Cuando fotógrafos varones retratan a mujeres familiares de privados de la libertad siendo reprimidas y luego suben esas imágenes a las redes que circulan sin cuidado de su integridad, ¿es sólo un error?
Por Analía Cid*
Los feminismos defendemos el cuidado de la vida. Luchamos por el reconocimiento de todas las vidas, por lograr que cada vida sea vivida con dignidad. Como fotógrafa feminista me pregunto en estos días: ¿qué cuidado de la vida existe cuando ponemos por encima de ésta la espectacularización de las imágenes?
Escena: protesta de personas privadas de su libertad en la cárcel de Devoto, la única que queda en territorio porteño. Prefiero hablar de protesta y no de motín, porque lo que los privados de su libertad estaban haciendo es lo que hacemos cada vez que salimos a la calle a hacer un corte, una movilización, un piquete: protestar por condiciones de vida. En un espacio que pareciera cuidadosamente diseñado para que los presos pierdan la poca humanidad que los noticieros aún les permiten tener, un grupo de ellos se rebela y exige que se los proteja de la pandemia de coronavirus que hoy pone en jaque a la normalidad establecida en nuestra sociedad capitalista. En ese contexto, familiares que se acercan al lugar asustadxs por la situación, en su amplia mayoría mujeres, son reprimidxs por la policía.
No estuve ahí, pero fui armando esta historia en base a testimonios, comunicados y, sobre todo, fotos. Porque quienes también estuvieron ahí fueron lxs fotorreporterxs. En las redes sociales quedó registro del hecho más allá del hecho mismo producto de las imágenes que lo retrataron. Entre ellas, varias encendieron la mecha de una furia que tiene larga data. ¿En qué momento la estética se devoró a la ética? De seguro no fue esa tarde de viernes en Devoto, no comenzó ahí.
Casi que diría que ese festín empezó al mismo tiempo que la historia del fotoperiodismo. Un fotoperiodismo que ha sido en su gran mayoría representado por lo que en las corrientes feministas denominamos el BBVAh: el sujeto blanco, burgués, varón, adulto, con una funcionalidad normativa, heterosexual. Como afirma Amaia Pérez Orozco, autora de la cual tomo esta definición: “en torno a él se concentran el poder y los recursos, se define la vida misma”; también en la fotografía.
Desde hace un tiempo fotógrafas y fotógrafes venimos cuestionando la centralidad de la mirada del BBVAh en los distintos campos que nuestra disciplina abarca, desde el periodismo hasta la moda, desde el “street photography” hasta la fotografía conceptual. Es muy opaco un mundo retratado siempre desde los mismos ojos, sin importar quien sea que porte esos ojos: nuestra educación fotográfica tradicional, basada en héroes y grandes acontecimientos históricos, lleva grabada a fuego esa mirada. Una mirada que reproduce estereotipos de clase, de género, de raza; que perpetúa las actuales relaciones de poder. Despojarnos de ella es un ejercicio de toda la vida y nadie se encuentra exento de hacer ese ejercicio – también podemos ser las mujeres quienes encaremos esa mirada. Yendo concretamente al fotoperiodismo y la fotografía documental, ríos de tinta se han escrito criticando imágenes icónicas que han marcado la historia de nuestra profesión. No todo es igual a cuando Capa tomó la foto del soldado republicano. Ahora más que nunca, la estética tomó el poder y hay, por ejemplo, fotógrafos de guerra con cámaras de placa creando imágenes en el campo de batalla de algún país en vías de destrucción para luego venderlas en renombradas galerías y pasar a integrar la colección de algún magnate o museo. Imagen individual mata historia, y hot news mata vida cotidiana; entre más embellecido, mejor.
Teniendo en cuenta todo esto, vuelvo al principio: varios fotógrafos hacen fotos de las mujeres siendo reprimidas y deciden publicarlas en sus cuentas personales en las redes sociales. Hacen su propia edición, escriben sus propios epígrafes. Esas imágenes llegan a mi monitor y al de otras compañeras, y no sé si apagar la computadora o romperla. Aún mejor, me encantaría rompersela en la cabeza a alguno de los que hicieron las fotos. Trato de calmarme, ejercicio que me cuesta bastante después de un mes de aislamiento social preventivo y obligatorio. Hablo con amigas, sigo mirando otras imágenes de ese día, me tomo unos mates, leo las reflexiones de otras colegas (como la de Lucía Merle, que puede leerse acá), pienso mucho. ¿Qué es lo que me hace sentir así? Mientras trato de dormir empiezo a entender: lo que me molesta no son (sólo) las fotos. Son los comentarios de quienes las miran. La catarata de elogios hacia quienes realizaron esas imágenes me destroza. ¿Qué es lo que ven que yo no veo? ¿Qué es lo que yo veo y ellxs no? Y me surge otra pregunta, pensando en los colegas que pusieron a circular las imágenes en el ciberespacio: ¿de qué sirve matar al mensajero, cuando hay una audiencia fanática del mensaje, que permite que el mensajero sobreviva en una competencia feroz por los pocos puestos de trabajo que aún existen en la industria del fotoperiodismo? Ojo: no matarlo no significa quitarle responsabilidad y exigirle un llamado a la reflexión.
