Por Ramiro Bringas
Hace un año, Independiente volvía al lugar del que nunca debería haberse ido. Tras 361 días de calvario, dolor, sufrimiento y agonía, recuperaba su lugar en el mundo. Crónica de un viaje tan inolvidable como caótico. Tan sufrido y estresante que, de sólo recordarlo, abre las heridas más profundas del corazón.
La maldición del descenso comenzó vaya a saber uno cuándo. Porque a pesar de que el 15 de junio de 2013 se consumaba el hecho más doloroso en la historia de uno de los clubes más importantes del mundo, el problema había empezado a hacerse presente muchísimo tiempo antes. Algunos hablan de que el mal tuvo su inicio tras el retiro de Bochini. Otros, de la gestión Ducatenzeiler. Los más jóvenes, de Comparada o Cantero. Lo cierto es que un día, tan inolvidable que de sólo recordarlo hace estremecer el alma y siente como si le estuvieran clavando un puñal en lo más profundo del corazón, el Rojo de Avellaneda, el de las 7 Copas Libertadores, el de Micheli–Cecconato–Lacasia-Grillo-Cruz, el del 6 a 0 al Real Madrid en el mismísimo Bernabeu, el de las paredes del Bocha y Bertoni, el de innumerables expediciones gloriosas por el mundo, ese mismo, descendía por primera vez en su historia a la segunda división. Impensado, increíble. Pero sí, ocurría. Tras 20 años de desmanejos, de vaciamiento, de desmantelamiento económico y deportivo, lo peor era de esperar. Con un Libertadores de América colmado, el equipo por entonces de Miguel Brindisi, solo, solito y solo decretaba su más trágico final. Caía con San Lorenzo y se iba a jugar un año a la B Nacional. El pitazo final llegaba y las 40.000 almas que copaban el cemento más glorioso de América quedaban anonadadas. El llanto era inevitable. Mirabas alrededor y tenías desde un niño de 4, 5 años, que había vivido todas las malas, hasta un tipo de 50, 60, 70 años, que vivió toda la gloria habida y por haber. ¿Qué te pasó, Independiente? ¿Qué te hicieron? El llanto era incontenible, el dolor se instalaba en lo más profundo del corazón. El alma también dolía, dolía mucho. El abrazo con el viejo, con el amigo, con el hijo, era comparable con aquel que se da cuando un familiar se va. No, no exagero. Te juro que fue así. Al menos quien escribe lo sintió así.
La vuelta a casa era en silencio. Mordiéndose los labios, con las lágrimas que empapaban la cara. Mirando al cielo, buscándole explicación a un hecho inexplicable, inentendible. No caía. La gente no caía, no entendía lo que estaba viviendo. De hecho, ni siquiera se sabe si aún tomó conciencia de lo que pasó aquella fatídica tarde soleada de junio. Tan inolvidable que quisiera olvidar.
Lo peor había pasado. Al menos eso decían. Pero el hincha de Independiente sabe que no fue así. Porque lo que sucedió en los siguientes 361 días, fue de película. Pero de esas que te dejan atornillado al sillón hasta el último instante.
La aventura sin fin
La odisea llamada B Nacional comenzaba. Un 3 de agosto, en una tarde fría, cuando el sol caía lentamente y la noche comenzaba a asomar, Independiente recibía a Brown de Adrogué. Sí, Brown de Adrogué. Por dentro, el hincha pensaba: a estos, que no los juna nadie, le hacemos 5. Pero no. Fue derrota 2 a 1. El Rey de Copas caía en el mismísimo Libertadores de América con un equipo que era completamente desconocido para el mundo Independiente. Increíble, pero así recibían al Rojo. Un mes después, Brindisi decía chau tras no ganar ni un partido. Era el turno de Omar. De Don Omar. De Felippe se hacía cargo de un equipo golpeado, casi sin jerarquía, sin ideas, sin saber cómo jugar un torneo en el que cada rival quería hacer historia sacando un buen resultado ante un rival al que varios de ellos difícilmente vuelvan a enfrentar.
