Por Ricardo Frascara
El empate que alcanzó ante Argentina el equipo paraguayo que dirige Ramón Díaz, abre un interrogante mirando al futuro del team del Tata Martino, aspirante con pergaminos como para alzar la Copa América. Este equipo, ¿volverá a ser eso que se vio el sábado nada más?
Sigue sin convencerme el seleccionado de fútbol. ¡Qué voy a hacer! Mi deseo era estar en estos días en Chile, para gritar y que alguien me oiga, pero la realidad lo impide. Entonces frente al televisor, viendo el 2-2 con Paraguay, pasé por diversas etapas anímicas. Empecé, es claro, con esperanzas. Y cuando comenzaba a aburrirme, el Kun me despertó con esa pelota afanada que tan bien aprovechó. Desde ese momento hasta el final del primer período aplaudí, casi hasta me entusiasmé. Lio Messi, Kun Agüero, Fideo Di María, il capo Mascherano al fin lograron armar un circuito virtuoso. Y todavía faltaba el aderezo que debía agregar Javier Pastore para terminar el plato. Sin embargo el intervalo enfrió las expectativas… el manjar se desinfló como si se hubiera enfriado el horno en esos quince minutos
La vi venir; a los 10 minutos empecé a hinchar a mi mujer: “Tiene que sacar a Roncaglia. El pibe no puede tapar el agujero negro que se abrió por ese lado y además está amonestado.” Pero Martino no me hacía caso, mientras todos veíamos cómo se desmoronaba el andamiaje construido en el primer tiempo. Otros 10 minutos y le digo a mi mujer: “Tiene que probar con Tévez, el Kun ya se gastó lo que traía”. Es decir, se repetía la historia de este equipo. Es como si los jugadores desequilibrantes se fueran aburriendo. Se derriten. Y Ramón, como si supiera o intuyera eso, liberó a sus hombres, rompió el libreto de partenaire de la Argentina y les puso a las huestes de Santa Cruz las botas de protagonistas. El gato tímido y apaleado con un 0-2 casi inapelable, se transformó en un gladiador con espada y maza. Se apagaron las luces del team de Martino, de pronto fueron todos normales. El terreno se inclinó y al Chiquito Romero se le caía la estantería encima, sin que nadie pudiera detenerla. Lo clavaron dos veces. Pastore se fue sin haber hecho un esbozo, Di María luchó pero se repitió siempre. Messi, que en dos cuerpeadas había puesto la semilla para los goles argentinos, rogaba para que los de atrás aguantaran. Mascherano se debatía pero quedó atrapado en el gris general, Garay hacía agua por el medio. Y de pronto Néstor Ortigoza, con un toque mágico, dejó la pelotita en el pie de Haedo Valdez para el descuento paraguayo. Me faltó rezar, pero de haberlo hecho tampoco habría detenido el empate que terminó de desmoronar el andamio blanquiceleste.
¿Por qué pasa esto? ¿Por qué el equipo con nuestra camiseta no pudo contrarrestar el cambio que produjo Paraguay? ¿Por qué una orquesta sinfónica puede convertirse en una murga disonante en un abrir y cerrar de ojos? Insisto sobre algo que remarqué en historias anteriores: todo es mental. Tévez no puede perder ese cabezazo del final con la casaca de la Vecchia Signora; el divino Messi no erraría ese par de goles que tuvo si vistiera la azul y roja. Por último, ya frío y tomando un té de boldo sin mirar las repeticiones, me dije: “No hay espacio vacío para llenarlo de ilusión. Al fin y al cabo, hicimos un gol por un regalo y otro de penal.” ¿Duro? Pero real. No sé realmente cómo se maneja ese tema, pero Martino tiene que ajustar el diapasón para no perder el ritmo. Si no, aunque no lo parezca, volveremos a sufrir contra Uruguay. Una sola cosa le pido a Martino para el partido contra la Celeste: que inculque en esos cerebros con telarañas que pateen al arco, que si el dibujo no les sale completo –cosa que, es claro, nos entusiasma- que por lo menos prueben pateando derecho al arco de lejos, de todos lados. Desde hoy, queda prohibido abandonar un área de 30 metros sin haber pateado al arco. Y, Tata, empezá a meter patadas en el culo que lo merezca, aunque valga millones de euros.