Feminismos

El 23 de abril del año pasado Micaela Ortega, de 12 años desapareció de su casa en Bahia Blanca, Provincia de Buenos Aire. 35 dias después, el 28 de mayo la encontraron asesinada en un predio por las afueras de la ciudad. Su madre, Monica Cid en conjunto con organizaciones de mujeres clamaron por justicia y porque no se vuelva a repetir. Finalmente y después de tanta lucha, condenaron a prisión perpetua a Jonathan Luna, el femicida de Micaela.

La tendencia parece clara: conforme han ido aumentando los padecimientos de la población debido a la grave situación económica, ha venido perdiendo terreno la idea-fuerza de lo comunal, del poder popular.

Algunos análisis de derecha y de izquierda coinciden en un punto: el chavismo ya no tendría fuerzas para la batalla. El movimiento histórico sería una imagen despintada de lo que fue, con capacidad para unos últimos guantazos al aire en una pelea perdida, a punto de caer por nocau furioso o sobreacumulación de golpes. Así lo repiten desde hace varios años, cada vez más seguros, y de esa certeza desprenden conclusiones que escriben en artículos o proyectan en planes para el definitivo retorno al poder político.

El pasado viernes 6, las lesbianas concentramos frente al Centro de Trasbordo de Constitución en lo que fue el “Besazo”. Pagína12 publicó una crónica del Besazo escrita por un varón cis –muy probablemente heterosexual–, Nicolás Romero. El relato destiñe un ninguneo continuo al hecho político que implica nuestra visibilización tortillera, que en esta ocasión tuvo por motor el repudio a la violencia policial y lesbo-odio que recibieron dos compañeras por vivir sus vidas en tanto lesbianas visibles.

Desde la conquista de América y su imposición de la “colonialidad del poder” a través del sistema esclavista y explotador, africanos/as y sus descendientes, indígenas y sus descendientes, fueron cuerpos para ser tratados, explotados, ultrajados físicamente y en su identidad, parte de lo que se llama etnocidio, una forma de genocidio. Pues bien, los cuerpos de “las negras”, las afrodescendientes, las mujeres indígenas, entre otras, se vieron doblemente atravesados por la violencia, la racista y la de género: siempre fueron cuerpos violables para los amos blancos que disponían de ellas como si fueran de su propiedad.

En la escena del crimen no hay rastros ni huellas de la condenada, así como tampoco hay testigos directos que acrediten su culpabilidad. En el expediente, se atribuye a Cristina el tener un estilo de vida “promiscuo y marginal”, “ser mentirosa” y “ser adicta a la marihuana”