Por María del Carmen Verdú* / Foto por Eugenia Marengo
Abrimos el dossier ante 40 años del Golpe de Estado, realizado en conjunto por Marcha y Contrahegemonía, con un análisis del panorama represivo que se dio en los últimos doce años. En esta primera entrega, los años del kirchnerismo.
Estrategias represivas del kirchnerismo
Luego de la rebelión popular de diciembre de 2001 y la movilización que finalizó con la masacre del puente Pueyrredón, el régimen capitalista, con la aparición del kirchnerismo como fracción dirigente del PJ, supo estabilizar la crisis política, recomponer la institucionalidad, cooptar a parte del movimiento popular que había estado movilizado hasta el 2001-2002 y transformarse en la expresión más inteligente de la burguesía para garantizar sus negocios y estabilidad.
En un primer momento, el presidente Néstor Kirchner se dedicó a sumar voluntades, a través de una política de cooptación y seducción de referentes de los más diversos ámbitos y orígenes, que pronto conformaron la “transversalidad”, esa especie de protoplasma kirchnerista que reunió, bajo la consigna del “proyecto nacional y popular”, a una buena cantidad de referentes y organizaciones, algunos de los cuales se proclamaban antiimperialistas, anticapitalistas o de izquierda.
Dos fueron los ejes centrales para consolidar esa imagen. Por una parte, el gobierno asumió pleno protagonismo en la reapertura e impulso de los juicios contra represores de la dictadura, promoviendo la anulación de las leyes de impunidad y constituyéndose como querellante, a través de las secretarías de DDHH nacionales y provinciales, en las principales causas. En la misma línea, se sucedieron actos de fuerte contenido simbólico, como el retiro de los cuadros de Videla y otros genocidas del colegio militar, los reiterados actos en la ESMA, el Parque de la Memoria o Campo de Mayo, inaugurando monumentos o museos alusivos. La “política de DDHH” expresada en esas y otras iniciativas, se convirtió, así, en la marca distintiva del gobierno kirchnerista.
Paralelamente, el gobierno adoptó un discurso de “no represión”. Encabezados por el propio Kirchner, que a la semana de asumir declaró: “No quiero criminalizar la protesta social”[1], todos los integrantes del gobierno, y en especial los encargados del área de seguridad, dijeron cosas parecidas. Efectivamente, en los primeros meses de su gestión, no hubo mayores episodios de represión a movilizaciones o manifestaciones populares, y ello generó un clima de expectativa. Los piquetes y cortes de rutas que habían caracterizado los años anteriores, fueron reemplazados por el acompañamiento casi simbólico a los dirigentes que subían a los despachos oficiales para reunirse con Kirchner, con su hermana Alicia, con alguno de los Fernández o con funcionarios de segunda y tercera línea como Sergio Berni o Carlos Kunkel, y volvían para anunciar las promesas logradas, con lo que el gobierno no tuvo mucha necesidad de reprimir, pues no había situaciones de gran confrontación.
Pero, para quien quisiera ver, había claras señales de que ni el discurso de los derechos humanos, ni la promesa de no reprimir la protesta social, respondían a otra causa que la necesidad de legitimación de un gobierno asumido con un muy escaso capital electoral, y que, una vez logrado el suficiente consenso, el aparato de fuerza estatal retomaría explícitamente su tarea disciplinadora sobre los trabajadores y el pueblo. La designación de funcionarios de larga historia represora en sectores clave de los ministerios, secretarías y direcciones fue una de esas señales inequívocas, acompañada por una nueva versión, políticamente correcta, de la tesis de la “inseguridad ciudadana”, a la que se sumó una campaña mediática de estigmatización como “violenta” de toda modalidad de lucha que no se limitara a dialogar con el gobierno para consensuar “soluciones”. Sería necesario que trascurriera más de un año para que, al menos en parte, se advirtiera el carácter netamente represor del gobierno kirchnerista.
Al mismo tiempo que el gobierno instalaba su discurso de tolerancia a las movilizaciones populares, se intensificó, por carriles menos oficiales, una campaña dirigida a demonizar todo tipo de reclamo que no fuera explícitamente dialoguista. Poco a poco, los medios de comunicación construyeron la idea de que los cortes de rutas, los piquetes y, por extensión, todo tipo de manifestación callejera, eran actos de naturaleza violenta y antidemocrática. Hábilmente, no se cuestionaba el derecho a protestar ni la pertinencia de los diferentes reclamos, sino que el embate se dirigía a las formas y métodos, con el argumento central de la equivalencia de los derechos de manifestantes y el “resto de la sociedad”, que sin ser el destinatario de la protesta se veía entorpecido para circular libremente.
En el clima general de distensión que se impuso desde esos primeros días de gobierno, los hechos represivos que ocurrieron entre junio y agosto de 2003 no tuvieron la menor repercusión, o, a lo sumo, fueron presentados como “desbordes inorgánicos” de algún integrante de las fuerzas de seguridad. Paralelamente, se agudizó la persecución de militantes por la vía judicial, especialmente reactivando expedientes antiguos.
Poco después, hubo un sutil cambio en el discurso, expresado por el ministro de interior Aníbal Fernández que, en referencia a los piqueteros, dijo: “No vamos a reprimirlos, pero tienen que desaparecer”[2]. Para entonces, y aunque los medios lo seguían ignorando, ya se acumulaban los hechos represivos en todo el país.
