Por Silvia Miguens
Del Dossier “Bicentenario: la Independencia en debate”,, producido conjuntamente por Marcha y Contrahegemonía. “Desde la óptica de género, me atraen justamente las mujeres que participaron y vivieron aquellos momentos fundacionales y reconstruir su entorno” dice la autora, y de eso trata este artículo.
Desde la noche de los tiempos, aquí y allá, las mujeres: blancas, negras, amarillas, originarias, inmigrantes, mestizas y criollas, todas aparentemente diferentes, fueron y son iguales no sólo por naturaleza, sino por la subordinación del orden patriarcal. Como si eso fuera poco, hemos crecido y vivido con la convicción o mandato, y viceversa, de tener que insubordinarnos.
Uno de los tantos peligros dentro de las llamadas conquistas sociales y dentro de ellas las de los derechos de la mujer, es creer el discurso oficial, y patriarcal, de que ya fueron logradas. Algo se ha conseguido pero tan poco y tan tramposamente concedido. Cómo saber, si desde la trastienda de la historia, cuando una mujer lograba asomar la cabeza de entre las sábanas si aquellos acontecimientos eran causa o consecuencia. Sólo el resultado del inevitable cambio de la historia –siempre acorde a un discurso que no deja de ser vertical aunque se disfrace de tantas otras cosas–: la economía, las revoluciones no importa el color, la francesa, la industrial y tantas otras, renovadoras en un sentido y muy poco en otros, a pesar de haber estado siempre presentes las mujeres a la par del hombre en cualquier campo de batalla, público o privado, padeciendo cada golpe y cada, aparente, cambio social.
Pobres conquistas del devenir histórico que por un motivo u otro dieron la oportunidad a la mujer, o la lanzaron al trabajo, siempre mal rentado, y ahora la lanzan al ruedo del desempleo, y una vez más a la marginación, a la desigualdad, a la desafiliación, a la marginalidad, al desplazamiento, condenándolas a ser no las únicas pero sí una de las mayores víctimas de cada uno de estos síntomas que afectaron al siglo XX y no prometen mejorar durante el siglo XXI. Pobreza, exclusión, estrés, exceso de trabajo mal pago o no pago, en fin, los ataques machistas, la escasa voluntad política y muy especialmente el discurso oficial, no importa el país ni la ideología. Cómo no cuestionar e intentar modificar la explotación de las mujeres cuando en verdad se trata de la base de la organización patriarcal, que tampoco tiene en cuenta al hombre. No a todos. Gran parte de esa lucha se establece en lograr la adopción de leyes y conseguir su aplicación pero nunca se ha logrado cambiar una circunstancia: a esa desigualdad de mujeres, y hombres, en el mercado laboral se agrega la explotación del trabajo doméstico. “Qué otra cosa resulta ser la mujer sino la proletaria del proletario”, al decir de Flora Tristán que, aunque nacida en Francia nos pertenece.
La historia de las mujeres en la Historia, la más cercana se inicia con la Revolución de Mayo y la jura de la Independencia. En torno a esos acontecimientos investigo y novelar me resulta más sencillo o ameno que ensayar hipótesis formales. Recordando aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, según León Tolstoi, son las mujeres de mi aldea, aquéllas en las que puedo reconocerme porque, como dijera Manuela Saenz: “He nacido bajo la línea del Ecuador, todo el Sur de América es mi patria”.
El período elegido: los comienzos de la ‘Patria’. Será por tener marcada a fuego la historia argentina de los primeros años de escuela y las obligadas lecturas del Billiken. Nada recuerdo de una historia latinoamericana fuera de algunas batallas libradas para alcanzar la Libertad e Independencia de España. Y en esas instancias poco y nada se hablaba de las mujeres, salvo algunos comentarios graciosos acerca de la vendedora de empanadas y pasteles, o de esas criadas ‘negras’ que parecían haber surgido por generación espontánea y no por el tráfico de esclavos y el abuso de sus amos. Mujeres leales que, entre otras tareas, amamantaban a los niños blancos, mientras las mamás bordaban y coqueteaban en las tertulias al mismo tiempo que sus hombres se ganaban la patria y el pan de cada día en diferentes campos de batalla. El de estas mujeres no era considerado trabajo ni mucho menos rentado, tal vez, por lo tanto, no merecía análisis ni debates de los hombres sabios de la política. El único derecho que las beneficiaba, y debían agradecer, era el ‘privilegio’ de servir en casas de familias patricias. Según ellos, ninguna mujer se destacaba en espacios de poder o de lucha, ni en otras actividades. Tampoco se hablaba de ese gran poder que ejercían desde la trastienda, desde las cocinas, las alcobas y aun en las tertulias.
