Por Leonardo Candiano. El viernes pasado falleció uno de los más reconocidos guitarristas del folklore argentino. Con su partida, nuestra música popular pierde también a uno de sus más importantes compositores. A los 90 años y con un tiempo ya alejado de los escenarios, se nos fue el salteño Eduardo Falú.
“Zamba de la Candelaria”, “Canción del jangadero”, “Las golondrinas”, “Vamos a la zafra” “Tonada del viejo amor”, “Zamba de un triste”, “La nostalgiosa” y “Milonga del alucinado” son sólo algunos de los temas a través de los cuales Eduardo Falú comenzó a ser reconocido como un compositor y guitarrero de estirpe en el escenario local. “Minero potosino”, “Puna sola”, “La atardecida”, “Celos del viento” y “Trago de sombra” son otros, y la lista podría continuar.
Durante décadas, sus temas estuvieron entre los más escuchados por los seguidores del folklore argentino, y fueron buscados por intérpretes y autores como Atahualpa Yupanqui, Liliana Herrero, Mercedes Sosa, los Chalchaleros, Lito Vitale, Teresa Parodi y Raly Barrionuevo, entre otros, para enriquecer sus repertorios.
Falú fue uno de esos tipos de la vieja guardia que con sus más de 200 piezas musicales nos dejó el campo orégano para que los que vienen atrás retomen las banderas de la música popular argentina desde un escalón bien alto. Hoy, las nuevas generaciones recrean sus temas y a partir de su mirada sobre nuestra tierra, experimentan sus propios sonidos. Es que Falú, aunque fue parte de la renovación de nuestro folklore desde mediados del siglo XX, logró convertirse en un clásico como contadas veces ha sucedido con personalidades que aún estaban vivas. Su obra supo conjugar zambas, cuecas, carnavalitos, bailecitos y milongas con la música “culta” de la Orquesta Sinfónica Nacional –con la que ha tocado en más de una ocasión- y de la Camerata Bariloche, con la que realizó sus obras “Suites Argentina”.
Se dijo en algunos de los obituarios publicados durante el fin de semana en referencia a su muerte que estaba hacía años alejado de los escenarios argentinos. Esto es cierto a medias, porque si bien ya no solía tocar en vivo, sus canciones continúan poblando cada noche las peñas y los recitales folklóricos a lo largo y ancho del país, su poesía se reedita en la voz y la música de jóvenes cantores que toman la posta y en anónimos guitarreros de entrecasa que animan sobremesas.
Hablar de Eduardo Yamil Falú es recordar también a Jaime Dávalos, a Manuel J. Castilla, a Carlos Guastavino, por nombrar algunos apellidos de su misma constelación con los que ha hecho dupla en música y letra, incluso podemos agregar a esta lista “esperable” otra poco menos que insólita, como la que hizo con Ernesto Sábato para “Romance de la muerte de Juan Lavalle”, o la que armó con Jorge Luis Borges en “José Hernández”.
Nacido en Salta, en la localidad de El Galpón, el 7 de julio de 1923, se crió en Metán, en la misma provincia, y en la capital salteña pasó su adolescencia hasta que llegó a Buenos Aires en 1945 para tocar en Radio El Mundo y en peñas de la ciudad. Desde aquí logró fama internacional. Su música, sin embargo, siempre se mantuvo ligada a lo más profundo de nuestra tierra, y en particular, de nuestro noroeste. Sus discos fueron más de cincuenta y sus años en la música popular, sesenta. En todo ese tiempo se mantuvo vigente, sosteniendo que la canción era la manera más popular de difundir la poesía y que por eso tocaba, para expresar los sentimientos más profundos de su pueblo.
Falleció el 9 de agosto pasado a los noventa años de edad. Lo enterraron el sábado en el panteón de SADAIC –organismo del que fue vicepresidente durante décadas- ubicado en el cementerio de la Chacarita. Su música será eterna y no sabe de las menudencias y la finitud del cuerpo. Así lo señaló la propia Teresa Parodi en su velatorio, donde indicó que con su muerte “Hay un silencio más entre nosotros, una guitarra que se queda sola”, pero a la vez queda “un canto que se sube al viento y cruza lado a lado la memoria”. Como se pregunta la letra de Jaime Dávalos a la que el propio Falú le puso música en “Las golondrinas”, nosotros repetimos -parafraseamos-, “adónde te irás volando por esos cielos”, turco, ¿a guitarrear con Don Ata, quizás? ¿a reencontrarte con Jaime con un vino a la diestra y el jerez cerquita? Sabé que “detrás de tu vuelo errante mis ojos gozan la inmensidad”, pero tú vuela, “vuela golondrina, y vuelve del más allá, vuelve desde el fondo de la vida, sobre la luz, cruzando el mar… cruzando el mar”.