Por Gabriel Casas
Si los barrabravas están en una tensa calma, no nos engañemos. Ellos están agazapados para dirimir a los tiros cualquier disputa de poder por el control de la barra –que da prebendas y mucho filo–, ahora que no pueden chocar con otros mercenarios ante la falta de visitantes en nuestras canchas.
Ellos están ahí donde siempre haya una bandera que los identifica por el apodo elegido por ellos mismos para su asociación ilícita. Están en los paravalanchas, en los entrenamientos, en el día a día del club, en los estacionamientos, sacando tajada monetaria. Todos los que andamos por el ambiente de la pelota los conocemos, aunque para hacernos los otarios somos mandados a hacer.
Cantan por sus colores, pero también cantan cada vez más por ellos. Que son la barra que más aguante tienen, la más seguidora, a la que nunca corrieron; o peor, se jactan hasta de haber matado a otros con colores rivales. Dicen que la policía es su enemiga, pero los jerarcas pactan con los comisarios de cada zona aledaña a sus instituciones para repartir el botín o liberar lugares para su accionar violento y extorsivo.
Nos mienten con que son el folklore, pero con sus enfrentamientos espantaron a las familias de los estadios. El fútbol es un deporte con un gran negocio alrededor, pero nadie me lo saca de la cabeza: es también un espectáculo. No crean en esos enfermos del resultadismo que nos quieren mandar al teatro.
Los barrabravas siguen ahí. Y no serán noticia hasta la próxima muerte. ¿En qué momento los hinchas comunes se hicieron tan pelotudos de, por ejemplo, pedirle al Rafa Di Zeo sacarse una foto con él como si fuera un protagonista verdadero? Y así como con los de Boca, pasa con el resto de las instituciones. Los jefes conocidos son respetados, temidos o hasta admirados por quienes comparten tribuna con ellos cada fin de semana.
Daniel Angelici, Rodolfo D’Onofrio, Marcelo Tinelli, Hugo Moyano y Víctor Blanco, por mencionar a los capangas de los cinco grandes, designan a alguien del riñón suyo –que no sea mediático– para bajarles prebendas a los jefes barrabravas. Lo de Moyano es más evidente porque es su hijo Pablo quien hasta viaja al exterior con la barra de Independiente. Angelici dio la venia para que volviera el dúo Di Zeo-Mauro Martín a manejar La Doce. Y Tinelli, cuando San Lorenzo fue campeón con Ramón Díaz y él era el manager, dejó entrar a toda La Butteler a su programa de festejo y saludó al aire al gordo Ito por su apodo, el capo de ese entonces.
A los periodistas también nos toca nuestra parte. Cualquiera que alguna vez fue o es exclusivo de un club –a mí me pasó en River dos años a fines de los noventa– también los conoce de sobra y no los denuncia en su accionar como corresponde. Salvo Gustavo Grabbia, de Olé, pocos los encanan con nombre y apellido. Y mientras todos nos sigamos haciendo los sotas, en especial los dirigentes deportivos y políticos –sea cual fuere y gane el que gane–, el fútbol seguirá siendo el rehén de estos Buenos Muchachos. El único rehén verdadero en este entuerto.