiera quedar reducida a clasificaciones que sólo sirven a los intereses que las tejieron.
15.15. Los pabellones del manicomio están inundados de vacío y el ruido en el silencio se me torna insoportable. Pichon Riviere lo llamaba abandonismo. Los días con lluvia parecen intensificar esas soledades desencontradas hasta de sí mismas. Como si el agua clarificara los años sin abrazos. No se puede mitigar el sufrimiento teniendo los pies desnudos. Nadie se levanta sin un otro. ¿Cómo alguien puede recuperarse en el desamparo? Es menester subvertir todo de una vez, romper las certidumbres y suturar las prácticas para que no surjan de los poderes hegemónicos. Tendremos que apelar a la rebelión de los desteñidos.
15.30. Otro grito pintado en una pared lo ahoga todo: ESTAMOS. Están (lo sabemos perfectamente y desde siempre) pero hemos hecho grandes esfuerzos para invisibilizarlos sin culpa. Los raros, los feos, los solos, los débiles, los tímidos, los locos. Los que no producen por que no pueden o simplemente por que no quieren comprar todo lo que nos venden. Habrá que reconocer, algún día, que aquellos que llamamos otros, no son más que el reflejo de lo que queremos ocultar de nosotros mismos. La otredad es nuestro espejo más nítido. Ojalá, después de esta pandemia, no deseemos ser más esta humanidad y los muros de nuestros manicomios internos también caigan, ladrillo por ladrillo.