Nuevamente, Argentina nada entre las turbulencias de una pesada crisis de la deuda. En un ciclo que parece eterno desde el primer crédito en 1824, la piedra de Sísifo rueda otra vez hacia abajo, arrasando todo a su paso. Los procesos de crisis y renegociación suelen ser tan dinámicos, que lxs lectorxs seguramente encontrarán avejentadas las reflexiones de este artículo, incluso cuando las lea el día de su publicación. Sin embargo, es factible analizar algunos ejes estructurales que se sitúan al costado del día a día. Trataremos de asumir ese desafío.
Por Andrés Musacchio* / Foto Salvador Battalla
La problemática debe pensarse diferenciado dos niveles entrelazados pero parcialmente independientes: la crisis económica y la crisis de la deuda. El primero es la consecuencia de la política económica seguida en los últimos cuatro años. Si bien al comienzo del gobierno de Macri era perceptible un paulatino estancamiento y la reaparición de algunos problemas estructurales, el giro en la política económica significo una clara ruptura frente al pasado inmediato. El retorno de una política neoliberal, en su forma “financiarizada periférica” provocaron una grave depresión, una burbuja especulativa y una aceleración de la fuga de capitales, un problema estructural del país. Los ajustes que se fueron introduciendo sólo agravaron el panorama.
Simultáneamente, se tomaron créditos de manera descontrolada y sin vínculo con un modelo productivo. La financiación de los crecientes déficit del Estado, el reconocimiento pleno de deudas dudosas como las de los fondos buitres, el pago de deudas interestatales con créditos externos, la esterilización de moneda con títulos públicos, la bicicleta financiera a crédito y, finalmente, la financiación de la enorme fuga de capitales, provocaron una explosión de la deuda interna y externa. Solamente la deuda del gobierno central saltó del 52,6 al 88,8% del PBI entre 2015 y 2019. Según un informe del Fondo Monetario internacional del mes de marzo, el Estado central contabilizaba a finales de 2019 una deuda de 323.000 millones de dólares. De ellos, un 41% corresponde a acreedores privados, 14 al FMI y 9% a otros acreedores oficiales, siendo el 36% restante con agencias públicas.
Luego de un análisis de situación y de postergar algunos pagos (algo que ya Macri había iniciado con su “reperfilamiento), casi desde el inicio de 2020 el Ministerio de Economía trabaja contra reloj para negociar el conjunto de pasivos. Contra la opinión de algunos expertos, que sugerían sentar a todos los acreedores a una mesa común, se decidió negociar separadamente con el FMI, los acreedores privados y el Club de París (CP) -que incluye a los acreedores institucionales de los países desarrollados-.
Con el FMI se mantienen contactos regulares y, aunque desde ambas partes se han producido varios guiños, aún no se ha comunicado avances significativos. Con el CP se avecina una ríspida negociación, que recién está despuntando. A los acreedores privados se les ofreció una opción de reestructuración de deuda que abarca una porción significativa de los pasivos.
¿La deuda es realmente impagable?
Los principales acreedores y muchos economistas ortodoxos sostienen que la situación de la deuda argentina dista de ser dramática, pues no implica un problema de solvencia sino de liquidez. Los atrasos en los pagos y las reticencias a hacer los ajustes correspondientes habrían asustado a los mercados financieros, que interrumpieron sus créditos al país. El buen comportamiento sería una sencilla solución.
Tres argumentos desafían esta visión. En primer lugar, ya a comienzos de 2018, mucho antes de la interrupción de algunos pagos, el crédito se había interrumpido. Por ese motivo, el FMI asistió de urgencia al gobierno de Macri con el crédito más grande de su historia. Paralelamente los capitales financieros salían ordenadamente, pues el gobierno usaba ese crédito para atender las necesidades del mercado de divisas. Aunque los estatutos del FMI no permiten el uso masivo de sus créditos para estabilizar el mercado cambiario, en este caso sus autoridades tuvieron una política contemplativa. Tampoco se analizó prolijamente si el Poder Ejecutivo podía firmar un acuerdo sin autorización del Congreso, problema que hoy se dirime en tribunales y podría derivar en la ilegalidad de lo actuado.
El FMI, un actor al que no le cabe la sospecha de ser lobbysta de los deudores, advertía ya en su comunicado de prensa del 19 de febrero de 2020 que:
“sobre la base del análisis de la sostenibilidad de la deuda de julio de 2019, el personal del FMI ahora evalúa que la deuda de Argentina no es sostenible (…) El superávit primario que se necesitaría para reducir la deuda pública y las necesidades de financiamiento bruto a niveles consistentes con un riesgo de refinanciamiento manejable y un crecimiento del producto potencial satisfactorio no es económicamente ni políticamente factible. En consecuencia, se requiere de una operación de deuda definitiva, que genere una contribución apreciable de los acreedores privados, para ayudar a restaurar la sostenibilidad de la deuda con una alta probabilidad.”
