Ciento cuarenta millones de personas sobreviven en América Latina y El Caribe en trabajos informales, según la OIT. La pandemia ha desnudado la precariedad y la vulnerabilidad en la que viven y también los hace asomarse al abismo de la hambruna. En Centroamérica han empezado a usar banderas blancas para mostrar su tragedia y en México los comerciantes lamentan la falta de protección del Estado.
Por Julia Gavarrete, Houston Castillo, Alejandra Gutiérrez, Gloria Muñoz para Otras Miradas (*)
Para vender la fruta y las semillas, ella debe saber muy bien en qué calle moverse. Ser vendedora informal no es fácil en un país donde hay líneas invisibles que dividen los territorios controlados por pandillas. Pasar desapercibida e intentar escabullirse es parte de su día a día antes de realizar la venta de su producto ambulante en un par de organizaciones o lugares donde se sienta segura.
En los últimos años, Ana María se mudó cinco veces, una persecución que inició en 2016. Por ser defensora de derechos de las mujeres se metió en problemas con las pandillas. A sus 46 años, es madre de dos hijos adolescentes y por seguridad no quiere que se publique su nombre real.
La emergencia de la COVID-19 complicó más su caso hasta llevarla a un aislamiento total y a un feroz recuento de días de desesperanza y pobreza en que solo espera que todo pase para salir a trabajar cuanto antes. “No vamos a tener dinero y habrá más personas enfermas”, asegura.
Si bien fue beneficiada con los 300 dólares que repartió el gobierno de Nayib Bukele a 1.5 millones de hogares —considerados los más vulnerables— el fondo lo ha usado para ayudarle a un par de vecinos, ancianos y también vendedores informales, que no tienen comida para pasar el encierro. “Yo estoy fregada”, repite, pero “de hambre no se van a morir”. Ellos no lograron el beneficio y la situación les ha llevado a sobrevivir de ayudas. La entrega del bono sigue recibiendo críticas por economistas que consideran que el ejecutivo lo hizo de forma inadecuada, como lo documentó GatoEncerrado, lo que no permitió que llegara a las personas que realmente lo necesitan.
Antes de la cuarentena domiciliaria, impuesta por el gobierno desde el 21 de marzo, su día arrancaba a las 4:00 a.m. en el mercado La Tiendona, en la capital, una central de abastecimiento de puestos apilados al aire libre, caóticamente organizados, donde se mueve el comercio mayorista del país. Allí adquiría el producto que luego revendía y por el que lograba ganancias de entre siete y diez dólares diarios si le iba bien.
Separada de su pareja, por violencia intrafamiliar, se dedicó a defender a otras mujeres que sufrían como ella. Su historia, víctima de la persecución por pandillas, comenzó cuando asistió a una joven, golpeada por un pandillero. En ese momento, se convirtió en blanco de las mismas. En el país más diminuto de la región, con 6.4 millones de habitantes, la Mara Salvatrucha y la Barrio 18 son las dos que más controlan los territorios, incluso en tiempos de COVID-19. Ambos grupos son los que imponen su poder y su fuerza en los lugares donde habitan los más vulnerables a la pandemia. El que incumple la cuarentena le va mal, así de simple. En los barrios han llegado al punto de declarar “toque de queda”, según una publicación de El Faro. Ella no solo se enfrenta a un panorama de supervivencia diaria por las pandillas o por vender en las calles, sino que ahora todo luce más complejo con el impacto de la pandemia. Hasta la segunda semana de mayo, en El Salvador se reportaron un poco más de 1,000 casos de coronavirus. El primero positivo se registró desde el 18 de marzo.
Ana María es parte de los 140 millones de personas que en América Latina y El Caribe sobreviven en el sector informal, como lo reflejan datos de 2014 de la Organización Mundial de Trabajo (OIT), sin un salario fijo ni protección social. Una realidad que se repite en países como México, Nicaragua y otros como Honduras y Guatemala. En las dos últimas naciones, el empleo informal ronda el 80 por ciento. En el caso de El Salvador, hasta 2018, el 70 por ciento de los hogares tenían al menos un integrante en el subempleo.
La crisis solo vino a desnudar la vulnerabilidad de un sector que subsiste al día y que ha comenzado a manifestarse en El Salvador colgando pancartas en la entrada de sus comunidades o listones blancos afuera de sus casas recalcando que ahí pasan hambruna. En Centroamérica, 45 de cada 100 centroamericanos ya vivían en condiciones de pobreza antes de la pandemia, de acuerdo con Jonathan Menkos, director ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi). Son cerca de 22 millones en total, según cálculos, de los que 18.4 sobreviven en Guatemala, El Salvador y Honduras. “El COVID solo exacerba problemas estructurales que venimos acarreando”, dijo Menkos.
La Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal), en un informe publicado el 3 de abril sobre los efectos económicos y sociales por la pandemia, precisó sobre el impacto que recibirán las poblaciones que dependen de la economía informal. Es un hecho que medidas de encierro y de parálisis económica “puede llevar a muchos trabajadores a situaciones de pobreza”.
A Ana María ya se le agotó lo que ahorró con mayor esfuerzo previo a la cuarentena domiciliaria. El día que supo que El Salvador declaraba emergencia nacional por el coronavirus, incrementó su jornada de trabajo e intentó vender por lo menos tres dólares más al día. Ahora, los alimentos que consume son donados.
