Un recorrido por las principales temáticas que aborda el libro ‘Compañeras’, de Hilary Klein, co-editado por El Colectivo y Tinta Limón en 2019. El libro recopila testimonios de mujeres zapatistas y nos aproxima a la historia del EZLN desde la perspectiva de las mujeres y de cómo éstas dieron vuelta a su propia historia.
Por Julieta Caggiano/ Foto Félix Meléndez
Algo de lo quimérico se dispara cuando pensamos en el zapatismo. Como si lo imposible, por fin hecho, abriera paso a lo performático. A eso que se realiza mientras se nombra como horizonte. Les indígenas del sureste mexicano, al conquistar su dignidad y permitirse un autogobierno, tomaron por asalto la imaginación colectiva. Atravesar las montañas del sureste mexicano es adentrarse en la neblina. La espesura, los paliacates, los murales y las pancartas reafirman estar en territorio rebelde. Nadie sale igual de este lugar.
Hilary Klein narra en su libro Compañeras, editado por El Colectivo y Tinta Limón en 2019, la historia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) lo hace desde el ojo de las mujeres en rebeldía. Desde sus miradas, nos acerca a la genealogía de este movimiento y nos invita a recorrer sus luchas y sus contradicciones, sus conquistas y perspectivas. Klein fue parte de las brigadistas internacionales que llegaron a las comunidades como observadoras de derechos humanos.
El libro es una edición colectiva y las propias insurgentas autorizaron su difusión. El texto recupera testimonios de las compañeras que aterrizan palabras que nos permiten comprender su organización, al tiempo que echa luz sobre procesos de más larga data de la historia mexicana. En nueve capítulos, la autora sistematiza los principales debates públicos de la organización, mientras la voz de las mujeres va guiando el eslabonamiento de sus luchas.
Las mujeres zapatistas dieron vuelta su propia historia. Transformaron su cansancio en empoderamiento para enfrentar tanto al gobierno mexicano como a los patrones y a sus propios maridos. Pero no se puede llegar a comprender la magnitud de la transformación en sus vidas sin tomar en cuenta el punto de partida: ¿Cómo pasaron de las relaciones de servilismo a las de libertad e igualdad dentro de sus construcciones autónomas? ¿Cómo combinaron las visiones indigenistas y la de los nuevos movimientos sociales? ¿Cómo fue la lucha de las mujeres para garantizar su participación? Son algunas de las preguntas que Compañeras se propone abordar.
La lucha por la tierra y contra el patronazgo
La autora dedica el capítulo tres del libro a sistematizar la lucha por la tierra en las comunidades indígenas. Desde la época de la colonia se impuso la encomienda, institución que otorgaba a las familias blancas la potestad sobre las tierras y el trabajo indígena; estableciendo desde entonces una relación de servilismo. Tratos abusivos y castigos severos para hacerles sentir su –no-lugar. No sólo explotaban su mano de obra, sino que tutelaban moralmente, evangelizando a las comunidades. Más tarde continuado en el sistema de fincas (o hacienda), el patronazgo fue una figura central de disciplinamiento de las corporalidades indígenas, especialmente para las mujeres.
Además de la cruda realidad que vivían los pueblos originarios de Chiapas por su procedencia étnica y de clase, las mujeres acarreaban con una tercera opresión por su condición de género.
Uno de los testimonios que retoma el libro es el de María, indígena de la región de Morelia. Ella relata el intercambio que existía entre los propietarios de las “muchachas”, donde la mujer no tenía ninguna decisión, copiando el modo del patrón en el plano intrafamiliar. Si el padre aceptaba el alcohol ofrecido por quien la pretendía, aunque ella se negara, estaba obligada a acompañarlo. Los hombres trabajaban un año en la casa del suegro para “pagar” a las niñas que contraían matrimonio a los doce o trece años.
