Por Mauricio Polchi/ Foto por Gustavo Pantano
La Ciudad de Buenos Aires amaneció con ondeantes banderitas norteamericanas y vallas por todos los lugares donde osara pasar Mr President, Barak Obama. El cronista salió a la calle sin credencial ni documento. No llegó a pregunta alguna con el Presidente de los Estados Unidos, pero saltando vallas y esquivando policías describe lo que vio, escuchó, y le contaron…
Cuando los colegas me avisaron que para la cubrir la visita de Barak Obama pedían pasaporte y una foto especial, desistí de esa posibilidad. Luego me aclararon que se podía resolver la acreditación con una copia por duplicado del DNI, pero yo quería evitar cualquier trámite engorroso. “Hagan de cuenta que la Ciudad de Buenos Aires, por unas horas, es territorio norteamericano”, mandaban a decir los funcionarios del Gobierno Nacional. Y no mentían, porque ante la visita del estadounidense, el microcentro se militarizó por varias horas con un megaoperativo de seguridad que se puso en marcha desde el arranque del miércoles 23 de marzo, con cortes de calles y un imponente despliegue de agentes extranjeros. A eso de las 7 de la mañana se conformó un perímetro constituido por la Policía Federal Argentina con el Grupo Especial de Operaciones Federales (GEOF). A estos equipos armados, se les sumaron los 300 agentes del servicio secreto de la Casa Blanca, los marines, los aviones, los helicópteros y “La bestia”, como le dicen al bélico Cadillac One.
El encuentro entre Barak Obama y el anfitrión Mauricio Macri estaba pautado para las 10 y media. Por eso, cerca de las 9, encaré para la sede presidencial. Mi principal objetivo era perforar el cerco restrictivo, pero ese plan se derrumbó enseguida. Iba por Balcarce cuando me frenó el primer retén. “Nadie puede pasar. Es una orden que debemos cumplir”, me dijo, de forma seca y escueta, la oficial de pelo trenzado y rodete. Estábamos bastante lejos de la puerta principal de La Rosada, y ahí la zona ya estaba sitiada. Desde ese instante, la idea de interactuar en inglés con Obama se desmoronaba. Por un lado, porque en la conferencia de prensa estipulada para el mediodía solo habría lugar para cuatro preguntas. Los elegidos para hacer esas consultas saldrían de un sorteo. Y si bien el azar no es mi fuerte, yo jamás sería elegido porque ni siquiera estaba anotado en la lista. Tal como preveía, conseguir la entrevista más buscada del planeta, en esas circunstancias, era un imposible. Caminar libremente, por las calles porteñas, también.
Fui por Alsina para encontrar un paso permitido. Sin embargo, los vallados se sucedían en todas las esquinas y allí mismo se amontonaban las personas que por diferentes motivos necesitaban ir un poco más allá de las rejas o los controles. Algunos eran oficinistas u operarios, otros curioseaban, y uno de ellos revoleaba un manojo de llaves para reclamar lo inesperado: ingresar a su propio hogar. La gente, en su mayoría, se mantenía ajena a estos pequeños altercados.
Resignado, bajo el sol otoñal de la metrópoli, caminé un par de cuadras más. Crucé Defensa, después Bolívar, y cuando ya había resuelto abandonar mi tarea, descubrí que en la peatonal Perú se había habilitado el paso. Perfilé para el corredor comercial y me detuve cuando llegué a Avenida de Mayo. En la salida de la estación de subte de la línea A, no sólo me topé con el anunciado cordón de las fuerzas de seguridad, o con los francotiradores ubicados en estratégicos escondites, sino que también me recibió el atlético movimiento de un joven.
“Quedé atrapado del otro lado y tuve que saltar”, me confesó después de pasar por encima de las vallas con su bicicleta personal, esa que utiliza para ganar unos pesos en la mensajería. La secuencia, quizá con una metáfora forzada, sirve para graficar una postal de Barak en la Argentina: la de un trabajador que huye de la gran visita del Norte. Fue el segundo testimonio que conseguí, después del de la mujer uniformada que no me permitió circular.
Cuando ya eran las 11 de la mañana, y sin un carnet escrito en otro idioma para identificarme como cronista, las chances de acceder al encuentro bilateral se esfumaban, principalmente porque la reunión ya había comenzado. Me acerqué a un matrimonio que desde lejos miraba hacia ninguna parte. El señor me relojeó desconfiado y prefirió evitarme. Ella también, pero sin dar su nombre se soltó y me contó que estaba presente porque quería ser testigo de un hecho histórico. “Es un momento tan importante para nosotros. Que hace cambiar la política de nuestro país. El vínculo con el mundo”, celebró, a pesar de su antipatía. Con esa frase, fui en busca de mi cuarto testimonio.
Una pareja de venezolanos, más relajados por su condición de turistas, se explayaron sin problemas. “Este es el mejor presidente de Estados Unidos, porque está uniendo lazos. Nada de ese socialismo que nos han inculcado Fidel y Chávez. Y menos Cristina, esa tiene que estar presa”, sentenció el pibe. Sus dichos expusieron una línea ideológica inconfundible y un eje discursivo que atraviesa a todo el Continente, con una matriz antipopular y proyanqui.
Sentado en el piso de la vereda, un vendedor ambulante descansaba con el carro de café a su lado. Me arrimé y, como pude, le comenté que era periodista y deslicé una tibia explicación sobre mi cobertura especial. “Que vengan estos tipos es feo. Una mala señal”, lanzó Alberto. “Esto es lo peor que nos puede pasar”, agregó. Al rato, se repuso del suelo para seguir con su actividad.
Ahí mismo, supuse que para promocionar mi crónica debía difundir imágenes de mi particular y lejana nota. Comprendí que tenía que publicar rápidamente una foto en las redes sociales. Pero me faltó destreza y no logré mostrar mi trabajo periodístico. No lo hice, no twiteé nada, no armé un hashtag, ni siquiera obtuve una credencial con autorización del Pentágono, y encima yo todavía estaba a casi siete cuadras de mi potencial entrevistado.