Por Nadia Fink.
Primera parte de la vida y obra de la escritora brasileña Clarice Lispector, la escritora del “no estilo”, según su definición.
Carice Lispector pudo haber sido una señora bien con sus rasgos distinguidos, lánguidos, tan correctos a simple vista; como esposa perfecta del diplomático de mundo; como estudiante de abogacía con aires de socialista; como madre en una casa aséptica… pero Clarice no lo fue, no pudo, no le salió. Porque detrás de esos finos rasgos había una historia de muerte y persecución, porque no supo nunca cómo ser buena viajera y extrañó su tierra (Brasil, su única tierra) cada vez que vivió en Europa; porque dejó esa carrera recta y escribió a mansalva toda su vida; porque sí la casa y los niños, pero también la máquina de escribir en la falda y el trabajo y la separación y, sobre todo, sus palabras, dispuestas a corroer la superficie para dejarnos incómodos ante un mundo que parece mostrarnos por primera vez.
Clarice nació en plena huida de sus padres un 10 de diciembre de 1920. Pararon en una aldea llamada Tchetchelnik para que su madre diera a luz. Eran judíos ucranianos que se escapaban de los progroms rusos después de la Primera Guerra Mundial. Su nacimiento y su infancia pueden inscribirse en las mejores tragedias griegas. Afirma que llegó al mundo por una vieja creencia de que un hijo salvaba a la mujer enferma; pobre Clarice, niña triste, fue concebida para salvar a su madre enferma de sífilis, contagiada en las violaciones a las que fue sometida por los soldados rusos.
Y entonces, ya en la norteña ciudad de Recife desde que tenía dos meses, una infancia austera, cercana a la pobreza, con la niñez olvidada por la enfermedad de su madre, quien murió cuando Clarice tenía 9 años. Cuenta en uno de sus relatos, “Restos del carnaval”: “No me disfrazaba: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Me pintaba la boca con pintalabios, entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de mi niñez”.
“Yo también quiero”, dijo después de devorar libros en su infancia, cuando se enteró de que detrás de cada uno de esos objetos de lomo grueso y miles de hojas había un autor, un escribiente que tejía la historia y daba vida a los personajes. Ya no eran objetos que crecían como frutos de un árbol, como creía de pequeña. “Felicidad clandestina” es un texto que describe su relación con la lectura, pero también su infancia en Recife, donde la única manera de acceder a un libro era cuando se lo prestaban. Así de profundo le llegó El reinado de Varicita, de Monteiro Lobato, cuando se lo prestaron “sin tiempo”: “Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante”…
En su adolescencia se trasladaron a Río con sus hermanas y su padre, quien murió poco después. Heredó de él su misticismo y no mucho más, porque la economía familiar nunca fue del todo buena. Por eso Clarice emprendió su carrera universitaria de abogacía, mientras trabajaba de secretaria primero y de periodista, después. Por esa época ya coleccionaba varios rechazos de parte de una revista que publicaba cuentos infantiles: el motivo era que sus relatos no tenían estructura de desarrollo clásica, no había trama, eran puro sentimientos. Y Clarice no aprendió (no quiso, no pudo) a escribir de otra manera. Y ese es, quizá, el mayor regalo para sus lectores.
Se casó joven, se fue tras un marido diplomático a recorrer Europa con todo el protocolo alrededor ( “lo odiaba pero cumplía con mis obligaciones: daba cenas, hacía todo pero con náuseas”, recordaba) y también tuvo dos hijos, dos varones. Destino de mujer de la época. O tal vez no. Porque Clarice, máquina de escribir en mano, niño a upa, trazaba su universo. Y fue escritora (de novelas, de cuentos), periodista, autora de páginas femmeninas, traductora, ensayista, realizadora de cuentos para niños (“No les miento”, decía sobre ellos y escribía, por ejemplo, “La mujer que mató a los peces”, en el que una madre trata de explicarles a sus hijos que sus peces murieron porque ella olvidó darles de comer).
Si bien formó parte de lo que se llamó “la literatura moderna” en Brasil, con la publicación de su primera novela, Cerca del corazón salvaje, rompió con la literatura masculina y tropical en la que el clima, la voluptuosidad de la naturaleza y las relaciones sociales en las fábricas y en las plantaciones eran los motivos esenciales. Dijo la escritora española Carmen Martín Gaite: “Sus libros fueron piedras contra el invernadero de las letras portuguesas y por los cristales hechos añicos se coló una savia nueva”. Esa savia nueva tenía que ver con que en aquella época poblada de mirada social, de compartir hacia afuera, Clarice provocaba la disrupción y la originalidad de mirar hacia adentro, de partir desde un profundo monólogo interior, para poner sobre la mesa los temas universales, y del espíritu, de la existencia, más a modo de conjuro que de reflexión psicológica. Si para la cultura judía la palabra es la herramienta para llegar a Dios, la palabra es una cábala que crea mundos, la búsqueda artística (y vital) en Clarice fue desmenuzar las palabras (no buscar nuevas, sino apropiarse de todas las que tenía a mano) para exprimirlas de significado y colmarlas de sentidos, para despojarlas de su construcción material más cruel y llenarlas de silencios. Su monólogo interior no tenía tanta que ver con centrarse en su propia existencia, sino en abarcar lo femenino y lo sufriente de un modo más universal.
Y sin embargo, ese universo femenino se llena de mujeres viejas, pobres, excluidas, sí, pero siempre dispuestas a exprimir la vida, a encontrar el amor, a mojarse un día de lluvia: desfilan una monja que deja sus hábitos “cansada de arder” y de vivir entre mujeres, una señora de 80 años que consulta al médico porque el deseo de placer no se le pasa con la edad (“¿Entonces la vida es esto, esa falta de vergüenza?”, se pregunta), una anciana mendiga que duerme en una casa ajena. Mujeres que son madres la mayoría de las veces, que se quedan largo rato en la cama un día de soledades (“Un brazo aquí, otro allí, crucificada por la languidez”), que desdeñan el abandono de un hombre y se descubre libres (“Una dulce brisa le alborotó los cabellos de la nuca, le secó la espuma de los dedos”) y que se peinan con frecuencia en el lecho (la concepción popular de peinarse en la cama dice que la mujer no quiere ser del hombre que la solicita, no acepta posesión).