El episodio más significativo, y el más silenciado de todos, ocurrió el 9 de octubre de 2003, en la provincia de Jujuy. Alrededor de 5.000 personas se movilizaron a la comisaría de Libertador San Martín, donde cinco días antes había muerto Cristian Ibáñez, de 20 años, mientras la policía lo torturaba. La manifestación, que reunía prácticamente un tercio de la población local, fue reprimida con refuerzos llegados de la capital de la provincia. La gente se defendió, arrojando piedras a la comisaría. Pronto, los efectivos dejaron el armamento antitumulto y empezaron a disparar con balas de plomo. Luis Marcelo Cuéllar, joven militante de la CCC, cayó fusilado. Fue tan efectivo el operativo de silenciamiento en torno a ese primer asesinato en una manifestación durante el gobierno de Néstor Kirchner, que el nombre de Cuéllar, salvo muy puntuales excepciones, no sería mencionado nunca más. Ni siquiera se lo recordaría cuando, cuatro años después, en el otro extremo del país, fue asesinado en similar situación el maestro Carlos Fuentealba.
Casi simultáneamente, el gobierno nacional puso a prueba el consenso. En el mes de octubre de 2003 hubo una serie de declaraciones y trascendidos de funcionarios, desde el presidente y el jefe de gabinete, hasta ministros y secretarios de diversas áreas, que delinearon la nueva estrategia. Ahora, la divisoria establecida era entre la “protesta social lícita” y la “protesta ideológica”, que, por exclusión, quedaba estigmatizada como ilícita. Una fuente oficial no identificada lo explicó así al diario Página/12: “La idea del gobierno es desarticular al piqueterismo (…) dando trabajo primero a los beneficiarios de los planes Jefas y Jefes de Hogar, después a los piqueteros sensatos y a los piqueteros amigos (kirchneristas), y dejar aislados a los piqueteros ideológicos. (…) Al que quede afuera porque quiera quedarse afuera, lo esperaremos con el Código Penal en la mano”[3].
Unos meses después de ese globo de ensayo, las declaraciones oficiales, aunque seguían en la línea de la “tolerancia”, anunciaban el cambio. El ministro del interior, Aníbal Fernández, aseguró que el gobierno “no va a criminalizar la protesta social, pero cuando uno se pasa de la raya hay que cumplir con lo que dice la ley”. Para la misma época, el secretario de seguridad, Alberto Iribarne, aclaró: “Cuando decimos que no vamos a criminalizar la protesta social estamos haciendo esa diferenciación: que una cosa es el delito y otra la protesta social”.
Para mediados de 2004, el riesgo de cargar con un costo político por reprimir estaba prácticamente conjurado. Desde su inauguración, el gobierno se propuso no repetir experiencias anteriores como el Puente de Corrientes, el 20 de diciembre o el 26 de junio, porque sabía que eso generaría reacciones como las que sufrieron De La Rua o Duhalde. Su discurso de “no represión”, combinado con la intensa campaña a través de voceros y aliados mediáticos que denunciaban la supuesta “inacción” del gobierno frente a la protesta social y exigían una intervención represiva, en poco más de un año, le permitió pasar a la fase siguiente.
En agosto de 2004, la Subsecretaría de Seguridad Interior, de la que dependen las fuerzas de seguridad federales, hasta ese momento dependiente del Ministerio de Justicia, regresó a la órbita del Ministerio del Interior, bajo la conducción de Aníbal Fernández. Se hizo notar el agravamiento de las imputaciones hacia los manifestantes, con el uso frecuente de figuras muchas veces no excarcelables, totalmente desvinculadas de las supuestas conductas punibles y sobre la base de elementos probatorios especulativos. A lo largo del año, hubo más de medio centenar de presos políticos en todo el país, record absoluto desde 1983, imputados por delitos como coacción agravada, prepotencia ideológica o entorpecimiento de la explotación comercial de un establecimiento que impedían su excarcelación; el poder judicial intensificó la delegación de las supuestas investigaciones en las agencias policiales, que aportaban como prueba sus informes de “inteligencia” y eran miles los procesados con grave riesgo de ser condenados y encarcelados.
Estaba cumplida la misión de acumular consenso para reprimir, sin perder el rótulo ya asegurado de “gobierno de los derechos humanos”. Sobre esa base, la segunda y tercera gestión del gobierno kirchnerista avanzaron en la utilización de una serie de herramientas represivas que ningún gobierno democrático anterior usó con tanta intensidad, como las patotas oficiosas y la militarización territorial. El asesinato del militante del PO Mariano Ferreyra, en el marco del ataque del grupo de choque de la Unión Ferroviaria de José Pedraza es ejemplo máximo de la primera, así como los episodios de las Heras son prueba de la segunda. La sanción, no de una, sino de siete leyes “antiterroristas”, en consonancia con las exigencias imperiales, y el incontestable incremento del gatillo fácil, las detenciones arbitrarias, la tortura y las muertes en cárceles y comisarías, los fusilados en manifestaciones (21 entre 2003 y 2015) y los presos políticos que superaron todo índice desde 1983, marcaron un gobierno que se caracterizó por aplicar toda la represión necesaria, con todo el consenso posible, con el saldo objetivo de 3.070 asesinados por el gatillo fácil o en lugares de detención, y 21 fusilados en la represión a manifestaciones populares.
* Militante de Izquierda Revolucionaria y CORREPI.
[1] Diario Clarín, 03/06/2003.
[2] Página/12, 27/11/2003.
[3] Página/12, 26/10/2003, nota “Una política para los piqueteros”.