Por Francisco Parra
Mientras la clase política se resguarda para salir de su crisis, el Estado recurre a la represión desmedida y arbitraria contra los manifestantes. De nuevo, el Chile de la Nueva Mayoría muestra su verdadera cara.
El 21 de mayo, la presidenta de Chile Michelle Bachelet daba su segunda cuenta pública ante el Congreso Nacional en Valparaíso. Habían pasado solo unos días desde que concretó su primer cambio de gabinete en el gobierno, removiendo a todo su equipo político. “El segundo tiempo”, le llamaron, con nuevas caras que continuarían el plan de reformas. Aunque todos entendieron el cambio por un giro a la moderación: entró un economista del FMI, Rodrigo Valdés, al ministerio de Hacienda y los empresarios lo aplaudieron; entró un histórico concertacionista moderado, Jorge Burgos, a Interior y la derecha lo aplaudió, especialmente después de que descartara la Asamblea Constituyente; y –el más sorpresivo de todos– entró el diputado Jorge Insunza a la Secretaría General de la Presidencia (Segpres).
La Segpres es la voz del Ejecutivo en la Cámara de Diputados y el Senado. Se encarga de llevar adelante los proyectos de ley, negociar, acordar. E Insunza sabe de negociar acuerdos, no por nada fue gerente de Comunicación Estratégica de Imaginacción, una empresa que se dedica hacer lobby con parlamentarios para beneficiar los negocios privados de sus clientes. Hace solo unos meses, mientras era diputado, otros parlamentarios denunciaron a Insunza como un lobbista de Microsoft en el Congreso. Después de que estuviera a punto de aprobarse un proyecto que proponía que el Estado utilizara software libre –ahorrándose 36 mil millones de pesos chilenos– Insulza salió con otro proyecto, que resguardaba los negocios de la empresa de Bill Gates y que finalmente fue aprobado.
Este nuevo equipo político de Bachelet liderará el proceso ahora. La agenda de probidad contra las medidas de corrupción, el debate constitucional, la reforma laboral y la educacional.
Y mientras Bachelet hablaba frente al Congreso ese 21 de mayo –sin hacer anuncios relevantes– miles se manifestaban afuera, en las calles de Valparaíso contra la corrupción de la clase política que sigue marcando los destinos de millones. Ahí, a metros del Congreso, Carabineros de Chile reprimía brutalmente a estudiantes y trabajadores, quienes denunciaban a viva voz lo que pasa hoy en Chile.
Antes habían sido Diego y Exequiel, quienes fueron asesinados tras una marcha en Valparaíso por un civil que defendía su propiedad privada. Pero esta vez fue la propia fuerza policial la que puso en riesgo la vida de los manifestantes.
Rodrigo Avilés, militante de la Unión Nacional Estudiantil (UNE), fue golpeado a menos de 4 metros por el chorro del carro lanza-aguas. Cayó al suelo y se golpeó la cabeza con el pavimento, lo que le provocó un traumatismo encéfalo-craneano grave. Ha estado hospitalizado desde entonces y hace solo unos días pudo salir del coma después de estar en constante riesgo vital. Paulina Estay, fue golpeada directamente por carabineros, que le provocaron una dura caída contra el cemento que también la envío al hospital.
A una semana de estos terribles hechos, hemos visto como Carabineros hizo lo posible para descartar su responsabilidad presentando un informe en que señalaban que el carro lanza aguas es inofensivo y utilizado como “agua lluvia”, que analizaron las zapatillas de Rodrigo y determinaron que se resbaló por las condiciones del suelo. Todas mentiras comprobables. Pero el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, declaraba que se trataba de un “hecho fortuito”.
Fortuito, tal como todos los otros casos de represión extrema que ha sufrido el pueblo chileno bajo el neoliberalismo de la Concertación. Tal como fue una “bala loca” la que mató a Manuel Gutiérrez o los escopetazos en la espalda que recibió Jaime Mendoza Collío.
Pero la farsa era indefendible. Los registros fotográficos y en video aparecieron desde el primer momento y todos demuestran que Rodrigo hoy lucha por su vida por culpa de la acción de la policía. La solución, como siempre, fue cortar por lo bajo. El carabinero que manejaba el carro fue separado de la institución, mientras los responsables políticos, el Director General de Carabineros y el Ministro del Interior, callan.
El pasado jueves 28, 150 mil personas llenaron las calles de Santiago para protestar contra la represión. Miles de personas que se movilizaron para demostrar que ante la privatización de los recursos naturales, de la salud, de las pensiones, de la educación y la corrupción de los espacios supuestamente democráticos del Estado, se responde con más lucha y organización, siguiendo el ejemplo de Rodrigo, Paulina, Diego y Exequiel.
La prensa responde condenando los actos vandálicos posteriores a la marcha. Y de pronto, ahora el debate en Chile se traslada a la violencia de los encapuchados, las barricadas, los destrozos. Los resabios del Chile dictatorial aparecen cuando abiertamente personas como el diputado de la Unión Demócrata Independiente (UDI) Gustavo Hasbún justifica el ataque a Rodrigo. O las no pocas personas que a través de redes sociales salen a defender a carabineros, con la complicidad de los medios dominantes que tratan de ponerse en la perspectiva de los represores. Como si la policía no fuese un órgano del Estado, que tiene el monopolio de la violencia y abusa sistemáticamente de esta.
Pero mientras continúa el show, la movilización no se detiene. Se anuncian nuevas marchas y cada vez más estudiantes deciden por el paro indefinido de sus actividades o por la toma de sus establecimientos. Tal como en 2011, cuando lograron captar la atención del mundo entero. Hoy, 4 años después y pese a que el gobierno quiera vender esa imagen del Chile de las reformas, el conflicto está lejos de cerrarse.