Por Gonzalo Reartes. Un recorrido por la vida y la obra del escritor de los perdedores. Bukowski, padre del realismo sucio, convida en sus novelas y poemas una escritura llana pero profunda que atraviesa las desgracias, las mujeres y el amor.
“Encuentra lo que amas y deja que te mate.”
El imaginario social colectivo suele asociar todo lo que tenga que ver con la poesía con metáforas incomprensibles, hombres que lloran como niñitas los amores perdidos, exageración de los sentimientos, incapacidad para distinguir el deseo del amor, ideas oscuras y abstractas respecto a temas mundanos y cotidianos y, sobre todo, complejidad innecesaria del lenguaje. Esto es, podría decirse, en varios casos pertinente. Hasta la llegada a la literatura de Charles Bukowski.
Nacido en 1920 en Alemania, y criado en los barrios duros de Los Angeles, California, en los Estados Unidos, Bukowski es el último de los escritores malditos de la literatura estadounidense. Comenzó a escribir su primera novela a los 49 y hasta su muerte, a los 73, llegaría a publicar alrededor de 45 libros. Su obra se direcciona desde la vida ordinaria de la clase trabajadora y los marginados: “Como cualquiera podrá decirles, no soy un hombre agradable. No conozco esa palabra. Siempre admiré al villano, al fuera de ley, al hijo de puta. No aguanto al típico nene bien afeitado, de corbata y buen trabajo. Me gustan los hombres desesperados, hombres de dientes rotos, y mentes rotas, y destinos rotos. No me gustan las leyes, ni las religiones, ni las reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad… Me siento a gusto entre los marginales, porque soy un marginal”.
Se le atribuyen diversas características, de las cuales sobresale la de ser “el padre del realismo sucio”, sólo porque escribía sin filtro, en una especie de prosa kerouacista pero mucho más honesta y hasta, quizás, menos rebuscada, pero igual de poética. Se equivocan los académicos que creen que la poesía es una ciencia positivista y debe seguir leyes matemáticas inmodificables:“Un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado; un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple”.
Directa. Así es la literatura de Bukowski. Escribe para los tipos que trabajan diez o doce horas diarias, por salarios miserables, tipos que viven en pensiones mugrosas, rodeados de drogadictos, asesinos, borrachos, hombres que les pegan a sus mujeres, niños que se crían en callejones, mujeres que se prostituyen. No hay nada de glamour en sus libros. Habla de alcohol, de drogas, de sexo. Huye de toda la escena de los escritores consagrados, le escapa a todo lo que parezca forzado, que no sea real, a esa gente que se ríe sin que nada les cause gracia. Odia las multitudes. Odia toda falsedad: “Yo era por naturaleza un ser solitario. No entendía la televisión. Me resultaba estúpido pagar para ir a ver una película o al teatro y sentarme junto a otra gente para compartir sus emociones. Las fiestas me ponían enfermo. Odiaba el fingimiento, el juego sucio, los borrachos aficionados. No me gustaba Nueva York. No me gustaba Hollywood. No me gustaba el rock. No me gustaba nada. Quizás tuviese miedo. Eso era, sentía miedo. Quería sentarme solo en una habitación con las persianas bajas. Yo era un chiflado. Un lunático”.
A los 20 se inscribe en la universidad pública de Los Angeles, la cual estaba poblada de militantes de izquierda. En contra del pensamiento dominante, se declara simpatizante del nazismo. Cuando se le aproximan estudiantes pro nazis, les grita que él es negro, judío y comunista. En esos días, su padre lo echó de su casa luego de haber encontrado en su mesa de luz todos sus escritos. Luego de leerlos y darse cuenta de que eran sumamente autobiográficos e involucraban tanto a su esposa como a él mismo, arrojó la máquina de escribir y los papeles por la ventana. Al volver a su casa, el joven Bukowski estalla de furia e invita a su padre (a los gritos y desde la calle) a pelear. Su padre no sale y él jamás regresó. Desde aquel día comienza el viaje que constituirá la materia prima de sus posteriores novelas. Desde aquí y durante 30 años, vive las aventuras y desventuras que implicó aquel descenso al infierno de ser pobre y vivir mezclado entre los perdedores del capitalismo. Con el tiempo, la crítica lo compararía con Hemingway, sin reparar que entre ellos había un abismo. Hemingway escribía sobre la libertad, el patriotismo, la voluntad y el destino. Bukowski escribía sobre tipos a los que el sueldo no les alcanzaba para pagar el alquiler, sobre mujeres muriendo en hospitales públicos, sobre chicos golpeados por sus padres. Uno escribía sobre ganadores. El otro sobre perdedores.
