Por Nadia Fink. Una selección que fue de menor a mayor brilló con un juego digno. El poquito de suerte que hay que tener en una final del mundo, no estuvo. La vergüenza estuvo en los rostros verde e amarelo. La celeste y blanca, intacta.
Es difícil escribir después de la derrota. Cuando se pierde, después de la tristeza y de los miles de “Y si hubiera..”, se empieza a escarbar la costra del lamento para encontrar, más que razones a la derrota, ocasiones de celebración y motivos para el orgullo.
Las palalabras de Mascherano después del encuentro nos trazan un camino por donde empezar a desandar algunas sensaciones. “No podíamos dar más que esto. Este equipo dio todo lo que tenía para dar”, dijo, con la tristeza en los ojos. Y es cierto: no había más para pedirle a esta selección en cuanto a juego y rendimiento. Habíamos dicho que no temíamos a la Alemania de Löw, que venía de golear a Brasil. Argentina había ganado firmeza en la defensa, partido a partido y por ese lado era posible controlar bien la subida en bloque de la selección europea. Y así fue: a pesar de los cambios de frente, de los intentos por la derecha, de la pretensión de centros atrás que tanto les había resultado en la semifinal. La línea del fondo argentina respondía una y otra vez. La clave era aguantar la arremetida de los primeros veinte minutos para después sí, una vez que que bajara la presión, Argentina empezara a generar espacios para el contraataque.
Con un Pocho Lavezzi en su más alto nivel en recuperación, encare y llegada, la selección tuvo las chances más claras en el primer tiempo. Además del penal no cobrado (incluida la expulsión por último hombre) que el arquero Neuer le cometió al Pipita Higuaín, y que nos trajo al fantasma de Codesal sobrevolando la final del mundo. Seguiremos insistiendo en que si la defensa creció partido a partido, hacia adelante el equipo se fue desdibujando, no fue apostando a un juego colectivo en el ataque, ni tampoco pudo contar con las individualidades que, se esperaban, fueran figuras notorias en este mundial: un Kun Aguero que nunca se recuperó de la lesión y no fue gravitante en el área ni en la recuperación, un Lionel Messi que pinceló con su magia los primeros encuentros, aquellos del tiro libre contra Nigeria, o el del golazo contra Irán en el último minuto y que, sin embargo, no pudo en estos últimos partidos ser destello de lujo, gambeta que arrastra, magia que aparece un segundo antes de que todo deje de ser ahora.
Pero, dejémonos de joder de una vez, no podemos pedirle a Lio que sea el Diego, conductor que se metía el equipo al hombro. Este Messi que sentimos jugó a media máquina, sin embargo, se llevó el balón de oro al mejor jugador. Y es ahí, en su gesto tímido, en su cara que se sonroja cuando lo toman de cerca, en su pudor como cada vez ante una cámara o un elogio excesivo, donde Lio se nos muestra como es: un pibe que juega a la pelota porque le gusta y es lo mejor que hace, aunque todo la presión que viene detrás no le sienta bien.
El pueblo aprieta pero no ahorca
Líneas pasadas, decíamos que hay algo en el sentir nacional que recoge y festeja con mucho más alegría la victoria en el último minuto y el desahogo después del sufrimiento, que una lúcida goleada desde los 15 minutos del primer tiempo. Por eso, el mazazo es más grande cuando nos pasa al revés. Cuando después de transitar casi todo el partido, una buena jugada del equipo alemán, de los únicos descuidos de la defensa en todo el encuentro y la primera vez que Mascherano no está en el lugar preciso, llega un gol y nos desmorona el sueño. Igual que en la final de Italia 90 cuando a los 85 minutos el inolvidable Codesal cobra un penal inexistente, la copa se hace arena entre los dedos y se nos atraviesa un grito juntado por días.
