“Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas.
Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí.
Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no,
pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo,
la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios,
la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo
dependen por completo de la abominable miseria de ese niño.”
Por Verónica Cabido para La tinta | Fotos: Colectivo Manifiesto
El fragmento pertenece a un cuento de Ursula K. Le Guin, “Los que se alejan de Omelas”. La narración describe un bucólico pueblo de ensueño en el que todo es perfecto y próspero, donde reina la belleza y la felicidad de todos sus habitantes. Sin embargo, la felicidad y la perfección aparente de ese idílico pueblo se sostienen a costa del perpetuo padecimiento de un niño, al cual mantienen confinado en el inhumano sufrimiento de una sucia y oscura celda.
El valor más preciado en estos tiempos en que reina la precariedad de la vida es la seguridad. La agenda pública no escapa a esa demanda, la cual, en materia penal, suele reducirse al pedido de más mano dura, penas efectivas y rigurosas. Si nos propusieran imaginar cómo sería un pueblo utópico, sin duda, muchos lo describirían como un lugar seguro.
En la segunda parte del debate presidencial, el primer eje temático fue la seguridad. Y fue José Luis Espert, candidato a presidente por el Frente Despertar, quien mencionó, por primera vez en todo el debate, la baja de la edad de imputabilidad a los 14 años. “Delito de adulto, pena de adulto”, sentenció categórico. Sin embargo, la propuesta dista de ser novedosa. Año tras año, resurge el debate sobre la reforma del régimen penal juvenil. Espert también se refirió al garantismo como una corriente ideológica que es necesario combatir e identificó, sin nombrarlo directamente, a Eugenio Raul Zaffaroni como principal exponente de la tan demonizada doctrina (“La doctrina de ese… no me acuerdo, ese ex juez argentino, y sus fans…”).
Como si de “la subversión” se tratara en tiempos de terrorismo de Estado, como si las criminologías críticas fuesen ese “exceso de pensamiento” tan peligroso que preocupaba a Julio Barri, ministro durante la dictadura militar. Los delincuentes y el garantismo, Zaffaroni y sus “fans”, la falta de cárceles, el mito de la puerta giratoria, todos erigidos como los principales causantes de la inseguridad.
En los datos arrojados por el ultimo informe del Barómetro de Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica Argentina (UCA), podemos ver el predomino de jóvenes en las clases sociales excluidas. De este modo, en el creciente predominio de los procesos de exclusión por sobre la inclusión, encontramos la emergencia de una subclase de excluidos que está cada vez más compuesta de gente joven.
Según el informe presentado por la UCA en junio de este año, en los últimos años, la pobreza infantil aumentó y hoy afecta al 51,7% de los niños, niñas y adolescentes del país. El informe expone, además, que, de ese 51,7% de adolescentes y niños que viven en la pobreza, un 10,2% de ellos son indigentes. Y el 63,4% de los niños y adolescentes del país se ven privados de al menos un derecho fundamental, ya sea en materia de vivienda, saneamiento, salud, estimulación, educación, información o alimentación. Este fenómeno, la infantilización de la pobreza, se profundizó en los últimos años, alcanzando hoy su nivel más alto en la última década. ¿De qué seguridad hablamos? ¿Seguridad para quienes?
En este contexto de estado social debilitado y predominio de los procesos de exclusión es donde hay mayores riesgos de incremento de la violencia punitiva. En “Las cárceles de la miseria”, Loic Waqant explica cómo a mayor debilitamiento del Estado social, aumenta y se fortalece el Estado penal. A mayor exclusión, mayor represión. En palabras del autor, la atrofia deliberada del Estado social corresponde la hipertrofia distópica del Estado penal. O en palabras más simples: la miseria y la extinción del Estado social tienen como contrapartida directa y necesaria la grandeza y la prosperidad insolente del Estado penal.
Las demandas recurrentes en materia de seguridad han penetrado las agendas de todos los gobiernos, cristalizándose en numerosas reformas del ordenamiento jurídico, principalmente, de contenido penal. En el corriente año, Mauricio Macri envió al Senado el anteproyecto de reforma del Código Penal, de fuerte corte punitivista. Incluso al margen del Código Penal, se han sancionado leyes especiales de contenido penal: en 2017, se aprobó la reforma de la Ley de Ejecución Penal (24.660) que limita considerablemente el acceso a los (mal llamados) beneficios a personas condenadas por delitos graves.
El hecho de que todas estas reformas de recrudecimiento de penas con frecuencia no tengan como resultado una baja en las tasas de delitos no impide que ciertos sectores sigan insistiendo obstinadamente en la vía punitiva como el único camino posible para mitigar una creciente inseguridad.
