La pandemia del coronavirus contribuye a la expansión de conductas sociales que avalan el estado de excepción y ponen en riesgo la condición humana. Escraches, dispositivos caseros de vigilancia y una intolerancia extrema son algunos síntomas cuya propagación debería alertarnos mucho mas que la del virus. Algunas lecciones para recordar, a 44 años de la última dictadura militar.
Por Ana Paula Marangoni / foto por Kaloian Santos Cabrera
Viernes 20 de marzo por la noche en la localidad de Moreno. Una mujer viaja en la línea 1 del transporte La Perlita. Traslada a su hijo con gripe y fiebre al hospital de Merlo, luego de haber llamado al 148, al 107, de constatar que los síntomas de su hijo eran los de una gripe común, y de que no pudiera recibir atención en el Hospital de Moreno. Alguien, alertado sobre la fiebre del viajante, llamó al equipo del SAME. Detuvieron el colectivo en la Plaza Buján, en Paso del Rey, haciendo descender a todos los pasajeros, con excepción de la mujer y su hijo. Cuando llegó la ambulancia, constataron que efectivamente se trataba de una gripe. Mientras tanto, audios de pasajeros se viralizaron en toda la localidad, donde se referían a ambos como “los infectados”, al margen de cualquier diagnóstico. Luego de que se aclarara la situación, la madre del adolescente envió un mensaje que fue replicado en algunos medios locales y en redes sociales, constatando que su accionar había sido prudente y responsable.
A dos días de cuarentena obligatoria en el país, las denuncias ya ascendían a 1200, superando ampliamente el número de contagios. Los escraches y los audios de WhatsApp corren a mayor velocidad que el coronavirus. Circula información imposible de chequear que las personas replican sin preguntarse credibilidad y procedencia. Se suben a las redes nombres, apellidos y fotos de otredades “infractoras” que rompen la cuarentena exponiendo a contagio, para continuar el curso de una propagación vertiginosa e imparable al igual que los audios. Cada tanto, les siguen algunas desmentidas tardías. Se crean enemigos desde la ventana o desde la reja. Espiar se convierte en la norma. La otredad se instala desarmando cualquier posibilidad de empatía, semejanza o diálogo. La sociedad asume un rol policíaco a mayor velocidad que la militarización en las calles.
Entre la irresponsabilidad y el pánico vigilante pareciera alojarse la sustancia de la misma materia: el gris que pone en tela de juicio la condición humana.
Ser responsables y adherir a las precauciones prescriptas no es una exageración. Usar la irresponsabilidad ajena como excusa para actuar abusivamente sobre otres, arroja otro peligro mucho más grave que el propio virus, y de propagación aún más veloz. ¿Puede el miedo a una enfermedad deshumanizar al otro? ¿En qué momento quien tenemos adelante deja de ser considerado persona?
Ser progresista parece ser algo fácil cuando se cuenta con ciertas garantías. Cuando el miedo a la muerte comienza a palparse a través de una psicosis social, defender la vida en su condición más profunda comienza a volverse un concepto frágil, difuso, plagado de excepciones.
En los nichos del progresismo, llenos de tesistas de humanidades y sociales, el discurso punitivista prima sobre cualquier otro. Denunciar es la tarea que desarma cualquier grieta. La frase “salir a golpear cuarteles” se actualiza, y desde los clanes de izquierda hasta los de derecha, muchos parecen respirar aliviados al saber a las fuerzas de seguridad en las calles. Cuesta creer que en cada ser humano puedan caber en tan breve lapso de tiempo tan enormes contradicciones. La certeza de una pandemia con consecuencias de mortandad tan alta, confirmada no solo en otros países, sino en países considerados “desarrollados”, nos sitúa en un contexto de vulnerabilidad tal que parece poner en cuestión los principios incuestionables de cada persona y grupo social. Tal vez, estamos a tiempo de ponernos a salvo del coronavirus. ¿Pero estaremos a salvo de nosotros, de nosotras mismas?
En los hogares se replican imágenes de los noticieros. No descansan ni un minuto. Los índices de muertos en el mundo, los números de infectados, especialistas de todo tipo, historias de contagio, y, sobre todo, historias de quienes rompen la cuarentena, de quienes violan las reglas. Desde las pantallas emana una pedagogía del pánico y del odio que solo parece poder mitigarse presionando el botón de apagar. Las máquinas de la insensibilidad se consolidan y no hay mente lo suficientemente fuerte para no sucumbir al bombardeo permanente de muerte, pánico y odio.
¿Cómo podemos garantizar que no vamos a degradar la vida humana? Teniendo en cuenta que la cantidad de infectados y de muertos en nuestro país aún no es dramática. Transitando apenas el comienzo de un período de aislamiento que puede ser más largo de lo que creemos o esperamos.
Busco mi registro de lectura en el Homo Sacer II de Agamben, e intento actualizarlo. El estado de excepción, o estado de sitio, permite a un gobierno asumir más poderes en detrimento de los derechos de los individuos. Es un dispositivo al que se recurre en tiempos de crisis, abriendo una brecha entre democracia y absolutismo. La división de poderes se suprime temporalmente para dar lugar al DNU. Nada indica que ese dispositivo temporal no se transforme en uno permanente, en distintos países del mundo. Apenas una obstinada fe en las frágiles democracias y en la noción de “normalidad”.
La pandemia del coronavirus abre un panorama indeterminado de estado de excepción que fundamentalmente parte de una premisa y hasta incluso de una presión social para que suceda. Nace de una serie de comportamientos en cadena, dominados por la irracionalidad del pánico, donde “el otre” deja ser humano a partir de la sospecha de contagio. La deshumanización de ese otre me habilita para suprimir sus derechos, despojarme del recurso al diálogo; lo que me coloca en el primer eslabón social que habilitó históricamente cualquier masacre o genocidio.
Continúo con Homo Sacer, y me es inevitable llegar a Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, durante la segunda guerra mundial. Agamben reflexiona en su tercer tomo sobre esa figura grisácea de los campos de concentración apodado el “musulmán”, en referencia a aquellas personas que, en su ultima fase de desnutrición, apenas se movían, con la cabeza gacha, en una postura que remite a la oración de los musulmanes. Ese cuerpo ya estaba más allá de todo, ya no luchaba por su vida. Los musulmanes eran despreciados por los mismos prisioneros, porque eran muertos en vida. Eran cuerpos con signos vitales, pero carentes de la condición humana para quienes los rodeaban. Para Agamben, el musulmán era el testigo absoluto, precisamente porque ya no tenía posibilidad de darlo. Era el corazón del horror del holocausto.
A veces toca recordar. No olvidar la condición humana. No convertirnos en fábricas de “musulmanes”. El aislamiento físico no debería ir de la mano de la construcción de muros de indiferencia. Un cuerpo social vive cuando se percibe como parte de un todo. Y muere cuando se ataca a sí mismo.
Acaso convenga recordar algunas lecciones de tiempos de crisis y estados de excepción, y tenerlas a mano cuando las cifras de la pandemia comiencen a martillar, aún más, en las mentes. Será más difícil ser progresista, pero sin duda mucho más útil.
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