Cuando la decisión no la tomaba el padre lo hacía el terrateniente de la finca. Se obligaba a las niñas a estar un año con ellos antes de entregarla al muchacho que la demandaba, muchas veces pariendo hijos producto de los abusos sexuales. En este entramado, el mestizaje muestra su verdadero rostro como parte de la huella de violación de nuestro continente.
Algunas vivían en fincas y otras en ejidos o rancheríos, herencia de la Revolución mexicana, que en 1920 otorgó este tipo de propiedad colectiva a algunas familias sin tierras para que las gestionen de forma comunitaria. Sin embargo, los títulos pertenecían únicamente a los varones. Esto fue así hasta 1971 de manera formal, aunque se extendió en la práctica, incluso dentro de las comunidades zapatistas, hasta hace muy poco tiempo, cuando las mujeres arrebataron este derecho dentro de la organización. Hasta entonces, aquellas que osaban enfrentar esta realidad quedaban condenadas a la miseria económica.
Génesis del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
Les zapatistas asumen que su lucha se remonta a los 500 años de coloniaje que cargan en sus espaldas. El libro rescata, en los capítulos iniciales, algunos antecedentes de mediano plazo para comprender la formación clandestina del EZLN en los ochenta y pública a partir de 1994. Las organizaciones de bases urbanas y estudiantiles, referenciadas en el maoísmo, confluyeron en un trabajo territorial junto a la iglesia. Estos movimientos se dieron de manera paralela, aunque complementaria. La Diócesis de San Cristóbal de las Casas, y en particular el Obispo Samuel Ruiz, adeptos a la teología de la liberación, fueron fundamentales en el proceso de organización autónoma.
Pese al rol histórico que tuvo la Iglesia Católica, manchando con sangre gran parte de nuestra historia latinoamericana, la Diócesis de San Cristóbal fue un enclave de protección de los pueblos indígenas en Chiapas. En el 2001, en un encuentro de mujeres zapatistas en Morelia, se remarcó tajantemente que su participación tenía un capítulo anterior al EZLN y era cuando empezaron a caminar con la diócesis. Con la Comisión Diocesana de Mujeres (CODIMUJ), las mujeres empezaron a encontrarse, a reconocerse, a organizarse, alfabetizarse y formar cooperativas.
En un principio, relatan, fue muy difícil la inclusión de las mujeres. Amina, indígena tzetzal, expresa que “la organización quería que participemos, pero los maridos no nos dejaban salir de casa. Mientras ellos salían a trabajar, nos levantábamos a las tres de la madrugada a moler maíz para el desayuno, y después a seguir con la crianza y las demás tareas del hogar. Nos decían que queríamos salir para buscar otro hombre y no nos permitían ir a las reuniones”.
Pese a que, inicialmente, los referentes solían ser hombres, hubo muchas mujeres insurgentas. Lo primero era ser base de apoyo, decían, “y mejor ir a agarrar un arma e ir a la montaña antes de que te casen. Algunas teníamos poco más de once o doce años”. Para empezar a ejercer la libertad había que pasar por el desarraigo. En la montaña las tareas eran iguales y se generaban otro tipo de vínculos. Tomar las armas era una muestra de que no existía rol ni posición que no pudiera asumir la mujer. Al subvertir estos roles, las insurgentas modificaron no sólo la relación con sus compañeros hombres, sino la autopercepción que tenían sobre sus propias fuerzas. Saberse iguales hizo que comenzaran a ocupar roles de liderazgo en otros espacios de la organización.
La lucha de las compañeras: saberse iguales.
Las mujeres zapatistas, sometidas al desprecio sistemático de sus maridos, los patrones y el Estado, se organizaron en la clandestinidad en la que estaba el EZLN desde 1983. Cuando decidieron asumir la visibilidad pública, el 1 de enero de 1994, se plantearon luchar no solo por sus reivindicaciones como indígenas, sino también como mujeres. La fuerza que les dio ser milicianas o insurgentas en la toma de varias ciudades de Chiapas la incorporaron a las estructuras del EZLN, donde tuvieron que enfrentarse a las encarnadas prácticas machistas.