Las mujeres ocupan un papel central en la literatura bukowcista. Al igual que el sentido del humor y su capacidad de reírse tanto de él mismo como de las desgracias que le ocurrían. Tildado muchas veces de machista, en el medio de una gran polémica con un grupo de mujeres feministas (luego de tensas declaraciones ida y vuelta y de una primera violenta reacción de su parte), Bukowski decidió tomarse con humor el asunto al sellar la disputa diciendo: “Yo no pienso discutir con señoras con bigote”. Puede percibirse cierto matiz machista en sus libros, pero lo cierto es que él reverencia a las mujeres. Se esfuerza por tratar de comprenderlas hasta que entiende que es casi una tarea imposible. Por eso no generaliza. Cada mujer es un mundo. Una galaxia por descubrir. Y él las quiere a todas. En su novela Mujeres, da cuenta de esto: “Había algo que no marchaba bien en mí: tenía una verdadera obsesión sexual. Me imaginaba en la cama con cada mujer que veía. Mujeres: me gustaban los colores de su ropa, su manera de andar, la crueldad de algunos rostros, de vez en cuando la belleza casi pura de una cara, total y encantadoramente femenina. Estaban por encima de nosotros, planeaban mejor y se organizaban mejor. Mientras los hombres veían fútbol o bebían cerveza, ellas, las mujeres, pensaban en nosotros, concentrándose, estudiándonos, decidiendo si aceptarnos, descartarnos, cambiarnos, matarnos o simplemente abandonarnos. Al final no importaba, hicieran lo que hicieran, acabábamos locos y solos”.
Pero, ¿Qué es el amor para Bukowski? ¿Acaso no hay espacio para el romance en su obra?“Me sentía bien no formando parte de aquello. Me alegraba no estar enamorado, no ser feliz con el mundo. Me gustaba estar en desacuerdo con todo. La gente enamorada a menudo se ponía cortante, peligrosa. Perdían el sentido de la perspectiva. Perdían el sentido del humor. Se ponían nerviosos, psicóticos, aburridos”. Es un poeta, no hay dudas. Su obra no se reduce únicamente a sus novelas. Era, también, un prolífico redactor de poemas. Odiaba las metáforas pedantes e imposibles de comprender, así como el romanticismo de la edad media. Detestaba las idealizaciones. De aquí se desprende su visión del amor. El amor como expresión de la complejidad de las relaciones humanas, con el deseo como motor. El deseo y su carácter finito. Buscar el amor, a través del deseo, en muchas mujeres distintas y encontrarlo (y perderlo) sucesivamente. “El amor es ridículo, porque no puede durar. Pero el sexo es ridículo también: no dura lo suficiente”.
En conclusión, el amor es energía vital, perla al final del arcoíris. Pero no es materia de estudio sociológico. El amor es luz que ilumina las ventanas de las sucias pensiones, agujas que se mueven demasiado lento en un trabajo que de a poco nos convierte en seres enajenados. Pero no es niños ricos, hijos de papá y mamá, intercambiando anillos caros, ni princesas que prometen amor eterno. En todo caso, ¿Quién tiene tiempo para pensar en el amor cuando se está demasiado ocupado intentando sobrevivir? Bukowski escribe para ellos. Para los que sobreviven. Ilustra una y otra vez la falta de sentido de las vidas de los sujetos despersonalizados, encadenados a la necesidad económica, que se ven impedidos de liberarse de este círculo vicioso. “Los abogados, los médicos y los fontaneros, ellos eran los que ganaban todo el dinero. ¿Los escritores? Los escritores se morían de hambre. Los escritores se suicidaban. Los escritores se volvían locos”.