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    Buscando un príncipe

    13 febrero, 20136 Mins Read
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    Buscando un príncipe

    Por Daniel Avalos, desde Salta. Un análisis de las posibilidades de la izquierda en Salta en base a su historia en la provincia. La falta de un líder que aglutine es, quizás, la principal falencia de este espacio con un importante caudal electoral.

    Suele exagerarse cuando se identifica a los salteños sólo con un tipo de religiosidad que, otorgándole la centralidad a dios, los arroja a una fatal resignación ante lo establecido. La exageración no es propiedad del conservadurismo provincial, que en esa condición ve lo deseable, sino del progresismo y de una izquierda que ven en las supersticiones y las viejas ideas transmitidas por la tradición el obstáculo para la emancipación.

    Hay que matizar la sentencia. Y hay que hacerlo porque en Salta, por ejemplo, fue electo en los años 70, con un 54% de los votos, un gobernador de abierta relación con la tendencia revolucionaria del peronismo luego, en 1976, secuestrado y desaparecido. Más acá en el tiempo, en los 90, cuando el país se deshilachaba, desde el norte salteño surgió el grito que exigía terminar con la historia de humillación neoliberal apelando a cortes de rutas que, entre 1997 y 2002, estuvieron salpicados de sangre popular.

    Eso no es todo, porque justamente en la primera década del nuevo milenio, Salta se convirtió en el excepcional caso de contar con tres diputados trotskistas en una cámara provincial de 60, mientras en el Concejo Deliberante capitalino, de 21 ediles, esa misma fuerza contaba con cinco. Y aunque esa representación se reduce hoy a un diputado y dos concejales, los resultados electorales de los últimos años muestran que las fuerzas políticas antineoliberales logran el apoyo del 21% de electorado.

    Aunque lo último se reduce a la capital provincial, la salvedad no ensombrece el hecho verificable: las fuerzas de izquierda son actores de la política local y ese protagonismo obedece a que un sector importante la acompaña electoralmente. En las generales de octubre del 2011, en la categoría diputados nacionales, el porcentaje alcanzó los índices que desde hace años obtiene la izquierda en la capital: un 20% (36.987 votos del Partido Obrero y 17.417 del Frente Amplio Progresista).

    En las legislativas nacionales de junio del 2009 el porcentaje llegó al 20,81% repartido entre el 11,61% del Partido Obrero; 5,41% de Libres del Sur; 1,94% del Frente para la Victoria; 1% del Frente Grande y el 0,85% del instrumento electoral de la CTA. En las legislativas provinciales de septiembre del mismo año, el 21% obtenido era parte del 8,94% del Partido Obrero, el 5,15% de Libres del Sur, el 3% de Memoria y Movilización, un 2,36% del Frente para la Victoria, un 0,89% de la CTA y el 0,80% del trotskista MST.

    Comparemos ahora ese porcentaje con la performance electoral del PJ oficial. En abril del 2011, ese justicialismo que cuenta con la iniciativa política que le otorga el control del Estado, con el poder de instalar una agenda de discusión con enfoques determinados, que administra recursos que posibilitan organizar cuadros técnicos y políticos y que cuenta con no menos recursos para convertir la asistencia social en un mecanismo de dependencia política… logró un magro 29% en la categoría diputados provinciales. Un 29% que, en octubre del mismo año, se convirtió en un 41% en la categoría diputado nacional, porque la lista oficial repartió los tres primeros lugares a candidatos de las tres principales fuerzas que conforman el frente político de Urtubey: el justicialismo; la históricamente, desde 1983, segunda fuerza de la provincia (Partido Renovador de Salta); y el candidato del Frente para la Victoria. Potencial conclusión: un porcentaje importante de salteños opta por ideas que la izquierda reclama como propias, aun cuando esos salteños sean objeto de una agenda que el poder político y los medios hegemónicos imponen desde hace años.

    Una sospecha se impone: la idea del incorregible conservadurismo del salteño puede expiar las culpas de una izquierda y un progresismo incapaces de interpelar a una Salta que también siente que la provincia está congelada en una modalidad de dominación. Fuerzas que se empecinan en balcanizar a su electorado. Unos, por la obstinación de hacer de la pureza supuesta de ciertos principios la razón de ser de un sectarismo que explica su propia esterilidad parlamentaria por más de una década; otros, por un pragmatismo que termina subordinando todos los principios y la estrategia a la supervivencia de un sello devaluado por enormes errores políticos. Si la primera interpretación tiene por objeto al Partido Obrero, la segunda recae en fuerzas que provenientes del campo popular hoy forman parte del Frente Amplio Progresista. Maximalismo revolucionario extemporáneo que reclama el entierro inmediato de la burguesía; o socialdemocracia que presentando como horizonte deseado un escenario perfectamente localizable pero polémico -Santa Fe-, renuncia al debate económico para enfatizar enunciados reivindicados hasta por Macri: republicanismo, institucionalidad, pluralismo, honestidad, administración eficaz.

    Y así las cosas, uno no sabe si ese 20% del electorado es poco por tratarse de un tremendo y continuo error, o si representa un dato auspiciante hijo de aciertos azarosos aún no coronados por el éxito. Por eso mismo conviene dejar de analizar los movimientos protagonizados por los cuadros políticos del estrecho palacio de la izquierda, para preguntarse qué es lo que precisa la plaza pública de esa izquierda.

    Puede que esa plaza precise eso que el marxismo clásico y la socialdemocracia critican: una figura central, esa frutilla del postre de las experiencias populistas latinoamericanas, ese príncipe del que hablaba Maquiavelo y al que Antonio Gramsci quería reemplazar por un príncipe moderno(el partido de la clase obrera) para crear una voluntad colectiva nacional y popular. Apuesta gramsciana devenida en ortodoxia de una izquierda que, así, ataca a líderes que los eternos jetones del leninismo intentan pero no pueden ser en nombre de la lucha contra los bonapartismos que, nos dicen, le imponen siempre a la conflictividad social un tinte restauracionista. Ataque emparentado, a su vez, con el realizado por un establishment que, desde un linaje argumentativo liberal, reduce al líder carismático a la condición de dictador aun cuando, como Gramsci reconociera, en muchos casos radicalicen los procesos e incidan en la formación de una voluntad colectiva: por su condición de despertar fantasías en aquellos a quienes quiere convencer y por su capacidad para dar “una forma más concreta a las pasiones políticas”.

    Puede que, justamente eso, sea lo que precisa la plaza progre salteña. No para gobernar la provincia, sino, al menos, para dar forma a algo que hoy no existe: una izquierda con peso legislativo, con mayor número de cuadros políticos y técnicos, con vocación para protagonizar logros apreciables, que pueda disputar una agenda política de discusión y con posibilidades de impulsar reformas que la dejen bien parada frente a los sectores conservadores.

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