La reciente aprobación de la ley que legaliza la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina, marcando un hito en la conquista de derechos en una región que combina etapas de fuerte movilización popular y presencia de sectores retrógrados y conservadores, deja importantes enseñanzas para luchas futuras.
Por Marcos Doudtchitzky / Fotos: Nadia Petrizzo
El reclamo por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo se puede rastrear a, por lo menos, las décadas de 1970 y 1980, levantado por mujeres de extracciones políticas diversas; incluso llegó a ser parte de la plataforma electoral del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) en 1973, cuando las mujeres se encontraban en una situación aún mucho más desfavorable que en el presente. Es esperable, por lo tanto, encontrar una diversidad de estrategias y tácticas que jalonaron el camino, cambios inevitablemente vinculados a otras transformaciones de una sociedad que atravesó una dictadura sangrienta entre 1976 y 1983 y gobiernos que se movieron entre el neoliberalismo y el progresismo del nuevo siglo tras la restauración democrática.
No pretendo ahondar en detalle en la historia de lucha que permitió el triunfo en la madrugada del 30 de diciembre del 2020, tarea que puede ser encarada con mucha más profundidad por sus protagonistas directas del movimiento de mujeres; en cambio, apunto a un aspecto específico que no se podrá pasar por alto en ninguna lucha que busque la aprobación de una ley en el Congreso. Se trata de la falsa contraposición entre lo que se conoce como cabildeo parlamentario -el trabajo de lobby con los legisladores para que tomen determinada postura en el debate y al momento de votar- y la movilización callejera, el esfuerzo cotidiano de visibilidad y convencimiento para sumar fuerza en las calles.
Pretendo mostrar someramente que ambas caras son complementarias, cuestión que puede ser evidente para algunos sectores -en particular, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto ha logrado desarrollar ambas actividades de forma eficiente debido a la diversidad de organizaciones que actúan en su seno- pero es un debate pendiente, sobre todo dentro de la izquierda. A veces la propia fragmentación que la caracteriza conduce a un discurso luchista, para el cual la intervención dentro de las instituciones del régimen burgués (en este caso, el Congreso) está permanentemente cubierta por una sospecha de claudicación y por la contraposición entre movilización callejera y trabajo institucional. Desde luego, esto no quiere decir que sólo haya que enfocarse en las instituciones en las que siempre los sectores populares arrancan con desventaja, lo cual genera una desmovilización que atenta contra la posibilidad de conquistar reclamos. Por el contrario, la lección es que sólo una inteligente combinación de ambas tácticas (movilización y cabildeo) puede maximizar la posibilidad de triunfar. De esto se desprende la necesidad de formar espacios de lucha conjunta, frentes únicos que permitan desarrollar al máximo la movilización y el lobby, teniendo en cuenta que las organizaciones (partidos, agrupaciones) tienden a especializarse y a cubrir más eficientemente alguno de los aspectos, pero no todos a la vez.
Tomar estas enseñanzas es fundamental. La propia lucha por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos estuvo permanentemente cruzada por las lecciones obtenidas de la experiencia: así fue como un puñado de mujeres de avanzada, que eran vistas con desconfianza por una sociedad moldeada por la moral católica, pusieron en pie un movimiento de masas que se ha convertido en una referencia para las mujeres y el movimiento LGBTQI+ en todo el mundo. Son muchos los derechos que tenemos que conquistar en la mayoría de los países y, sobre todo, en Latinoamérica; derechos que atañen también a lo que decidimos hacer con nuestras vidas y cuerpos, como la eutanasia o el consumo recreativo de drogas. Este artículo pretende ser un aporte en ese sentido.
2018: triunfo en Diputados, derrota en el Senado
Como ya se dijo, la lucha por el derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo lleva varias décadas en Argentina. Se trata de un país cuyas clases populares desarrollaron una tradición de lucha muy profunda y prácticamente continua, aunque su centro de gravedad haya cambiado varias veces y pasado desde los sindicatos y organizaciones gremiales hasta los movimientos sociales. Obviamente, las mujeres han sido claras protagonistas, con referentas pioneras del feminismo reconocidas en todo el mundo.