Un mes después, la Directora del Fondo, Kristalina Giorgieva, reforzaba la idea sosteniendo, en otro comunicado de prensa oficial, que:
“El análisis del equipo técnico muestra que, teniendo en cuenta la capacidad de servir deuda y el peso actual de la deuda del país, será necesario un alivio substancial de los acreedores privados para restablecer la sostenibilidad con alta probabilidad de la deuda. Alentamos a un proceso de negociación colaborativo entre Argentina y sus acreedores privados con el objetivo de alcanzar un acuerdo que conlleve una alta participación.”
El soporte de tales declaraciones es el Technical Assistance Report 20/83, de marzo de 2020, que hace un exhaustivo análisis de la situación macroeconómica del país y de la sustentabilidad de la deuda.
También el gobierno argentino, en su propuesta a los acreedores privados, expone un conjunto de indicadores básicos que detallan las dificultades para sostener el servicio de la deuda. Entre ellos, destaca para los próximos años necesidades fiscales que oscilan entre el 17 y el 22% del PBI sólo para el servicio de la deuda (niveles cercanos a los de 2001), intereses que superan el 20% del gasto público, así como insuficientes reservas de divisas en poder del Banco Central.
Los economistas ortodoxos, los acreedores privados y algunos políticos y periodistas insisten en la idea de que en lugar de renegociar la deuda, es preciso un drástico ajuste fiscal y de consumo en la población, tal como ocurrió en países como Grecia, España y Portugal o, en tiempos no muy lejanos, la propia Argentina. Sin embargo, en su propuesta, el gobierno muestra convincentemente que el camino del ajuste ya se hizo y fue tan doloroso como inefectivo. El gasto público del gobierno central se redujo entre 2015 y 2019 de un 25,3% del PBI a un 21,9. Neta de intereses de la deuda, la reducción fue del 24,0% al 18,6% del PBI en el mismo lapso. La caída del PBI de 2,5% en 2018 y 2,1% en 2019 es otra muestra del severo ajuste. También los indicadores sociales son contundentes: los salarios reales cayeron entre 2017 y 2019 un 13%, las jubilaciones mínimas un 21%, el salario promedio medido en dólares un 42% y la tasa de desempleo creció 2,3 puntos porcentuales, llegando al 10,6% de la población económicamente activa. Las personas bajo la línea de pobreza son ahora un 6,8% más, alcanzando al 35,4% de la población. Con el despliegue del Covid-19 estos indicadores se han profundizado aún más.
Queda claro que bajo esas condiciones no hay margen político ni social para un ajuste mayor. Sin él, es imposible generar recursos para el pago de la deuda. Pero incluso una profundización del ajuste (la política de los dos últimos años del macrismo), la depresión y la consiguiente caída de la recaudación, tampoco permitirían servir la deuda. Por eso, la renegociación es el único camino posible.
¿Qué y cómo se negocia?
Como hemos dicho, tres frentes se encuentran abiertos en materia de deuda externa (la inflada deuda interna resulta un capítulo aparte). Con el FMI, el principal acreedor, se marcha a paso lento, a la espera de que los otros dos frentes estén solucionados. La relación se perfila en una tensa cordialidad, establecida a partir de un cambio de percepción de la problemática por parte de las nuevas autoridades del fondo, de la evaluación que muestra la no sustentabilidad de la deuda y de un cuidado extremo por parte del gobierno de no quebrar ningún puente con acciones bruscas unilaterales. Esto último quedó demostrado con el pago de 320 millones de dólares de intereses a comienzos de mayo, a pesar de que se había comunicado hace tiempo que por el momento no estaba previsto realizar erogaciones vinculadas a la deuda.
El nudo gordiano del problema es, en este momento, la deuda en moneda extranjera con los acreedores privados. Para ello, el 17 de abril el gobierno presentó una propuesta que abarca casi 65.000 millones de dólares, en parte compuesto por títulos emitidos en los últimos cuatro años, pero también bonos del canje anterior. El ofrecimiento incluye una moratoria de tres años, una extensión de los plazos, una pequeña quita del capital de 5,4% y un fuerte recorte de intereses, mayor al 60%, que, de todas formas, siguen siendo un 2,5% positivos, en un mercado con tasas virtualmente nulas. Los bonistas rechazaron la propuesta y el plazo del canje se extendió hasta el 22 de mayo. El problema es que, desde la perspectiva de la sustentabilidad, la oferta no deja demasiado margen para la negociación. En ese sentido, el gobierno parece estar pagando el precio de una estrategia poco agresiva, que apuntaba a generar confianza.
¿Y con el Club de París cómo andamos?
En lo que respecta a los acreedores oficiales, el panorama resulta, por el momento, poco alentador. Algunas informaciones de primera fuente dan cuenta de una posición extremadamente dura por parte de algunos de los integrantes del bloque acreedor, aunque diferencias internas entre los socios dejan la puerta abierta a un mínima chance.
Las deudas con el CP no son demasiado elevadas, pues luego de la renegociación de 2014 buena parte de los pasivos fue cancelada. Lo que más incomoda es la cláusula por la que se fijan los intereses futuros en un 9%, algo tan desmedido como perjudicial en los otros frentes. Por eso, un acuerdo razonable fortalecería notablemente el poder de negociación argentino con los acreedores privados.