Pero es entonces cuando nuestro valsesito patrio, esas tres palabritas que titulan esta nota, cobran sentido en el pensar la derrota sin morir en el intento. “Alma para conquistarte, corazón para quererte y vida para vivirla junto a ti”: un equipo que fue de menor a mayor, con mucho en contra en el inicio del campeonato mundial o con nombres resistidos (no hay archivo que soporte lo que se dijo sobre Mascherano, Romero ni Rojo, como para empezar). La selección fue haciendo un camino de conquista paulatina con un pueblo que terminó esperando eufórico la final. Que empezó a sentir que había un equipo que encontraba esa identidad que no lucía en la cancha en la entrega de algunos jugadores, que dejaba de lado lo cotidiano para esperar esos noventa minutos (que se hicieron ciento y pico), que un partido de fútbol pero que si la patria, que si Brasil afuera, que somos los mejores del mundo.
Y es lo que no cambia, por un gol que no entró y otro que sí; por un penal que no se cobró y algún otro orsai que sí; porque empieza a correrse la tristeza para dar paso a la palabra “orgullo” que se escucha de boca en boca entre lo que salieron a festejar igual y entre quienes se comen la injusticia a diario y ésta no se la quieren tragar. Detrás de un pueblo que exige, está también el reconocimiento, el sentir de lo nacional que late más fuerte por unos días y el orgullo como palabra que trasciende al cuerpo técnico, a los planteos defensivos o movidas de ajedrez. ¿Y las lágrimas de Di María? Ese jugador que se compró a todos con su búsqueda incansable y del que se sintió su ausencia en los últimos partidos. ¿Qué sentirá un jugador que tuvo que quedarse afuera y que, quizás, hubiera podido cambiar la suerte? ¿Cómo es la desazón para el que no le tocó entrar pero sostuvo ese grupo cada día como si estuviera adentro?
Los enemigos de mis enemigos son mis amigos
Máxima del fútbol, dio un poco de pena ver esta tarde a los brasileros hinchar por el equipo que los bailó, los humilló y los dejó fuera de jugar la final en su propio país. Vimos a David Luiz abrazar a James Rodriguez después de que Brasil eliminara a Colombia y sentimos lástima por ese caudillo desdibujado contra Alemania, vimos a Neymar quedar afuera por una lesión dolorosa y deseamos que se recuperara más pronto; lo escuchamos desear que Argentina ganara la final y creímos que algo se podía ver distinto. Pero, otra vez, no nos mintamos. Es fútbol. Y es en el verde césped donde los hermanos latinoamericanos rompemos lazos sanguíneos para terminar festejando la derrota ajena, el sufrimiento del otro.
Y mientras entre hermanos peleamos, tenemos que resignarnos a ver los festejos europeos tan sobrios como apagados: de jugadores que levantan las manitos a su hinchada en una coreografía de gimansio, que se saludan con sus esposas e hijos mientras descansan del partido, que alzan la copa como podrían levantar el cartón ganador en el bingo de Lanús. ¡Cuánto más eufórica, desatada, incorrecta y emocionante hubiera sido una celebración latinoamericana! Aunque nos hayamos ido quedando en el camino, eliminándonos o festejando triunfos contrarios.
Al principio resáltábamos lo difícil de escribir con la derrota sobre la mesa, aunque seamos conscientes de que este equipo alemán mostró un juego ofensivo contra los brasileros que no se vio en todo el campeonato, aunque empecemos en los tiempos que se vienen a ser huérfanos, sobre todo, de los partidos a diario, de las charlas interminables sobre rendimientos y posibles cambios; aunque empecemos a trazar de a poco bocetos sobre lo no hecho, lo que hubiera sido, lo mejorable; balances y conclusiones. Pero como buenos bielsistas, sabemos que las derrotas son una parte del juego que no es el todo, que el fútbol te da revancha siempre, aunque pasen los años y los niños que éramos cuando vimos al Diego gambetear ingleses o los adolescentes que lloramos a moco tendido la final perdida en el 90. Seamos hoy estos adultos que esperarán otro mundial soñando de menor a mayor, con la sensación nunca olvidada de sabernos casi, casi, los mejores del mundo.