Luego, no es difícil comprender la relativa facilidad con la cual el proyecto de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto fue aprobado en la Cámara Baja en 2018. Hasta ese momento, el mismo había sido bloqueado sistemáticamente por los gobiernos progresistas del kirchnerismo y por el conservador y neoliberal de Mauricio Macri, pero la Cámara de Diputados ya había ido cambiando su composición, acomodándose a un panorama cada vez más favorable a la legalización del aborto. Obviamente esto no quiere decir que se contara con un triunfo de antemano; por el contrario, fue clave la combinación entre movilización y acciones de visibilidad pública (como los pañuelazos) y el cabildeo cara a cara con los legisladores. Los meses que transcurrieron entre la habilitación del debate en el Congreso y la madrugada del 14 de junio, cuando llegó la media sanción, fueron los que vieron nacer una marea verde masiva que no sólo se mostraba en las acciones puntuales, sino en la inundación de pañuelos verdes que impregnaron la vida cotidiana en el espacio público y los lugares de trabajo, estudio y recreación.
Sin embargo, el resultado en la Cámara Alta fue negativo. Ya se avizoraba más complicado desde un primer momento. Ocurre que, con el pretexto de un mal entendido federalismo, la Constitución establece la existencia de un senado poderoso, con grandes prerrogativas, en pie de igualdad con la Cámara Baja en lo que respecta a la sanción de leyes, pero de una naturaleza absolutamente antidemocrática: mientras que los diputados se reparten de forma casi proporcional, los senadores se asignan en igual número a cada distrito (es decir, tres para cada provincia), otorgándole la misma cantidad de representantes al 1% del padrón electoral ubicado en algunas provincias y al 50% que vive en otras. Además, sus bancas se renuevan cada seis años de forma alternada en bloques de ocho provincias por elección, produciendo una distorsión de las relaciones de fuerza sociales dentro del recinto. Un botón de muestra: en 2018, en pleno momento dorado del macrismo, aún votaban senadores electos durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, cuando ni siquiera existía la coalición Cambiemos. En este marco, con 38 votos en contra del proyecto y 31 votos a favor del mismo, la helada y lluviosa mañana del 9 de agosto de 2018 amaneció con una derrota que dejaba sin efecto la media sanción obtenida dos meses antes. Pero las cientos de miles de personas que rodeaban el Congreso y se replicaban en todo el país, con sus pañuelos verdes en el cuello, la muñeca o la mochila, se juraron no bajar los brazos. Y cumplieron.
2020: año de cosecha verde
Sería imposible comprender el triunfo arrancado en la madrugada del 30 de diciembre pasado, cuando el Senado aprobó definitivamente la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo con 38 votos a favor, 29 en contra, una abstención y cuatro ausentes, si no tuviéramos en mente lo ocurrido en 2018. Tampoco podemos olvidar que en 2019 hubo elección presidencial y, como ya fue dicho, la renovación de un tercio de la Cámara Alta. Demostrando hasta qué punto el Estado y los gobiernos no forman parte de una lejana y oscura superestructura, sino que están entrelazados (para bien y para mal) con la sociedad, ocurrieron dos hechos fundamentales como producto del clímax de 2018:
- Por primera vez, el presidente entrante incluyó en su campaña (y en un lugar central) su intención de promover la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, lo cual fue determinante a la hora de reforzar el cabildeo con figuras de peso del Poder Ejecutivo, y;
- Las listas de candidatos para la renovación legislativa, y en particular las de candidatos a senadores en aquellas provincias que renovaron su representación en la Cámara Alta, expresaron un corrimiento hacia posiciones más progresistas, al menos sobre este tema. Por ejemplo, se llegó a comentar que Martín Lousteau (figura muy reconocida en la Ciudad de Buenos Aires) aceptó encabezar la boleta de senadores de la alianza opositora Juntos por el Cambio a condición de ser secundado por Guadalupe Tagliaferri, quien ya se había pronunciado favorablemente sobre la ley tratada en 2018. Sin entrar en detalles, podemos suponer que este tipo de negociaciones estuvieron presentes en la conformación de listas en varios distritos.