Quien porta la cámara no tiene todo el poder, pero en escenas como las de una represión de familiares de privados de la libertad tiene mucho más poder que lxs retratados, que no casualmente eran mujeres. Fotógrafos varones retratando mujeres no hegemónicas siendo reprimidas y después subiendolas a las redes sin un mínimo cuidado por su integridad, ¿es sólo un error? ¿O es que hay un chip funcionando en piloto automático en muchxs de nosotrxs que es necesario detectar para, acto seguido, empezar a desarmar?
Pongo el foco en la audiencia. ¿Qué es lo que está pasando para que tantxs lean una imagen violenta, que retrata la violencia más cruda, como una buena imagen? ¿Dónde está la voz de esas familiares? ¿Cuáles son sus historias? Corramonos 5 minutos del punitivismo suicida que nos lleva a murmurar en voz baja que, en realidad, esos hombres en el techo del penal merecen que el coronavirus los mate. Que por el sólo hecho de estar privados de su libertad quedan automáticamente excluidos de todo derecho, incluso del derecho a la vida. Hay sed de venganza, de linchamiento; los dedos apuntan contra los reos. Y en el medio, las mujeres.
¿Puede un comunicador clamar inocencia y decir “sólo estoy informando”, cuando la sociedad en la que vive utiliza esas imágenes para reafirmar su odio? En su libro La arqueología del saber de 1969, Michel Foucault presenta el concepto de formaciones discursivas para hablar de cómo un mismo enunciado puede significar cosas diferentes según el contexto en el que se presente. En este momento de digitalización casi total podemos incluir a las imágenes que producimos como enunciados que forman parte de formaciones discursivas. Las imágenes no se dan en el vacío: dialogan con el conjunto de imágenes y discursos en circulación en una sociedad y un tiempo determinados. Negar esto es negar la capacidad que tiene la fotografía de crear sentido. Las fotografías de esas mujeres se producen y circulan en un momento en que lxs militantes y organizaciones feministas clamamos que se declare la emergencia en violencia de género, en un país que sufre un femicidio cada 32 horas. En que la amenaza latente de un abuso de las fuerzas de seguridad, fogoneadas por la cuarentena, nos hace dudar si salir o no a comprar al almacén o pasear al perro. Como mujer, como feminista, me siento violentada por esas imágenes y exijo que al menos nos tomemos un rato para entender el por qué me siento, nos sentimos violentadas.
Las feministas queremos cambiarlo todo. Queremos transformar las relaciones humanas, desafiar los vínculos opresivos que el capitalismo heteropatriarcal y colonial nos imponen como única opción. La fotografía no es una disciplina que pueda quedar fuera de esa transformación. Cuando agarramos una cámara y decidimos poner a circular lo que producimos, no podemos permitirnos la ingenuidad. Ocupamos una posición en el mundo; lamentablemente, la de la mayoría de lxs fotógrafxs suele ser una de privilegio. Podemos equivocarnos porque de los errores se aprende, y lincharnos mutuamente no sirve más que para ejercer en otro la violencia que tememos que ejerzan contra nosotrxs. Pero cuando la respuesta a la crítica es la complicidad entre varones, el problema es mucho más profundo y penetra la imagen, la desarma. Repito: varones (probablemente blancos, probablemente de clases medias, seguramente precarizados pero con trabajo) fotografiando mujeres (que no son blancas, que no son de clase media, y que más que seguro tienen trabajo informal amenazado en su precariedad por la cuarentena) que están siendo reprimidas por la policía. Otros varones aplaudiendo ese trabajo, defendiéndolo usando las cartas gastadas de la “libertad de expresión” y el “derecho a informar”, a “mostrar la realidad”. ¿Por qué hay quienes creen todavía que su derecho a informar está por encima de la vida de las personas que protagonizan sus imágenes? No bajemos la guardia: “mostrar la realidad” sin analizar lo que estamos mostrando puede convertirse en una forma de legitimar la realidad que nos espanta.
*fotógrafa, socióloga y activista feminista