Por Amalia Tercelán*. Con motivo del 450° aniversario del nacimiento de Shakespeare -que se cumplirá el próximo 26 de abril-, Marcha se expide.
Que el teatro no es el texto sino lo que se hace con él en escena, puede ser una definición sencilla y generalmente aceptada. Yendo más a fondo podríamos decir que en cualquiera de sus formas la esencia del teatro está en el cruce entre lo vivo (lo que acontece, lo que está en los cuerpos, en escena, lo que es puro presente) y lo muerto (lo escrito, lo pasado, lo inmutable). Y sobre esto también podría haber un alto nivel de acuerdo.
El problema aparece cuando analizamos la praxis. Tomando por ejemplo el caso de Shakespeare, si su obra pasó a la historia de la manera que lo hizo es porque supo dejar sin aliento tanto a la corte como a la plebe valiéndose de una gran cantidad de recursos que velaban las críticas más feroces y hacían carne las miserias humanas.
Sin embargo, con el paso del tiempo semejante potencia disruptiva se vio muchas veces sometida a puestas en escena que son solo la sumatoria de unos cuantos artificios que no provocan nada más que sueño en el espectador. Y para ello la historia del teatro propone una variedad de fórmulas muy eficaces a la hora de matar el inmenso potencial de Shakespeare. ¿Será por la aplicación de estas fórmulas que muchos espectadores le escapan a los clásicos? Es posible, y sería interesante que desde el quehacer teatral se trabaje para que los clásicos no sean sólo lo que la tradición ha hecho de ellos. ¿Por qué hay directores que creen que necesitaríamos ver hoy una obra montada como hace cincuenta o cien años? ¿A quién puede modificar un espectáculo prefabricado?
En general, llamamos clásicos a aquellos textos que más allá de su distancia histórica consiguen atravesar las épocas y los lugares, porque proponen una mirada universal sobre un tema. El trabajo de llevar a escena esa universalidad es complejo, incierto, y muchas veces puede ser un completo fracaso, pero más allá de los resultados, es una búsqueda que desorienta. Uno se pierde porque se sale de los márgenes convencionales, porque caen por sí solos una enorme cantidad de presupuestos que sostienen al teatro tradicional, que de algún modo nos amparan, pero que también impiden que suceda ese presente que tanto buscamos.
De ahí la urgencia de alejarse de las convenciones, esos parámetros que no responden a las necesidades propias de la obra sino a una tradición canónica. Entonces aparece el riesgo, cuando ya no hay patrones para seguir y todo lo que queda es encontrar la propia forma de un material. En rigor de verdad, también hay que decir que afortunadamente hay quienes trabajan en esta línea y por supuesto, aunque sean los menos, se agradece. Porque aunque no hay certezas sobre cómo abordar un Shakespeare en la contemporaneidad, lo que es seguro es que la respuesta no está en aplicar recetas hechas, que curiosamente ni siquiera responden al marco de representación de origen de estos textos, sino al canon realista que se instaló a fines del siglo XIX. Canon que aún tiene vigencia gracias a quienes se resisten a los cambios en el arte.
Llamo taxidermistas a quienes se encargan de embalsamar los textos clásicos anestesiando su potencia disruptiva e invito a luchar contra aquellos que en lugar de enaltecer el desconcierto que provoca un texto, eligen volverlo un placebo tranquilizador. Los llamo taxidermistas porque en lugar de trabajar con la potencia animal de los cuerpos en escena, los domestican, los disecan, los momifican. Producen para el reconocimiento y la legitimación aplicando recetas conocidas que mercantilizan el arte al tiempo que obturan nuevas posibilidades. ¿Son ellos los responsables de la agonía del teatro actual? ¿De la invisibilidad de los cuerpos en escena? Ojalá la obra descomunal de Shakespeare que está tan en boga con motivo de su 450 aniversario, sea la llave que invite al desafío de hacer un teatro de cuerpos tomados por el puro presente. O al menos a hacer el intento, pues será siempre mejor si se fracasa buscando lo nuevo que si se descansa en el trabajo hecho por el autor del texto.
Si las palabras no penetran en esos cuerpos haciéndolos estallar en escena, pues entonces mejor leer los textos que verlos. Shakespeare pide riesgo, pide lanzarse al vacío, pide salirse de lo conocido. Porque el origen del teatro está en el caos que se apodera de los cuerpos (las famosas fiestas dionisiacas). Y porque nada hay de tranquilizador en la obra de William Shakespeare.
* Directora de http://lachucara.wordpress.com/. Participó como actriz en Rey Lear, de Emilio García Wehbi, y como directora en Otelo; ó la metáfora del cerdo. Su próximo espectáculo Niño en estado adulto, nieve que arde, o lo que quedó de Hamlet se estrenará en octubre en Matienzo.