Por Sergio Segura
El 9 de abril de 1948 asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán y la horrible noche no cesa. A 70 años de cruda violencia política las víctimas reclaman ser el centro del debate: justicia, verdad, reparación y no repetición es la consigna.
“A mi padre lo mató la CIA y Mariano Ospina Pérez”, asegura Gloria Gaitán, hija del líder popular. Esta corta y precisa afirmación no es menor, pues hace referencia no solo a un hecho como tal, sino a dos estrategias de terror históricas: por un lado, la injerencia imperialista en el continente, por el otro, el modus operandi de la oligarquía colombiana que mantiene su linaje hasta nuestros días. El 9 de abril es el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado, aunque las organizaciones sociales afirman que es un día para recalcar la situación presente: por ejemplo, que en los últimos dos años han sido asesinados más de 280 líderes sociales, uno cada tres días.
El ‘Bogotazo’ y la revuelta del 9 de abril del 48 iniciada después de los tres disparos que acabaron con la vida de Gaitán encontró en la indignación popular un vehículo sin rumbo. Empezó la época denominada como “La Violencia”. Los conservadores a través de Chulavitas y Pájaros (policías conservadores y sicarios a sueldo) asesinaron liberales y comunistas con una crueldad sin precedentes. Dos millones de habitantes (de los 11 que existían en el momento) fueron desplazados forzadamente y alrededor de 300.000 personas perdieron la vida en los siguientes 10 años producto de “la guerra bipartidista”.
“La oligarquía no me mata porque sabe que si lo hace, el país se vuelca y las aguas demorarán 50 años en regresar a su nivel normal”, aseguró Gaitán antes de su muerte.
La oligarquía liberal y conservadora pactaron el Frente Nacional en 1957 y la violencia contra el pueblo no se detuvo. Campesinos liberales conformaron guerrillas de autodefensa y en la década de 1960 nacieron las guerrillas de las FARC, el ELN y el EPL. En 1970 el M-19 y en 1984 el Movimiento Armado Quintín Lame, entre otras insurgencias, respondieron desde los sectores populares rurales y urbanos por el camino de la lucha armada y la combinación de las formas de lucha para sacar a Colombia de la exclusión política y la desigualdad social.
Han pasado 70 años y la violencia política sigue marcando la agenda. Ser mercenario es casi un proyecto de emprendimiento donde sicarios contratados por terratenientes y empresas transnacionales actúan sin ningún reparo.
En Colombia son varios los partidos políticos y movimientos sociales exterminados con alta responsabilidad del Estado, magnicidios y genocidios que no están en el imaginario colectivo de la sociedad, por consiguiente, una memoria burlada por generaciones: la Unión Patriótica, el movimiento !A Luchar!, el Frente Popular, Esperanza, Paz y Libertad, el asesinato de Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro, Jaime Garzón, Camilo Torres (incluso escondiendo la verdad sobre sus restos), entre miles más que permanecen en la impunidad.
En el país de la “democracia más antigua de la región”, eliminar al adversario político se convirtió en norma. Desde el fascista Laureano Gómez en los años cincuenta hasta los gobiernos neoliberales de Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y Santos, han sido promotores de la perpetuación de este flagelo.
En los discursos políticos de todos los colores se reclama a las víctimas como el centro de la discusión de la paz, un recorrido que al día de hoy ya no supera los relatos más optimistas. 60.000 desaparecidos de un conflicto social y armado y un Estado que obstaculiza el funcionamiento de la Comisión de la Verdad. Un país que se dice en construcción de paz debe tener a las víctimas no solo como uno de los puntos contemplados sino como el centro del debate, sin embargo las mismas aseguran que pasaron del centro a la periferia.
Un país que transita por la superación de un conflicto de más de 60 años, pero un Estado que no proporciona recursos ni voluntad política para reparar a las víctimas ni honrar la memoria y la verdad. El conflicto deja más de 9 millones de víctimas, aunque reparadas apenas 800.000. Cabe señalar que el Senado de la República rechazó lo que fue un acuerdo en La Habana: representación de las víctimas en el Congreso, un gesto político mínimo si se tiene en cuenta que las víctimas no han sido escuchadas en toda la historia de la violencia.
70 años después y en vísperas de elecciones presidenciales, la violencia se percibe aún cotidiana: atentado al único candidato de izquierda, asesinato sistemático contra líderes sociales y militantes del movimiento popular, nulas garantías para el ejercicio de la oposición política, demostrado en los más de 50 asesinatos a guerrilleros (y a familiares) que dejaron las armas, miles de presos políticos, ausencia institucional en múltiples territorios, niños que mueren de hambre en territorios golpeados por la violencia y el extractivismo, campesinos, indígenas y jóvenes asesinados por la fuerza pública y un paramilitarismo que se extiende por todo el territorio. Insistir en la memoria es dignificar la vida de quienes lucharon contra el olvido.