La generación de compañeras que ingresó a las filas militares del EZLN en la década de 1980 introdujo un cambio inaudito. En 1985 realizaron una movilización que fue un parteaguas para todas ellas. Demandaban una Ley Seca, planteando que el alcohol profundizaba la violencia machista en sus propias familias. Era un mecanismo de control social tanto para los patrones, que muchas veces les pagaban a sus trabajadores con el trago, como también una forma de endeudar a las familias indígenas y profundizar su dependencia. Fue también excusa para golpear y hambrear a mujeres y niños dentro de cada familia. El ELZN aprobó esta Ley en 1992.
La marcha desató la furia de los maridos, quienes respondieron masivamente con golpizas a sus mujeres. La lucha de las compañeras dentro del movimiento fue muy ardua, y contradecía incluso los decires de los ancianos indígenas y las costumbres arraigadas que nunca las habían considerado como pares. En 1993 el Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI) aprobó el documento que llegaba en forma de borradores de cada región zapatista. Se trataba de la Ley Revolucionaria de Mujeres, difundida unos meses después del primer levantamiento. Esta fue una conquista muy importante para la organización de las mujeres dentro de la organización, que implicaba transformaciones radicales en las comunidades.
Susana leyó el documento: “Queremos que no nos obliguen a casarnos con el que no queremos. Queremos tener los hijos que queramos y podamos cuidar. Queremos derecho a tener cargo en la comunidad. Queremos derecho a decidir nuestra palabra y que se respete. Queremos derecho a estudiar y hasta de ser choferes”. Entre codeos incómodos, un responsable tzeltal comentó: “Lo bueno es que mi mujer no entiende español, que si no…” Una oficiala insurgente, tzotzil y con grado de mayor de infantería, le responde: “Te chingaste porque lo vamos a traducir a todos los dialectos”.
El principal desafío de las mujeres zapatistas era hacer que esta Ley, nombrada y escrita, sea una realidad efectiva. Era también la perspectiva de todo el Ejército Zapatista de Liberación Nacional cuando se plantearon ya no pedir más permiso para ser libres y decidieron empezar a ejercer sus derechos. De esta manera, lo performático se transformaba en huella y horizonte. Es que les zapatistas, cuando miran para adelante en realidad miran la huella de sus pisadas. Lo performático nace cuando a las muertes por enfermedades curables le contraponen un sistema de prevención de salud con plantas medicinales, o con clínicas donde realizan intervenciones complejas. Cuando dejan la educación formal que les negaba sus raíces para impulsar las “escuelitas”, experiencias de educación popular multiculturales, bilingües y hasta trilingües.
Dentro de lo que es el mayor movimiento autonomista de América Latina, las mujeres son la punta de lanza. Ellas son educadoras, promotoras de salud, insurgentas, milicianas, referentas. La imagen de la comandanta Ramona y la insurgenta Ana María, ambas al frente de las negociaciones con el Estado de México en los Acuerdos de San Andrés, dieron la vuelta al mundo y otorgaron mayor visibilidad a las mujeres del movimiento y sus demandas.
Las compañeras abren paso a su participación con toda la potencia de su cansancio. Las zapatistas tejieron, a partir de su visibilidad internacional, redes de apoyo que rompen fronteras. Se reivindican como mujeres feministas, hermanas de todas las que sufren, mujeres que luchan. Aportando una visión indígena al movimiento feminista, se suman a las movilizaciones internacionales por los derechos de las mujeres. En esta red revolucionaria, encuentran apoyo, fuerza y sostén para seguir la lucha en sus comunidades. Para seguir caminando mirando para abajo, hacia sus pasos. Para que lo imposible siga siendo realidad en el sureste mexicano.