De fracasos presidencialistas, pactos y acuerdos para un gobierno de coalición, sentencias sobre el conflicto catalán y el crecimiento de la ultraderecha
María García Yeregui
Vivimos en un tiempo fracturado, entre la posmodernidad -a estas alturas ya tardía- y la materialidad descarnada de los conflictos. Después de un octubre latinoamericano de resistencias y peleadas victorias en luchas antineoliberales, llegó un noviembre desasosegante y doliente, marcando este final de década.
En el centro de nuestros desvelos a la distancia, tuvimos y tenemos, especialmente aunque no sólo, dos territorios. Por un lado, Chile, la represión del régimen chileno a la continuada movilización para abrir un proceso constituyente -tras 30 años desde la transmisión de mando de Augusto Pinochet a Aylwin Azócar, el primer presidente electo desde el 73-. Y también, por supuesto, el conflicto -golpista y teñido de litio- en Bolivia.
El pasado 10 de noviembre, el mismo día en el que se terminó de concretar, de la mano de las fuerzas del monopolio de la violencia del Estado, el golpe en la Bolivia plurinacional; tenía lugar, al otro lado del charco, la repetición electoral de una España extravagantemente ensimismada en sí misma –el silencio de los medios sobre lo que ocurre en Latinoamérica ha sido ensordecedor, y la sedimentada desinformación, vergonzante-.
Tras los resultados de los comicios, se conformó un nuevo poder legislativo: el Congreso de la XIV legislatura desde la transición política de la dictadura franquista a la democracia liberal. Una legislatura que comenzó el pasado 3 de diciembre, la semana del 41 aniversario de la Constitución del 78 que dio lugar al sistema político que entró en crisis la década pasada; coincidiendo también con las primeras jornadas de la COP25, cuya celebración se trasladó de Santiago de Chile a Madrid, sin que por ello se haya informado de lo que sucedía en Santiago.
Pues bien, la traducción de los votos al parlamento, pese a las características de la ley electoral, dio lugar a una cámara representativa más dispersa aún que la anterior, sin mayorías y con 10 grupos parlamentarios distintos, incluidos el plural y el mixto que aglutinan 21 diputados de 11 partidos con pequeña representación; el resto de los 350 escaños del hemiciclo se repartieron entre los 8 partidos con grupo propio: las 5 formaciones políticas a nivel estatal, a las que hay que sumar el independentismo catalán progresista de Esquerra Republicana de Catalunya, que es la quinta fuerza de la cámara en números de escaños (13), y los dos partidos abertzales, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) con 6, y EH Bildu con 5.
La primera conclusión de calado es que no tuvo lugar el cierre de la crisis del sistema político español a través de la recomposición de la fuerza del bipartidismo (PSOE-PP) como turnismo hegemónico –lo que pretendían Pedro Sánchez, por un lado, y Pablo Casado, por otro-. En cambio, existe hoy una aritmética parlamentaria, con lectura política, de la que parece se desprenderá, el próximo martes, el primer gobierno de coalición en este marco constitucional, es decir, el primero desde el anterior período democrático-parlamentario del país, la II República.
Así parece tras las firmas, el último lunes del año, tanto del acuerdo entre el PSOE de Pedro Sánchez y el PNV, como del programa del gobierno de coalición pactado con Unidas Podemos, junto al avance final de las negociaciones para obtener la necesaria abstención de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC).
De hecho, si este jueves (el primero de la nueva década), el Consejo de ERC confirma esa abstención al aceptar el acuerdo con el PSOE que aún no ha sido hecho público, podemos afirmar que, en la segunda votación de investidura, saldrá electo presidente el único candidato que contaba con esa posibilidad tras los comicios, el candidato del PSOE y actual presidente en funciones, Pedro Sánchez. Lo hará con un gobierno de coalición que contará con dos vicepresidentes muy dispares entre sí. La actual ministra de economía en funciones, Nadia Calviño, funcionaria perteneciente al círculo de la elite de economistas de Bruselas.
Y Pablo Iglesias, que 5 años después de fundar Podemos, y con los peores resultados de la coalición Unidas Podemos (tuvieron 3 millones de votos, el 12.8% del voto emitido, traducido en 35 diputados), consigue formar en España el primer gobierno de coalición socialdemócrata. Lo ha hecho según la apuesta estratégica que perfiló a partir de no conseguir el sorpasso al PSOE en el anterior ciclo electoral de 2016. No lo consiguieron pese a tratarse del peor resultado del partido “socialista” desde la llegada al ejecutivo de Felipe González, al final del período transicional, en 1982, es decir, del 48% de entonces (en las elecciones que contaron con la mayor participación), al 22.6% (5.4 millones de votos) que consiguió Sánchez en sus segundas elecciones como candidato. Unidos Podemos no lo logró por perder en coalición, con la repetición electoral, un millón de votos.
