Se cumplen dos años del inicio de la revuelta popular en Chile y seguimos acompañando ese proceso popular, feminista, indígena y rebelde. Contra el terrorismo neoliberal, en las calles, barrios, territorios y con la cordillera como testigo, el pueblo instaló una consigna vigente “hasta que la dignidad sea costumbre”.
Por Maru Waldhüter y Laura Salomé Canteros | Fotos: Daniela Zárate y Guadalupe Scotta
La imaginación política del pueblo chileno en la calle parecía no agotarse. Pasaban los días, los meses desde el 18 de octubre y lxs alienígenas no dejaban de organizar la (re)existencia al régimen neoliberal. “Ahora que nos encontramos, no nos soltemos”, decía una de las miles de frases que por esos días dieron vuelta el mundo.
El poder destituyente de la revuelta traía el germen de una potencia (re)constituyente que se acumuló durante 30 años y que les estudiantes secundarios hicieron estallar al saltar, con la irreverencia de las cabras, los molinetes de las estaciones del metro de Santiago. Con la impugnación colectiva del aumento del boleto, comenzaba a crepitar un horizonte que se permitía imaginar una vida que valiera la pena ser vivida, una vida sin el adormecimiento de la vida privatizada y precarizada del neoliberalismo.
La memoria de los estallidos resuenan en la historia de los pueblos. La calle se disputa junto con la democracia, allí se pone el límite al saqueo y tienen lugar las asambleas y cabildos populares, las primeras líneas y las redes de solidaridad que resisten a toda represión.
En Chile resuena Ecuador, Perú, Bolivia, Colombia y 20 años atrás el diciembre de 2001 en Argentina. Ninguna particularidad es comparable, pero el punto en común es el despertar de los sueños de oasis de consumo que se gestionan en un régimen de vida en estado de shock que para despertar y salir requiere de encontrarse y no soltarse.
Chile es estallido, revuelta, Convención Constitucional y dignidad. El 25O, la marcha más grande mostró el camino. El que puso a Elisa Loncón y a la Machi Francisca Linconao como redactoras de la nueva Constitución. Las feministas allí estuvieron, con los pañuelos en alto y contando en voz de las sobrevivientes de la dictadura sobre el apañe emocional en las asambleas barriales que se sostuvieron durante los dos años de la revuelta.
En las paredes del GAM y en Baquedano, la denuncia por la violencia sexual de los pacos. Dónde están los nombres de las que faltan, también de alguna que llegó de este lado de la cordillera, como “la China” Cuellar. En las voces de la Orquesta de Mujeres -que emocionaron todo el Encuentro de las que luchan-, la alerta antirracista. La luz de la memoria y de las Alamedas socialistas. La primera línea y los de las poblas y el lugar donde estuvo cada una de las luchadoras, porque allí se construyó una barricada. Y el fuego.
Les jóvenes que comenzaron en 2006 y que denunciaban que la educación es solo un número más en la cuenta bancaria de los ejecutores del terrorismo neoliberal, nos dejan el mensaje de que los cambios -también las transformaciones profundas- llegan de los pueblos irreverentes.
Las manos dignas en alto ya no se sueltan, son llevadas hacia un pañuelazo que se une al sonido de un cacerolazo. Por Macarena Valdés y Nicole Saavedra, al ritmo de Las Tesis y de Anita, el 18O de 2019, los territorios del Wallmapu y de Chile se declararon en lucha. Fue el día en que el pueblo, unido, decidió que la dignidad sea costumbre.