Por Federico Pita*
Desde el asesinato del joven afroestadounidense Trayvon Martin en el estado de la Florida hace más de tres años y el reciente asesinato de Freddie Gray en Baltimore, también afro, son decenas los afroaestadounidenses muertos a manos de las fuerzas de seguridad pública y privada en los Estados Unidos.
Lamentablemente, ésto no es una novedad, ni en el país del Norte ni mucho menos en todo el continente. Y también incluye a los argentinos. Los casos conocidos como “gatillo fácil” o violencia institucional en nuestro país se han cobrado, en los últimos 12 años, 1.893 vidas (www.contralaviolencia.com.ar)
La equidad racial efectiva es una deuda que aún mantienen las democracias liberales. El emergente es el lógico: un sistema que pondera y empodera, en términos étnicos, a un sector de la sociedad, a la sociedad blanca. Esta porción de la sociedad vive al amparo de la supremacía racial blanca y los privilegios que ésta acarrea. Un ejemplo claro es la sobrerrepresentatividad que goza en los espacios de toma de decisión con la correspondiente subrepresentaciòn de la comunidad afroestadounidense (representación a nivel parlamentario, composición del sistema judicial, tanto magistrados como fiscales, jurados, comisarios, efectivos policiales, etc.). Cínicamente, el sistema reserva la sobrerrepresentación de los últimos sólo en lo referente a población carcelaria.
Los grandes medios de comunicación también juegan su papel a la hora de estigmatizar y demonizar a la comunidad negra, a la que sistemáticamente muestran como violenta e irrespetuosa de la propiedad pública y privada. A su vez, este constante tratamiento que hacen los medios de la población afro, como una amenaza latente para la sociedad, no hace más que alimentar la maquinaria securitaria. Desde el discurso, las víctimas del sistema acaban siendo señalados como victimarios, para luego, desde lo físico, ser encerrados y/o asesinados.
El espíritu de la situación parecería ser el mismo desde los orígenes del sistema político económico social imperante, basado en la mano de obra esclavizada de africanos traídos al continente americano, donde el reparto era simple: los blancos eran la mente y la inteligencia hacedora y los negros la mera fuerza bruta. Los blancos se reservaban las más altas labores de la vida en la polis mientras que los negros, esclavizados, reducidos a una existencia subhumana, no tenían el más mínimo derecho (mucho menos el derecho a decidir sobre el destino de la Nación).
Lo que sí constituye una novedad, al menos en el contexto estadounidense ya que falsas democracias raciales se han declarado en América Latina con anterioridad, es el falso y peligroso postulado de que se está transitando una “era post racial”. Que el presidente de la principal potencia militar mundial sea negro ha servido de excusa para señalar el fin del racismo. Sin embargo, la realidad indica lo contrario.
El líder por los derechos civiles de los afroestadounidenses, Martin Luther King, en su lucha contra el sistema de segregación racial se preguntaba: “¿De qué le sirve a un hombre poder almorzar en un comedor integrado si no gana suficiente dinero como para comprarse una hamburguesa y un café?”.
Esto nos debe invitar a profundizar el debate acerca de qué democracias queremos en el siglo XXI. Más aún, si nuestros deseos son democracias con el pueblo adentro, debemos comenzar a incorporar la variable racial en la discusión política para, de una vez por todas, romper con el flagelo del racismo estructural.
* Licenciado en Ciencia Política – Universidad de Buenos Aires. Presidente de la Diáspora Africana de la Argentina. Director del periódico El Afroargentino.