Como se observa en los siguientes gráficos, lo que explica en mayor medida el cambio de posición de la Cámara Alta es el ingreso de senadoras y senadores luego del tembladeral feminista de 2018, en las regiones metropolitanas pero también en provincias de fuerte peso de aparatos religiosos y retrógrados.
Elaboración propia en base a datos oficiales del Senado
En ningún caso se fortalecieron los detractores al proyecto de ley pero, por el contrario, se ve un claro avance de la posición favorable en la mayoría de los distritos mencionados. Por otro lado, las 16 provincias restantes (cuyos senadores tienen mandato hasta 2021 o 2023) se mantuvieron mucho más estables, con pequeñas variaciones -Menem se ausentó por enfermedad, Alperovich está de licencia luego de denuncias de violación en su contra, Perotti (quien se abstuvo en 2018) asumió como gobernador de Santa Fe y dejó su banca a Mirabella (votó a favor en 2020), Rodríguez Sáa y Vega (ambos en contra) se ausentaron sin aviso. Sólo hubo dos cambios de postura: Snopek (Jujuy) votó en contra en 2018 y se abstuvo en esta ocasión, y García Larraburu (Río Negro) pasó de votar en contra a hacerlo a favor del proyecto. En ambos casos, y más allá de los argumentos que pudieron esgrimir para justificar su giro ante la opinión pública, cabe pensar que su pertenencia al oficialismo, impulsor de la ley, los hizo actuar por disciplina partidaria. De todos modos, esto también puede leerse como un tributo a la relación de fuerzas conquistada a lo largo de años de lucha y cristalizada en 2018, ya que la propia posición del Ejecutivo no puede explicarse de otra forma.
Las mujeres hicieron historia y futuro
Hasta aquí, algunas breves pinceladas sobre hechos que permitieron que Argentina se convirtiera en el primer país de Latinoamérica en aprobar la interrupción voluntaria del embarazo. Vimos que el Estado -el Ejecutivo y el Legislativo por el momento, pero también el reaccionario Poder Judicial, al cual habrá que presionar para que no obstaculice el cumplimiento de la ley recientemente aprobada- no es una fortaleza opuesta en esencia a las luchas desde abajo; más bien, es un campo de disputas, en el cual la izquierda y los sectores populares arrancamos con una desventaja de siglos, pero en el cual podemos (y debemos) dar pasos firmes. Los frutos están a la vista.
Para ello, es necesario transitar un angosto sendero: por un lado, no debemos caer en el luchismo que desprecia toda forma de compromiso con las fuerzas burguesas, ya que estas pueden ser presionadas para responder a las demandas populares, que frecuentemente ya se encuentran de forma latente dentro de aquellas (como ocurrió en varios momentos de la historia del peronismo); pero tampoco podemos confiar exclusivamente en el poder del cabildeo, justamente porque nos enfrentamos siempre a poderes que cuentan con gran cantidad de recursos y de oficio a la hora de hacer y deshacer las leyes que rigen a la sociedad. Naturalmente, el sinnúmero de organizaciones que conviven en las luchas históricas y cotidianas desarrolla sus especializaciones: algunas son más eficaces en el trabajo dentro de las instituciones, mientras otras se desarrollan preferentemente en la movilización callejera. Esto está bien y, por otra parte, es inevitable. La dinámica en cualquiera de los dos terrenos es demasiado absorbente como para ser abarcada por una misma organización.
En ese sentido, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto ha demostrado tener una potencialidad sin precedentes. Permitió coordinar acciones callejeras y cabildeo, movilización y “rosca”, la calle y el Palacio, superando la vieja contraposición estéril entre ambas. Todavía tenemos por delante la conquista de derechos pendientes que, más allá de sus especificidades, tienen mucho en común con el derecho al aborto. Me refiero, por ejemplo, al derecho a la muerte digna o la despenalización del consumo recreativo de drogas (necesariamente vinculada a la atención del Estado a aquellas personas que sufren de adicciones). Se trata de reclamos de soberanía sobre nuestros cuerpos contra todos aquellos sectores que buscan regimentarlos amparándose en fundamentalismos del pasado.
Es hora de poner manos a la obra y tomar el ejemplo de las mujeres y la Campaña que, fortaleciendo por igual sus dos pies (calle y cabildeo), dieron un enorme salto hacia el futuro.