Con trabajo y sacrificio, el ex combatiente enderezó el rumbo de un barco que parecía a la deriva. Con triunfos importantes y un sprint final positivo, logró poner al Rojo en puestos de ascenso en el receso de diciembre. La pretemporada de verano debía ser perfecta y había que reforzar un plantel al que no le sobraba nada. Por eso, Insua dejaba Vélez y se sumaba a la expedición retorno de Omar. Tras un verano espantoso, con derrotas amistosas ante Racing y Newell´s, el comienzo del último tramo del certamen no fue de lo mejor. Algunas caídas imprevistas hicieron tambalear el objetivo y el puesto del entrenador. Tal es así, que a dos fechas del final, Independiente viajaba a Córdoba para enfrentar a Instituto, candidato a pelear el último puesto de ascenso junto a Huracán también, ya que Banfield y Defensa se habían asegurado los primeros dos. Cuando faltaban 15 minutos para el final del partido, el local ganaba y sepultaba las esperanzas del Rojo de volver a su lugar de origen. Sin embargo, Rolfi se iluminó sacó un misil de su pierna izquierda y volvía a darle vida a todo el pueblo Rojo. Ni hablar cuando Penco, el de los goles importantes, con la cabeza vendada de tanto luchar, metía un derechazo a la salida de un córner para bajar a La Gloria de la pelea y dejar a su equipo en puestos de ascenso, a una fecha del final. El domingo siguiente, Patronato llegaba a Avellaneda para intentar arruinarle la fiesta al Rojo, que tenía el grito de desahogo atragantado hacía 358 días. Todo era color Rojo. Color esperanza.
Huracán debía ganarle a Almirante Brown como visitante, que peleaba el descenso, y esperar una caída o un empate de Independiente para ascender o forzar un desempate, respectivamente. El Globo ganó y en el Libertadores de América, el conjunto entrerriano hizo un partido bárbaro y le sacó dos puntos vitales a los de De Felippe. El estadio repletó lo sintió. La gente se fue cabizbaja, sin entender por qué debía sufrir así. Otro golpe a la ilusión. Otro puñal que se clavaba en el alma. Tres días después, había que ir a La Plata a buscar el milagro.
Huracán e Independiente se jugaban el todo por el todo en la ciudad de las diagonales. Era una tarde lluviosa, fría, horrible. Ni hablar si en plena autopista, se te rompe el auto mientras intentas llegar a tiempo a mirar el partido y tenes que escucharlo en la cabina de un camión que también tuvo problemas mecánicos. De novela.
Pero volviendo al encuentro en sí, este era a todo a nada. Uno festejaba, el otro se quedaba al menos seis meses más en esa categoría espantosa, dolorosa, desgastante. Pero Independiente, que de finales sabe y mucho, y que ya le había ganado una a su rival de esa tarde 20 años atrás, aunque por el campeonato de Primera, tenía un plus. Zapata en la primera mitad, y Pizzini sobre el cierre del encuentro, ponían las cosas en su lugar. La casa estaba en orden. El inodoro, en el baño, la heladera en la cocina e Independiente en Primera División. El llanto de desahogo llegó. 361 días de dolor, agonía, sufrimiento y desazón llegaban a su fin. El Rojo era otra vez de Primera. Atrás quedaban esos viajes interminables al interior, esas canchas llenas de pozos, donde era imposible jugar al fútbol. Atrás quedaba un año caótico, espantoso, de tardes y noches de puro sufrimiento. Pero el final debía ser así. Tanto sufrir valió la pena, aunque esto es algo nunca debería haber sucedido. Tanto llanto contenido, tanta pregunta sin respuesta, tanto dolor acumulado. El alivio llegó. Ese 11 de junio quedará, lastimosa pero inevitablemente, en la retina y en la mente del hincha de Independiente. Esta historia maldita llegó a su fin. Y aunque tuvo un final feliz, fue una odisea inolvidable que quisiera olvidar.