La Historia, en líneas generales, ha sido escrita por los generales de la Nación que se debatían batalla tras batalla (las que ganaron). En aquel ámbito era impensado el rol de las mujeres, entonces, por qué habría de hablarse de las cuarteleras y mujeres de tropa en los partes de guerra. Por otro lado, las mujeres, en sus distintos roles, pertenecían al mundo privado de los hombres, y los hombres, se sabe, pocas veces hablan de su mundo privado y las cuestiones de alcoba, mucho menos aquellos generales de la Nación que escribían esos partes de guerra y sus intrigas con que, repito, conformaron la historia oficial. Y es todo lo escrito por el general Mitre que, a la hora del revisionismo, ha sido investigado por las numerosas generaciones de historiadores.
De esa abundosa historia de y por los hombres, desde la óptica de género, me atraen justamente las mujeres que participaron y vivieron aquellos momentos fundacionales, y reconstruir su entorno. Mi atención no sólo está puesta en las mujeres que se han ‘destacado’ sino en esas otras que fueron su apoyo moral, sus voceras de otras clases sociales. Las mujeres, las de la casa grande y la de la casa chica, han estado presentes como contenedoras de sus hombres y como militantes en los diferentes campos de batalla, generando movimientos sociales de vital importancia.
Resumiré algunas. María Guadalupe Cuenca, nacida en el Alto Perú, hoy Bolivia; apenas con 14 años se casa con Mariano Moreno, con quien se traslada a Buenos Aires, convertido en líder de la Revolución de Mayo y en medio de las típicas intrigas entre revolucionarios, es comisionado a Londres y muere sospechosamente en alta mar a días de haberse embarcado. Durante seis largos meses, Lupe espera respuesta a las 17 cartas y una esquela que le ha escrito. Pero le fueron devueltas sin abrir y con ellas el acta de defunción. Las cartas de Lupe son reveladoras. No sólo lo hubieran sido para su esposo, de haber podido leerlas sino para todos nosotros, acerca de las intrigas y las traiciones desencadenadas en Buenos Aires y el estado de la revolución. No existen, o no han aparecido, cartas de los acontecimientos vividos hasta su muerte, que sucedió poco después de la caída de Rosas y de su regreso del Janeyro, donde tuvo que exiliarse con su nuera y sus nietos, mientras su hijo peleaba contra los federales. Sus cartas a Mariano dan fe de su compromiso con la realidad, esto permite conjeturar que igual habrá sido con cada uno de los acontecimientos históricos durante los cuarenta y tantos años que sobrevivió a Moreno.
Otra heroína en mis trabajos fue Ana Perichón de O’Gorman. María Guadalupe Cuenca era la esposa del independista, Ana Perichón, la amante del virrey, por lo tanto, ambas historias se relacionan. Moreno hizo fusilar al ex virrey Liniers, en nombre de la Junta, o viceversa, pretextando la probable conspiración del ya ex virrey. En apenas un año, ambas mujeres quedan viudas. Ana Perichón fue exiliada a Río de Janeiro, el año de 1811, acusada de conspirar a favor de los ingleses, y puede que fuera verdad. Los criollos no eran ajenos a la ayuda de los británicos, no olvidemos que la rebelión era contra España. Lo extraño es que fuera el mismo gobierno –revolucionario– criollo que la acusara de espía.
En fin, metodologías comunes hasta nuestros días. Lo cierto es que esta bella señora sufrió el exilio y sólo se le permitió regresar a Buenos Aires una vez que la Junta fusilara a su amante, el ex virrey, a condición de no abandonar nunca su quinta de Morón. Ana vive los episodios políticos, entre ellos la Independencia, en arresto domiciliario. Al inicio, bajo la tiranía de la Junta de Mayo y luego bajo la tiranía de su hijo, leal a Rosas. Murió en ese cautiverio que nunca le fue levantado. Sus acciones políticas durante aquellos días de Mayo permiten conjeturar que los siguientes conflictos políticos no le habrán sido ajenos. A pocos días de la muerte de Ana, su nieta Camila O´Gorman en estado de gravidez, fue fusilada, como castigo por sus amores con Ladislao Gutiérrez, sacerdote tucumano con quien escaparon anticipándose al repudio social y de la Iglesia. Camila fue la primera mujer fusilada de nuestra historia, por lo menos la primera oficialmente declarada. Sarmiento, periodista y gran provocador, escribió una pequeña nota en el periódico burlándose de la debilidad del gobernador Juan Manuel de Rosas, en cuyo gobierno las niñas de sociedad se escapaban con los sacerdotes. Nefasta declaración y sentencia de muerte. Con el fusilamiento, Rosas confirmó las flaquezas de su gobierno y las propias.
Son muchas las historias en aquellos días cercanos a la Independencia que, como con la Revolución Francesa, dan muestra de que las mujeres no eran consideradas en sus propuestas de igualdad, fraternidad y libertad en el viejo ni en el nuevo mundo.
