Por Gonzalo Reartes
Antonin Artaud fue una de las voces poéticas más originales del siglo XX. Aquí un recorrido por una vida y una obra en la que vale la pena detenerse.
Artaud es el demente. El trasgresor. El artista de la rebelión total. Su arte pretende traspasar los límites de la locura y la muerte. Su obra no incita a la reflexión, sino a la acción. En el centro de toda aproximación a ésta, hallamos la desesperación. La desesperación física, espiritual y mental. Pero, sobre todo, la desesperación como padecimiento que nos imposibilita conocer sus propias causas y su origen. Nada hay tradicional en Artaud. Es el poeta que pone en juego su propio cuerpo en cada escrito.
Como Baudelaire y Rimbaud, Antonin Artaud rechaza la simpleza de la poesía en verso; es decir, no privilegia la rima ni la métrica de los poemas. Para él, la poesía no es simple descripción de los sentimientos, sino el gatillo para hallar la intensidad que se oculta tras las sombras de la existencia humana. Esto es la columna vertebral, lo fundamental de toda su literatura.
El camino de la poesía debe recorrerse tan sólo si se asumen todos los riesgos posibles. En clave sartreana, es una especie de salto al vacío. “Escribir poesía es escribirse. Leer poesía es leerse”. Como buen poeta francés, Artaud quiere indagar en las raíces de su propio dolor (físico y espiritual). Los frutos de esta búsqueda constituyen su arte. Aunque este proceso no resultará gratuito: vive en un estado de tensión permanente. Desde muy joven padece ataques de nervios muy agudos y se debate entre profundas depresiones e intensas crisis nerviosas. Internado en clínicas, medicado a través de grandes dosis de diversas drogas y diagnosticado con diferentes enfermedades, Artaud sabe que él es el único que puede hallar cura a sus padecimientos. La búsqueda espiritual debe ir de la mano de la perfección de la obra poética. En 1915, un colapso nervioso lo lleva a prender fuego la mayor parte de sus poemas. “Hay que inventar una nueva voz para habar y una nueva voz para escribir. Debo separarme de todo lo que ya hice para recomenzar”.
Para 1920, Artaud se acerca al surrealismo. Toda su obra posterior llevará las secuelas de este movimiento, del cual resalta compartir la misma desesperación: una insatisfacción total. André Bretón dirá: “El surrealismo no es una escuela artística, sino una forma de ver el mundo. Propone recuperar las imágenes del inconsciente y de los sueños. Para conocer el universo, recurre a la libertad de la imaginación y no al rigor de la razón”. Es decir que el surrealismo viene a liberar al hombre. En Artaud, represente el espíritu de ruptura e insurrección contra todos los valores establecidos. La revolución no implica un cambio de una cosa por otra. La verdadera insurrección obliga a destruir lo viejo y empezar a construir desde la nada.
Sin embargo, la luna de miel acaba en 1926, cuando Antonin es expulsado del movimiento surrealista. En un panfleto titulado “El gran día”, Bretón, Unik, Péret y Eluard, acumulan agravios contra Artaud, planteando la revolución en todos los planos (también en lo político: Bretón insiste en la unión a la lucha del Partido Comunista). Artaud se niega. Mantiene su idea de revolucionar las condiciones interiores del alma humana como primer paso necesario a cualquier revolución verdadera. En el manifiesto “En la gran noche o el bluff surrealista”, Artaud da su respuesta. Para él, ser surrealista sigue siendo un modo de descubrir los secretos del hombre. El arte no puede transformarse en el instrumento de propaganda de un partido. Esa es su muerte. “Los marxistas y los surrealistas son revolucionarios que no revolucionan nada”, dirá al respecto del concepto de revolución.
Al cabo de nueve años de internaciones en diversos manicomios, padece interminables maltratos físicos que, acompañados de sus deficiencias en la atención médica, hacen que su condición mental empeore. Artaud es un caso al que los médicos no pueden encontrarle solución ni diagnóstico claro. Es atendido con crueldad total, provocada por la ignorancia y la incomprensión. Esta crueldad es muy diferente de la crueldad liberadora que él propone para el teatro. Es encierro, electroshock y maltrato psíquico.
Su intención final parece ser lograr restaurar la unidad entre el mal y el bien, entre lo satánico y lo divino. “La intervención milenaria del hombre ha corrompido todo aquello que es divino. Hay que eliminar la idea dominante del hombre-dios.” El hombre debe poder acceder libremente a la divnidad: “Yo soy Antonin Artaud, soy Satán… y también soy Dios. Y no necesito a la santa Virgen.” Las religiones obligan a sus fieles a temer a Dios. Los pactos de miedo entre los dioses y los hombres destruyen toda posibilidad de lo divino.
Nos queda de Artaud su búsqueda vital: “Una escritura intensa no se priva nunca de decir sus verdades.” Para él, la poesía implica una experiencia de riesgo: “Vitalizar es mostrar al hombre tal cual es. Con su miseria, su odio y su grandeza”. Sabemos que la locura es un modo de rebelión contra la ley establecida. Artaud también lo sabía. Jamás dejó de padecer dolores físicos y psíquicos a lo largo de su vida. El cáncer avanza. Él lo sabe, aunque los médicos se lo ocultan. Toma cloral sin límites. Permanece en un estado casi de inconsciencia, pero sus dolores disminuyen.
Muere el 4 de marzo de 1948, sentado al pie de la cama. Solo. Sin testigos. No quería bucear las aguas desconocidas del más allá acostado ni rodeado de gente. Ambos fueron sus últimos deseos. Dice, antes de fallecer, que al morir su cuerpo debe estallar en mil pedazos. Lo que estalla es su legado. Su poesía, sus escritos, sus obras teatrales. La enseñanza de que en el arte, hay que jugarse todo en cada escena, en cada palabra, en cada letra. Alguna relación evidente se esconde entre la locura, el arte y la genialidad. Artaud, el loco, lo sabía. Dedicó su vida a descubrir los misterios de la condición humana y los impulsos que llevan al hombre a convertir el dolor en arte. Al fin y al cabo, la vida se va y las letras quedan.
Otras Notas del Autor:
Miguel Abuelo, un Rimbaud made in Munro
Charles Bukowski, el último de los escritores malditos