Sousa Santos señala que, en estos contextos, el Estado penal se desenvuelve con un doble criterio de acción estatal, como una suerte de Jano bifronte, un rostro social mira a los sectores medios para los cuales actúa como protector y de manera democrática, mientras el rostro punitivo arremete contra los sectores más excluidos, donde actúa de manera violenta y represiva, como un Estado predador. Como decimos en tantas oportunidades, no son pibes peligrosos, son pibes en peligro, porque los jóvenes que pertenecen a los sectores sociales más empobrecidos son quienes están más expuestos a la selección criminalizante, a conocer solo el rostro más violento y punitivo del Estado.
Este fenómeno es conocido como la selectividad del poder punitivo. El concepto ha sido abordado por la criminología crítica y, particularmente, en Argentina, ha sido desarrollado por Eugenio Raúl Zaffaroni. En el proceso de selección criminalizante, señala, se distinguen dos etapas: la criminalización primaria, en la cual el legislador proyecta la punición en abstracto, que, conforme al principio de igualdad, está destinada a alcanzar a toda la población, y la criminalización secundaria, en el cual las agencias ejecutivas seleccionan personas concretas sobre las que ejercen el poder punitivo.
Podemos concluir que, mientras el proceso de criminalización primaria alcanza, en principio, tanto a los sectores altos y medios como a los más excluidos, la criminalización secundaria alcanza solo a estos últimos y particularmente a los jóvenes. Esto no quiere decir que las infracciones a la ley penal solo se den en los sectores empobrecidos, como a veces erróneamente se insinúa tanto desde la derecha como desde el progresismo, ni que las personas de las clases medias y altas adecuen sus comportamiento a lo que el ordenamiento jurídico espera de ellas.
Las infracciones a la ley penal se dan, con diferentes particularidades, en toda la sociedad, pero el poder punitivo alcanza con más facilidad y se despliega con mayor crueldad sobre las zonas más empobrecidas. Esto que sucede con los adultos, quienes se encuentran por encima de la edad de imputabilidad, sucedería con los menores, quienes serían alcanzados por el poder punitivo como si fueran adultos.
Como afirmó Espert: “Delito de adulto, pena de adulto”. Así es como, una vez más, vuelve a resonar la recurrente y poco original propuesta, tan perjudicial como poco efectiva para combatir la inseguridad: la baja de la edad de imputabilidad y su previsible consecuencia: que los jóvenes pertenecientes a las esferas de la sociedad más desventajadas, con menos acceso a derechos sociales o económicos, serán los únicos alcanzados por el proceso de criminalización secundaria. Enfrentándose el rostro más despiadado del Estado, el rostro punitivo.
Una ampliación en la punibilidad, bajando la edad de imputabilidad de 16 años a 14 años, significaría permitir que sean más, y cada vez más chicos, los jóvenes alcanzados por el sistema penal y a sus desastrosas e irreversibles consecuencias en el cuerpo y en la psiquis de cualquier persona, más aun, un adolescente.
A modo de cierre circular y volviendo sobre los primeros pasos de este artículo. Aun sabiendo que ninguna de esas políticas de recrudecimiento de las penas repercute en una baja de los índices del delito, y en el hipotético caso que así fuera y suponiendo que, efectivamente, encerrando a todos los jóvenes que consideramos peligrosos para nuestra seguridad lográramos vivir en la más quimérica tranquilidad de Omelas, el bello pueblo de Ursula K. Le Guin, nos encontraríamos frente a un dilema ético: ¿Está justificado moralmente que nuestra seguridad se construya sobre la inseguridad de otros, sobre el sufrimiento de miles de jóvenes? ¿Por qué valdría más nuestro bienestar que su sufrimiento?
Al final del cuento, relata que, a medida que los ciudadanos de Omelas tienen la edad suficiente, son llevados a conocer la verdad, es decir, el hecho de que el bienestar de su pueblo se sostiene en el sufrimiento de ese niño. En un inicio, todos se sienten tristes y conmocionados, aunque, con el tiempo, lo aceptan, lo justifican o, incluso, lo olvidan. Sólo un minúsculo grupo no se siente dispuesto a que se sostenga esa injusticia a cambio de su felicidad. Incapaces de tolerar esto, abandonan la idílica ciudad.
“El lugar a que ellos se dirigen es un lugar incluso menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad.
No puedo describirlo del todo. Pero ellos parecen saber a dónde se dirigen, los que se alejan de Omelas.”
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