En realidad, no todas las mujeres fueron leales a los criollos independistas, algunas siguieron leales a su patria de origen: España. A mi entender esto también las hace valiosas como mujeres, mantener sus convicciones aun en medio del cambio de la historia. Por qué no. Esto sucedió con Anita Gorostiaga, que entre don Martín Miguel de Güemes y el general español Carratalá, eligió marcharse a España con el godo.
Por esos años, rondando la segunda década del 1800, otra gran mujer, Manuela Sáenz, se trasladaba de Quito a Bogotá, de la mano de Simón Bolívar, compartiendo su misma lucha. La tomo como referencia porque antes de conocer a Bolívar, tuvo su participación política en Perú, bajo el protectorado de San Martín, hizo que uno de los batallones godos, el Numancia, se pasara al ejército criollo por lo que el general criollo la condecoró con la Orden del Sol. Por esos tiempos, enterada de la campaña que Bolívar venía gestando a la par de San Martín, y habiéndose enterado de que había liberado su Quito natal, Manuela decide ir en su búsqueda. Vive un gran y leal romance con el caraqueño y con la Patria. Muerto Bolívar en Santa Marta, Manuela debió exiliarse y allí murió tres décadas después. Unos años antes, allá por el 1825, Bolívar y Sucre llegaron hasta lo que hoy es Bolivia. Manuela viajaba con ellos, también Simón Rodríguez. En esa ocasión, la Asamblea General de Diputados de las Provincias del Alto Perú declaró independiente aquel país, con el nombre de República de Bolívar, y se lo nombra Padre, Protector y Primer presidente. Se dijo: “Si de Rómulo Roma de Bolívar Bolivia”. Pero me dirán ¿en qué se relaciona esta historia con la nuestra? Lo cierto es que entre muchos otros decretos que imponen, Bolívar y Sucre condecoran a Juana Azurduy, la nombran Teniente Coronela del Ejército del Norte. Bolívar dijo a Sucre, “este país no debiera llamarse Bolivia sino Azurduy o Padilla, pues fueron los más valientes y aguerridos en la lucha por la Independencia”. Pero, por supuesto, Bolivia nunca se llamó Azurduy.
Me pregunto cómo se habrán contemplado ambas mujeres, y si se sonrieron la una a la otra con complicidad de género. Si habrán hablado de sus hombres, de los hombres en general, de las mujeres, de esta Patria por la que ambas luchaban poniendo el cuerpo y empuñando las armas. Manuela no tuvo hijos, dicen. A los de Juana los mataron los godos, y a su marido cuando pretendió defenderlos en la batalla de La Laguna en 1816. Juana entregó a la Patria a todos sus hijos menos a Luisa Padilla, que nació a orillas del Río Grande mientras su madre libraba uno de los tantos combates. Cómo no imaginar a Juana y a Manuela, en torno al mismo fuego debatiendo tal vez no ‘cuestiones de género y sus derechos’ pero sí la Historia desde la mirada de género, desde su condición de mujeres de esta patria naciente. Manuela Sáenz escribió a Juana Azurduy: “El sentimiento que recogí del Libertador, y el ascenso a Coronel que le ha conferido, el primero que Bolívar firma en la patria de su nombre, se vieron acompañados de comentarios del valor y la abnegación que identificaron a su persona durante los años más difíciles de la lucha por la Independencia. No estuvo ausente la memoria de su esposo, el Coronel Manuel Asencio Padilla, y de los recuerdos que la gente tiene del Caudillo y la Amazona. Manuela Sáenz, 8 de diciembre de 1825”; quién sabe si Manuela supo que, para ese entonces Juana ya había recibido el reconocimiento del Director Supremo del Río de la Plata, por su desempeño en Potosí en 1816, y de Manuel Belgrano la entrega simbólica de su propio sable por la misma batalla. Quién sabe si Juana Azurduy supo que Manuela Sáenz no sólo había recibido ese reconocimiento de Bolívar y de Sucre, sino la Orden del Sol y todos los honores del mismito José de San Martín.
Claro que son pobres honores simbólicos. Por influencia de estos grandes hombres se ofreció a Juana Azurduy una escasa pensión que le fue quitada en 1830, muertos ya Sucre, Bolívar, Belgrano, Güemes y desterrado San Martín. Juana murió en 1862, con ochenta años, en la miseria, su funeral costó un peso (1) y fue enterrada en una fosa común, igual que Manuela Sáenz, muerta en 1856. Condecoradas ambas por su actuación y valentía durante las guerras de la Independencia, por los Libertadores del Sur de América.
También ellas terminaron olvidadas, indigentes y recluidas, enterradas en una fosa común. Cosas de Mujeres y de la pobre Historia de Nuestro Sur de América. Apenas y a penas, algunas historias.