Así las cosas, la apuesta estratégica de Pablo Iglesias, en el plano parlamentario, incluyó, primero, la insistencia y el trabajo por lograr una moción de censura del Congreso articulando contra la derecha otra mayoría posible, desbancando así al PP de La Moncloa. Una moción de censura que, finalmente, tras la sentencia por corrupción al Partido Popular, colocó a Sánchez, sin necesidad de acuerdos -también por la relación de fuerzas políticas tras el estallido de la crisis territorial en Cataluña- como presidente del gobierno, a mediados de 2018.
En un segundo tempo, y de nuevo en un ciclo electoral, la lectura estratégica de Iglesias contempló la permanente exigencia de respeto a la proporcionalidad de votos para un gobierno de coalición, tras su lectura del fin definitivo de las mayorías suficientes para gobernar en solitario el país. Una lectura constatada, al menos en el grueso de su argumento, en esta última convocatoria electoral, aunque fue asumida con sumo riesgo para su partido político y para el país, ante la posibilidad de que la derecha recuperara, también en coalición, la posibilidad de gobernar.
No obstante, la clave para avistar definitivamente investidura y formación de gobierno ha sido la publicación, este último lunes de la década que se fue, por parte de la Abogacía del Estado (ente jurídico pero gubernamental) del escrito dirigido al Tribunal Supremo respecto a la sentencia emitida, hace un par de semanas, por el tribunal de Luxemburgo (Unión Europea) a favor de la inmunidad parlamentaria del líder de ERC, Oriol Junqueras, para recoger su acta de eurodiputado. La conclusión del tribunal de justicia de la UE se emitió como consecuencia de la consulta que le formuló el propio Tribunal Supremo del Estado español, cuando Junqueras estaba en prisión preventiva y siendo procesado, por tanto antes de la sentencia que le condenó a 13 años de prisión por sedición y malversación.
Pero volvamos a lo marcado por las urnas en las elecciones generales, lo cierto es que el candidato del PSOE, Pedro Sánchez, ganó los comicios por segunda vez consecutiva. Algo que no sucedía desde antes de la crisis económica con los gobiernos de Rodríguez Zapatero, cuando el partido consiguió 11 millones de votos (más del 40% del voto emitido). En el 2019, el último año de la década pasada, el PSOE volvió a ser la fuerza más votada consecutivamente, pero su victoria en esta repetición electoral fue aún más pírrica que la de abril. La apuesta de Sánchez perdió más de 700 mil votos, traducidos en tres escaños, por lo que el PSOE cuenta con 120 diputados para la investidura.
El 10 de noviembre, Sánchez fue el candidato más votado con el 28% de los votos, frente al 20.8% del segundo, el líder del PP, Pablo Casado. El Partido Popular, pese a mantener la hegemonía del bloque de la derecha por el desplome de su competidor de abril -Ciudadanos pasó de quedarse a 200 mil votos del PP, adelantando a Unidas Podemos como tercera fuerza, a perder 2.5 millones de votos, quedándose con sólo 10 bancas que representan al millón y medio de votos que conservó-, y recuperar 700 mil votos y 22 diputados (quedando con 88), no ha remontado la posición hegemónica de régimen que todavía tenía en 2016, cuando comenzó la crisis del bipartidismo, ni siquiera cuenta con una hegemonía fuerte dentro de la sociología conservadora del país.
Nos encontramos, así, con un elemento lo fundamental, nos referimos a las características de la reorganización del voto de derecha: Vox se convirtió en la tercera fuerza política del país con el 16% de los votos (4.1 millones). Esto es lo crucial tanto para nuestra preocupación como defensores de los derechos humanos, militantes antifascistas y feministas; como para contextualizar lo sucedido en la arena política institucional.
Por un lado, resulta esencial para entender el reconocimiento exprés de Sánchez de su propia derrota respecto a los objetivos presidencialistas que guiaron la repetición electoral. Pasó de estar en contra del gobierno de coalición, hasta el punto de arriesgar que, con la bajada de participación, ganara el poder gubernamental de España un tripartito de derechas con Vox incluido, a firmar el pacto con Iglesias a poco más de 24 horas de los resultados electorales.
Por otro lado, el auge de la extrema derecha en el parlamento -y de esta forma en la calle y en el discurso- es esencial para entender la distancia existente entre las negociaciones del PSOE durante estas semanas, respecto al Sánchez de antes de la convocatoria electoral y, sobretodo, del discurso que tuvo como candidato durante la campaña. Una distancia, primero, respecto a la petición de abstención que hizo constantemente a PP y Ciudadanos para poder gobernar en solitario, así como respecto a las conversaciones con Casado para reformar la ley electoral al estilo griego, que riendo asegurar la dotación de fuerza legislativa suficiente a la lista más votada para poder gobernar sin necesidad de pactos de coalición con otros partidos; y, en segundo lugar, una distancia frente al discurso erigido por el PSOE en referencia al conflicto catalán durante la campaña, negándolo como conflicto político y caracterizándolo únicamente como crisis de convivencia entre catalanes.