Mientras en El Salvador sus ciudadanos sobreviven al virus y al control territorial de las pandillas, en México el Ejército hace presencia para hacer cumplir las medidas tomadas por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Antes de que terminara abril, cuando se registró un repunte de los casos de COVID-19 en ese país, las autoridades declararon de manera oficial la Fase 3 en el manejo de la crisis. Entre algunas de las medidas emitidas estuvo obligar casi al 100 por ciento de los comerciantes ambulantes a dejar sus ventas.
El tianguis “El Salado” es un mercado con 40 años de existencia, ubicado al oriente de la Ciudad de México, donde a los comerciantes los obligaron a parar sus ventas con presencia militar. Los seis kilómetros de extensión, que se convierten en veredas muy bien alineadas de mercadería que se ofrece en las calles, fueron visitados por militares que custodiaron a las autoridades de la Alcaldía Iztapalapa al momento de dar el aviso del fin de labores a todos los vendedores.
Visto desde el aire, El Salado se ve como un zigzagueante río. Cualquier cosa imaginable aquí se encuentra: desde una acuamoto, el vaso de una licuadora antigua, un tornillo de una vieja máquina de coser, un traje de buzo, montañas de zapatos viejos, guitarras, revistas, llantas, muñecas, ropa, herramienta, cascos, libros o bicicletas. La zona oriente del tianguis, sin embargo, es un foco rojo de contagios de coronavirus. Ahora, siete mercados han suspendido las ventas y con esta medida hay más de 57 mil personas que son afectadas.
Los únicos puestos que pudieron permanecer en El Salado son los de alimentos, con la condición de que los compradores no consumieran la comida en el lugar. Para cuando las autoridades divulgaron las medidas de salud para evitar el contagio del COVID-19, los vendedores se resistían a quedarse en casa no por rebeldía, sino porque viven de lo que ganan al día.
Emilia Sánchez Peña, madre soltera de 60 años y originaria de San Vicente, es una de las personas que no puede dejar de vender. No cuenta con ayuda del gobierno mexicano, por lo que dejar su empleo sería condenarse a no tener ninguna entrada de recursos a su hogar. “En vez de venir a quitarnos del tianguis, que es nuestra vía para vivir todos los días, ¿por qué nos encierran si no nos dan una ayuda?”, asegura desde el puesto ambulante donde ha vendido durante 22 años.
Cada miércoles, El Salado se llena. Ahí convergen unos 7 mil comerciantes que ofrecen mercadería nueva y productos usados. Emilia asegura que no dejará de trabajar a menos de que le garanticen una ayuda para ella y para la gente con hijos pequeños. Eso pelea. “Si no se mueren de la enfermedad, se van a morir de hambre”, reitera preocupada.
La misma OIT ha reconocido que los trabajadores informales no tienen todos los medios de subsistencia, “por ello enfrentan un dilema que prácticamente no puede ser resuelto: morir de hambre o por el virus”. Así lo repite también Emilia.
El aumento de las medidas de restricción por la crisis sanitaria en México está afectando a más de 30 millones de personas, 60 por ciento de la población activa según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Para Héctor de la Cueva, coordinador de Centro de Investigación Laboral y Asesoría Sindical (CILAS), los trabajadores informales han pasado de un estado de crisis permanente a una situación “desesperante”.
La mayor parte de personas que dependen de la economía informal, señala de la Cueva, “viven al día haciendo cualquier chambita”. La respuesta a la crisis de López Obrador es considerada también insuficiente por este experto. El ejecutivo pondrá en marcha un programa de un millón de microcréditos por 25 mil pesos para pequeños comerciantes que estén inscritos en el programa Tandas para el Bienestar. Sin embargo, “hay una política bastante inconsistente de ayuda. Incluso para los trabajadores formales no hay medidas para apoyar a quienes pierden su empleo injustamente, sino que lo central es que se mantienen programas sociales que ya venían”.
Como ocurre con Emilia Sánchez, María Guadalupe Vargas también tiene años laborando en El Salado. Originaria de Querétaro, ella creció en Ciudad de México. Cuando la situación comenzó a complicarse en su casa, ella buscó maneras para ayudarle a su familia. Se metió de comerciante y lleva cerca de 33 años como vendedora en el tianguis. Sin embargo, hoy, la crisis por el COVID-19 la ha llevado a sentirse atada de manos. “Nos están pasando a liquidar de plano, de plano, en lo económico y en lo anímico”.
Entre las pláticas con otros comerciantes es cada vez más frecuente la expresión del “hoy no salió nada, hoy me fui a cero”. Las bajas en las ventas han comenzado a generar molestias. María Guadalupe está de acuerdo con portar mascarilla, con el uso de lentes y lavarse las manos, pero cree que controlar el virus depende de las ganas de salir adelante.
(*) Otras Miradas es una alianza de periodismo colaborativo integrada por medios independientes de México y Centroamérica. Como parte de esta iniciativa presentamos la serie “Coronavirus desde otras miradas” en la que participan Desinformémonos (México), Chiapas Paralelo (México), Agencia Ocote (Guatemala), No-Ficción (Guatemala), GatoEncerrado (El Salvador), Contracorriente (Honduras), Radio Progreso (Honduras) Nicaragua Investiga (Nicaragua), Onda Local (Nicaragua) y Confidencial (Nicaragua).