“Si Italia no pudo, que tiene los mejores médicos, los mejores hospitales, los mejores todo ¿Qué va a pasar con nosotros? ¿Qué va a pasar cuando llegue a Kenia?”
John.
Por Juan Francisco Olsen desde África | Foto Victoria Gunther para NPR
Hace varios meses arreglé con lxs compañerxs de Marcha comenzar a escribir una serie de crónicas sobre África, a raíz de un viaje personal en cual pensaba recorrer el Este y el Sur del Continente.
Lamentablemente, mi viaje, así como mucha de las cosas que hasta ahora imaginábamos inalterables, se vió interrumpido por el coronavirus.
Hubiera preferido comenzar con algo más. Contar como es la sociedad etíope, relatar la lucha y resistencia en Rwanda, las marcas de colonialismo en Kenia o la reconstrucción de memorias olvidadas en alguna parte de estas tierras. Sin embargo, el virus que trastocó nuestra vida y que nos hace abrazar cosas que detestábamos, como las llamadas por whatsapp o los saludos de cumpleaños, absorbió mis pensamentos, mis conversaciones, mis contactos a distancias, mis diálogos casuales, mis visitas a lugares y mis nuevas relaciones.
Ver la pandemia desde acá es como ver desde un penal como otros hablan de libertades. África supura dolor de enfermedades y tragedias humanitarias. África vive enterrada en “solidaridades” injustas, desechos de buenas voluntades, admiraciones inocuas y paternalismos coloniales. Te sacude permanentemente bajo la desesperante angustia de no encontrar buenos entre los malos, sino sólo malos peores.
Desde acá me resulta risible escuchar que para algunxs esta pandemia es surreal, es antagónica a la cotidianidad, a la vida concreta y material, que es una fantasía escapada de las manos Orwell o Saramago. No. Desde acá lo que parece que golpea a occidente no es más que la realidad, que la pura y dura realidad. La materialización inesperada de un fin de sueño que demuestra que vivíamos en la Matrix.
No hay nada más real que saber de la muerte y eso en éste continente nunca fue posverdad.
Se terminó hace días uno de los brotes más salvajes de ébola en África central. Se cobró la vida de miles de personas sin que a occidente le importara porque no era SU verdad, porque no era SU realidad. Porque si algún avezado miraba la página del día donde moría el desnutrido, éste ya era parte de otra realidad.
Una realidad de gobiernos ineptos y totalitarios. Estados serviles y organizaciones que vienen a lavar la culpa de lo que exfolian. Que, mientras estudiantes doctorales de Alemania y Dinamarca miran dichosos sus proyectos de posgrado sobre agua o salud reproductiva, lo que queda acá son los retazos plásticos del final de dicho emprendimiento. No hay quien pague los repuestos del panel solar cuando todo se termina.
“¿qué va a pasar con nosotros? ¿Qué va a pasar cuando llegue a Kenia?” nos decía John mientras no conducía a comer y disfrutar del cumpleaños de mi amiga. Su desesperación aún me resuena porque fue lo más real que oí en mi vida.
John compra el agua para una vaca y así garantizar la comida a su familia. John trabaja en la ciudad y lleva a turistas a lugares que probablemente nunca entre. John se abraza a la vida con la única vocación de saber que hay otras que de él dependen.
Frantz Fanon decía que los hombres en países así perciben la vida no como el florecimiento o desarrollo de una fecundidad esencial, sino como una lucha permanente contra una muerte atmosférica.
Esa muerte próxima que se materializa en el hambre endémica, la desocupación, las epidemias y la ausencia de futuro. Amenazas activas y obstáculos sensibles a la existencia de quien ha sido colonizado, que confieren a su vida una sensación de muerte incompleta.
Librarse del mal, entonces, es apenas la sombra de un realismo desgarrador. Una muerte aún más próxima que meramente potencial que subsume los imaginarios de futuro a un derrotero fatalista.
“¿Qué va a pasar con nosotros?” sigue repitiendo John adentro mío, aunque él ya no sepa cuanto han podido revotar éstas palabras.
Me frustra pensar que hay quienes que, ante esta increíble fatalidad mundial, piensan que un universo mejor, indefectiblemente, acontecerá. Como si los sistemas se suicidan por no dar de camas en los hospitales. Como si el humilde deseo sea suficiente para dar nacimiento a una nueva verdad. No.
No alcanza con ello y no es suficiente aguantar. No es justo vivir en la ensoñación de que los capitales del mundo al fin encontraron tope a sus apetitos y que vernos muertos o a terrados fue suficiente para cambiar. De ninguna manera.
El hedor putrefacto del sistema capitalista no se barre con alcohol al 70-30. Se necesita de cuerpos que abandonen la cuarentena del final de la historia y se agiten por deseos de transformación. Se necesita de la acción épica y heroica de pensar futuros nuevos para aquellos que ya vivieron demasiada realidad.
Dejar de compartir videos donde los médicos cubanos hacen lo que nosotros no nos atrevemos y ya no sabemos cómo exigirlo. Abandonar toda comodidad de sentido. Llorar a nuestros muertos como parte de colectivo y como rulemanes de una acción que debió haber sido dada hace mucho.
¿Qué hay de John que yo no tenga? Sin dudas esa sensación de que este tiempo no es irreal o una excepción, sino de que el mundo así como está es mayormente una mierda.