Sin embargo, aunque tres de los países más grandes verían con moderado interés o prescindencia la reapertura de las negociaciones, un ala más dura exige condiciones iniciales de difícil cumplimiento. Se pretendería que se acuerde primero con los acreedores privados y con el FMI, que se establezca un programa monitoreado con reformas estructurales sustantivas como apertura, equilibrio fiscal austero, mayor transparencia y combate contra la corrupción. Así, resulta muy difícil pensar en una solución; incluso en una negociación. Pero en última instancia todo se resume en estrategias y política. En ese sentido, algunos canales pueden abrirse y torcer el rumbo.
Pensando una estrategia más áspera
A nuestro juicio, la intensión de mostrarse confiable se plasmó en una estrategia excesivamente técnica y cautelosa. Resulta indispensable recuperar la iniciativa política y avanzar de forma más frontal. Argentina tiene poco que perder, pues aunque firme nuevos compromisos, el mercado financiero permanecerá cerrado por mucho tiempo.
¿Con qué mecanismos de presión cuenta Argentina? En primer lugar, la coyuntura internacional compleja es un apoyo nada despreciable. El crecimiento del fenómeno global de endeudamiento y el crecimiento de las cesaciones de pago recientes juegan a favor. Una crisis de la deuda es hoy una posibilidad mucho más concreta, incluso que en 2008. Si un deudor grande, como Argentina, se declara en bancarrota, la crisis se volverá aún más palpable. El Covid-19 agravó el problema e impulsó al Fondo a acciones concretas de reestructuración y apoyo, aunque aún limitadas a pequeños deudores. Pero eso abre una nueva puerta.
También algunos grupos de economistas, entre ellos uno motorizado por el Premio Nobel Joseph Stiglitz, se han manifestado claramente a favor de la renegociación de una deuda que es a todas luces impagable.
Algunas organizaciones no gubernamentales europeas y latinoamericanas también están conversando con funcionarios de gobierno, tratando de ofrecer su expertise y su capacidad de mediación para que las negociaciones lleguen a buen puerto.
Algunos miembros del Club demuestran su interés por conocer cómo actuará China en las reestructuraciones de deuda. El país asiático se ha convertido en un nuevo actor de peso en las finanzas internacionales, pero aún no se ha estrenado en estas lides. Por eso, otros actores desean tener un caso testigo que de pautas a futuro. Aunque en principio Argentina no tiene a dicho país como un acreedor inmediato de gran porte, no sería descabellado intentar sumarlo para generar ese caso testigo. La estrategia, algo arriesgada, aflojaría especialmente en el Club una parte de las resistencias.
En el caso de que las negociaciones se estanquen, podría incluso intentarse una vieja opción utilizada por Indonesia en 1969. En aquel momento, las dificultades entre los acreedores para conciliar sus propias estrategias económicas y políticas se destrabó recurriendo a un mediador, que elaboró una propuesta aceptable para todas las partes. El resultado fue un acuerdo que permitió resolver el problema. En el caso actual, la estrategia argentina de negociar por bloques y la situación geopolítica muy diferente complican la utilización de tal alternativa. Sin embargo, la potencial crisis económica internacional y la eventual incorporación de China a la mesa de negociaciones podrían generar un contexto favorable.
Resolver los problemas de fondo
Mientras se plantean nuevos escenarios, sería importante avanzar también en la determinación de las responsabilidades penales y de la legalidad de los créditos tomados en los últimos cuatro años. Probablemente los resultados de tal investigación tengan poco efecto concreto en los acuerdos con los acreedores, pero obligarían a futuros gobernantes a actuar con mayor responsabilidad. Si los acreedores exigen transparencia, sería interesante poner el foco sobre las redes de corrupción locales y los lazos con los grupos externos y con funcionarios de organismos internacionales. La vieja investigación del Juez Ballesteros sobre la deuda contraída por la dictadura amerita un nuevo proceso, pero evitando que prescriban las acciones como ocurrió en aquel entonces.
De la misma forma, es preciso evitar la gestación de nuevas burbujas especulativas financieras. Esto exige, claro, una compleja política económica y productiva. El comienzo es la estricta revisión de la liberalización financiera y la libre movilidad de capitales. Habitualmente se afirma que, de esa manera, Argentina bloquearía la llegada de las inversiones necesarias para el desarrollo. Dos argumentos contradicen tal afirmación. En primer lugar, se trata de golpear al proceso de financiarización, pero dejando espacio al desarrollo de proyectos productivos. El segundo argumento es más relevante: en el último medio siglo, la salida de recursos (por la vía del pago del servicio de la deuda, la fuga de capitales, las remisiones de utilidades especialmente del capital financiero y por quienes explotan masivamente recursos naturales, regalías y otros conceptos) fueron muy superiores a los ingresos. Es decir, Argentina es un exportador neto de excedentes y su problema fundamental es cómo retenerlos más que cómo atraer recursos externos. Por eso, un estricto control de capitales orientado hacia la movilización y hacia la reinversión interna es el primer gran paso para resolver a largo plazo la cuestión de la deuda.
*Investigador UBA-CONICET. Artículo publicado originalmente en el Instituto Tricontinental de Investigación Social