Y es que la forma de reorganización del españolismo derechista explica la lectura política de imposibilidad de llegar a una gran coalición PSOE-PP, esa gran coalición que reclaman los sectores de poder y algunas familias de la derecha dentro del propio Partido Popular, para frenar lo que ellos califican como “alta traición a la patria” y “el fin del país”. El derechismo, todo, califica al gobierno del PSOE y Unidas Podemos -con pacto con los nacionalistas vascos y abstención negociada con el principal partido del independentismo catalán, a lo que hay que sumar la también abstención por lectura política de EH Bildu (para la derecha españolista, “los etarras”), como “gobierno de comunistas, secesionistas y populistas bolivarianos”.
En definitiva, el crecimiento estremecedor del nuevo competidor del PP por la derecha, antes engrosado en sus votantes, dado el contexto de nacionalismo español exacerbado a partir de la crisis independentista catalana, en una coyuntura europea de crecimiento rápida de la extrema derecha a partir del punto de inflexión de las políticas de austeridad y recogiendo la reacción del machismo frente a la movilización feminista antipatriarcal, explica que un PP que pierde votos hacia Vox, se derechiza más en su discurso y trata a España como su patrimonio material, simbólico y espiritual tanto en el plano reaccionario tradicional como en el ideológico neoliberal, no opte por pactar con Sánchez –“el felón y traidor socialista”- ni se plantee permitirle gobernar en solitario.
Lo cierto es que en sólo un año desde la entrada de Vox en las instituciones y en sus segundas elecciones generales tras entrar en el Congreso de los diputados, la formación reaccionaria ha pasado a ser la tercera fuerza de la cámara: recordemos que pasó del 10% de los votos conseguidos en abril, lo que parecía un techo, al 14%, es decir, 3.5 millones de votos traducidos, como tercera fuerza del parlamento, en 52 diputados.
Este hecho es el que despejaba el riesgo de unas terceras elecciones. Y también, por tanto, podía hacer creer que con un acuerdo de coalición firmado entre Sánchez e Iglesias, a menos de dos días del resultado electoral, ERC no negociaría su abstención, ante el miedo a las dos derechas PP-Vox en unas terceras elecciones.
Deducción lógica pero errónea dada la situación en el país, ya que dentro del campo del independentismo catalán, con unas elecciones en Catalunya a la vuelta de la esquina –que serán las primeras desde la aplicación del 155 y la convocatoria de elecciones tras la declaración unilateral de independencia y el referéndum del 1 de octubre -, pero sobretodo con los presos catalanes condenados por sedición antes de las elecciones generales no existía en realidad esa opción. Ya no estábamos en julio y eso lo sabía Sánchez en septiembre cuando se negó a ser nombrado candidato en una segunda ronda de investidura forzando las elecciones.
En estas condiciones, la abstención de Esquerra ya no iba a ser a cambio de nada, a diferencia de lo ocurrido en la moción de censura que hizo a Sánchez presidente, ahora en funciones, o en las dos investiduras fallidas de julio en el que hablaban de un ‘sí’ sin contraprestaciones para frenar a la derecha, evitar repetición electoral y tratarse de una oportunidad histórica. En realidad, esta realidad respecto a la posición de ERC ya se demostró cuando votaron ‘no’ a los presupuestos del Estado firmados por PSOE y UP, que los tumbó y fue lo que provocó tanto el adelanto electoral de abril como que España siga operando como país con los presupuestos de 2018 que aprobó el gobierno de Mariano Rajoy.
El último escollo con ERC, lo han terminado de salvar, si se confirma el jueves su abstención, la posición de la Abogacía del Estado a partir de la sentencia de Luxemburgo, además del acuerdo que hayan firmado que aún está por hacerse público. La sentencia de la justicia de la UE ha dado alas a algunos de los argumentos tramposos, convertidos en sentimientos y experiencia victimista respecto a España dentro del catalanismo, y, por supuesto, bilis al españolismo, más de Vox que al PP, por el mito europeísta del conservadurismo posfranquista característico en España, pero sobretodo a un imaginario reaccionario alimentado durante casi 20 años por la proliferación de medios de la llamada “caverna” en el país, y de esos polvos estos lodos.
Veremos qué sucede en el siguiente punto de inflexión judicial, cuando el tribunal de DDHH de Estrasburgo dictamine corrigiendo tanto la detención, encarcelamiento y condena de “los Jordis” –los dos activistas independentistas responsables de dos de las organizaciones culturales más relevantes del giro independentista de la última década- como la pena y condena por el delito de sedición, no sobre el de malversación, eso seguro, que recoge la sentencia de, nada menos, que el Tribunal Supremo del Estado español. Pero eso ya, es otra historia.