Por Manuel Martínez. Un análisis de la reciente renuncia del papa Benedicto XVI y las internas de la Iglesia Católica cuyo centro de disputa es el mismo Vaticano.
Rastreando datos en la historia de la Iglesia Católica, las escasas renuncias de los papas siempre fueron forzadas por conflictos entre los viejos reinos de Europa y por los cismas o rupturas que la atravesaron. El penúltimo papa en renunciar fue Gregorio XII, en el año 1415, en medio del famoso Cisma de Occidente, cuando por lo menos tres papas o “antipapas” -según el lugar de cada uno- disputaban el poder entre Roma y Avignon. El último renunciante es el actual papa, Benedicto XVI, que en 2005 sucedió a Juan Pablo II. Heredó una enorme labor pastoral, caracterizada por los viajes de Juan Pablo a distintos lugares del mundo, que movilizaba a millones de fieles mostrando a una Iglesia que parecía pujante. Sin embargo, esa inmensa movilización de fe, muy bien aprovechada por los poderes opresores en la última década del siglo XX y en el tránsito al siglo XXI, tapaba la crisis del papado como institución monárquica y de las anquilosadas estructuras jerárquicas de la Iglesia, así como también la crisis del dogmatismo reaccionario que la atraviesa.
Ya sin el “papa viajero”, sin el “papa mediático”, la Curia Romana y el Colegio Cardenalicio -es decir lo más rancio de la burocracia eclesiástica- optaron por Benedicto XVI. Carente del carisma de su antecesor, enfrascado en una teología ortodoxa y en la liturgia medieval; un académico ilustre, por cierto, pero incapaz de contener a la cristiandad y torpe en las relaciones con otros credos, en especial con el creciente islamismo.
Empeñado en separar lo espiritual de la vida material concreta, Benedicto no pensó al mundo actual o se negó a pensarlo en su globalidad. Sentado en el trono de San Pedro, careció de política desde su religiosidad misma. Es cierto que la teología discurre en su propio plano, apelando a dogmas y abstracciones inexplicables, pero no es menos cierto que el reinado de la cristiandad, más aún cuando esta religión está presente con mayor o menor intensidad en todos los rincones del planeta, requiere efectivamente de una política, seguramente diferente a la de los políticos mundanos. El papa que se va encerró aún más a la Iglesia Católica en sus dogmas y en una testaruda defensa de sus posiciones incluso inhumanas. Ratificó y acentuó, por ejemplo, la condena al relativismo cultural, a la sexualidad libre, al aborto, etc. Mientras tanto los escándalos de pedofilia fueron saltando en distintos ámbitos eclesiásticos, especialmente educativos, y los curas pedófilos siguen protegidos por el Vaticano. Condenó, una vez más, a la teología de la liberación, algo que ya había hecho cuando era el cardenal Joseph Aloisius Ratzinger, titular de la Congregación para la Doctrina de la Fe, heredera del Santo Oficio o Santa Inquisición. Ratificó el celibato y negó que las mujeres puedan ejercer el ministerio sacerdotal, en fin, un largo y lamentable etcétera.
Por otro lado, con la aparición de los wikileaks, bautizados como “vatileaks” y no precisamente con agua bendita, las murallas medievales del Vaticano no pudieron esconder la corrupción reinante en la cúpula de la Iglesia. En mayo del año pasado, fue destituido el presidente del Instituto para las Obras Religiosas (IOR) o Banco del Vaticano, Ettore Gotti Tedeschi (simpatizante del Opus Dei). Se lo acusó nada menos que de lavar dinero a través de fondos de beneficencia inexistentes. En paralelo se arrestó al mayordomo del papa por robar documentos secretos. Este escándalo, cuyo antecedente es la quiebra fraudulenta del Banco Ambrosiano en los años 80, dirigido entonces por el arzobispo Paul Marcinkus, protegido por Juan Pablo II, ha puesto sobre el tapete la disputa entre dos grupos conservadores -¡vaya eufemismo generoso!- de la Curia Romana por el control del santo dinero: el que lidera el cardenal Tarcisio Bertone, actual secretario de Estado o “número dos” del papado, y el que lidera el decano del Colegio Cardenalicio, Angelo Sodano, quien también fue Secretario de Estado. Después de su renuncia, Benedicto XVI se apresuró en nombrar “in extremis” a un hombre de Bertone como nuevo titular del Banco del Vaticano: Ernst Conrad Rudolf von Freyberg-Eisenberg-Allmendingen, caballero de la Orden de Malta, fundada durante las Cruzadas, que actualmente preside un astillero en Hamburgo y tiene múltiples negocios. A su vez, fue desplazado de la comisión de control del Banco el cardenal Attilio Nicora, quien se había propuesto “limpiarlo”. En su reemplazo se designó a Domenico Calcagno, un cardenal famoso por su colección de armas. ¡Santo Dios!
En el siglo XXI, y no sólo por temporalidad, el papado y la jerarquía romana afrontan una crisis irreversible. La renuncia de Benedicto XVI se produce en este contexto. No hay una razón específica, pero sí un cuadro difícil de sostener para un régimen monárquico, en el que además, el Sumo Pontífice es considerado infalible y poseedor de poder universal, Pastor de la Iglesia o Vicario de Cristo en la Tierra. Existen voces que reclaman una cierta democratización, una apertura institucional, la autonomía de las iglesias regionales, etc. Pero cualquier reforma que vaya en este sentido significaría el quiebre definitivo no del catolicismo sino del gigantesco aparato que lo gobierna. El teólogo José Arregi escribió recientemente: “la renuncia de un papa servirá de muy poco mientras siga en pie el modelo medieval del papado”.