Por Repo Bandini
El 8 de mayo de 1987, Willy, el Negro y Oscar fueron asesinados a manos de la policía bonaerense en la localidad de Ingeniero Budge. Cuando se cumplen 28 años, lo que debemos saber para seguir conservando encendida la memoria.
Lo que sabemos es que eran ya casi las siete de la tarde de un viernes; el viernes 8 de mayo de 1987 para ser precisos. Lo que no sabemos es si ese día el sol se había hecho notar, inesperado quizás para esos días en los que el otoño suele estar entretenido con el caer continuo de las hojas secas que el viento empuja y acumula en los zanjones de la calle. Lo que intuimos es que sí, que el sol pegaba inusualmente, sobre todo porque en una de las tantas esquinas que configuran Ingeniero Budge, Willy y el Negro habían empezado a tomar cerveza desde temprano. Lo que no sabemos es cuántas o si estaban lo suficientemente frías, si las destapaban con el encendedor o contra alguna irregularidad en el revoque de aquella ochava con rejita de herrería, en la esquina de Figueredo y Guaminí.
Sabemos que se cruzaron con el Dani Mortés, que estaba por irse a laburar y caminaron por la calle Mosotti hasta el bar La Angiulina, en Mosotti y Campoamor. No sabemos por qué, pero hubo una discusión, y la dueña finalmente no los atendió. Uno de los tres pateó la puerta del negocio, no sabemos quién. Se rompió un vidrio que, no cuesta suponer, cayó al suelo hecho pedazos.
No pasó mucho tiempo hasta que llegara el hijo de la dueña, quien después de escuchar el relato de su madre fue hasta la Comisaría 10°, ubicada al lado del Puente La Noria. Lo que nunca sabremos es qué favores les debía la policía. Lo que sí sabemos es que tanto el suboficial mayor Juan Ramón Balmaceda como los cabos primero Isidro Romero y Jorge Miño de la Policía Bonaerense no escatimaron atención y que, por las descripciones del denunciante, no tardaron en saber quiénes eran los revoltosos. Se dividieron entre un Fiat 125 color amarillo y a una Ford F100 y encararon para el bar. Sabemos que era casi un deporte para ellos acosar y molestar a los pibes de la zona a diario. Hubieran roto un vidrio o no.
En el camino levantaron a Mortés, que para ese entonces ya había vuelto a su trabajo, en un antiguo depósito ubicado en la rivera del Riachuelo. Llegaron todos juntos a La Angiulina: los policías, el hijo de la dueña y Daniel Mortés, detenido. Pero no estaban conformes. Faltaban más.
Desde el bar salieron a buscar a los demás. Sabemos que la F100 clavó los frenos en Figueredo y Guaminí, y que allí estaban el Negro, Willy y Oscar tomando una cerveza. Balmaceda bajó al grito de: “¡Al suelo, señores!”. Pero casi en el instante en que esas palabras terminaban de esbozarse, el policía se tropezó y gatilló su arma reglamentaria. Detrás de ese primer disparo, que nunca sabremos si fue realmente producto de un accidente, llegó la masacre. Sabemos que Isidro Romero descargó una ametralladora y que Miño lo asistió con su 9 mm.
Cuando la lluvia de balas les cayó encima, el Negro Olivera y Willy Argañaraz estaban recostados contra la pared. No llegaron ni a moverse. Oscar intentó gritar algo. No sabemos qué quiso decir porque le pegaron un culatazo y le dispararon cuando ya estaba en el suelo. Varios testigos aseguraron haber visto a dos de los policías que lo levantaron y lo tiraron malherido adentro de la camioneta. Sabemos bien que no lo mataron sino hasta horas más tarde. Sabemos, porque nos consta, que tenía 18 balazos.
Un fuego que no paró de crecer
No estuvimos y, entonces, no sabemos de primera mano cuál era el ánimo de los vecinos del barrio por aquellos días. Aun así, tomando como precedente el nacimiento de la asamblea vecinal de la calle Baradero dos años antes del hecho, por el reclamo de desagües pluviales, agua potable y mejoras en la calle. Y, mejor aún, porque sabemos que un día antes, el 7 de mayo, esos vecinos y vecinas junto con docentes, padres, madres y estudiantes de la escuela 82 habían hecho una sentada en Camino Negro y Baradero para manifestar su indignación ante las inundaciones constantes y la falta de obras que sufría el establecimiento educativo. No es difícil intuir que, en ese contexto, Willy, el Negro y Oscar, se convirtieran, pocas horas después, en emblema de lucha y resistencia para los vecinos y vecinas de Budge.
Sabemos que corrió, rápidamente y de mano en mano, un petitorio que reclamaba juicio y castigo a los culpables y con él, de boca en boca, la hora y el lugar de la primer reunión de lo que más tarde sería la Comisión de Amigos y Vecinos. Hoy ya no conocemos los nombres de todos los que estuvieron presentes, tampoco sabemos quiénes fueron los primeros que opinaron, las que más putearon o quienes prefirieron guardar silencio ante la huella inamovible de la muerte pobre. Pero sí que fueron, en principio, unas 150 personas que decidieron acompañar el cortejo fúnebre, hacer bajar a la gente en Puente la Noria y rodear la Comisaría para que los asesinos dieran la cara. Sabemos del temor a las represalias, pero más sabemos sobre el coraje y la rabia, sobre el amor a la vida.
La primera reunión de la CAV, en la esquina de la masacre, convocó a dos mil personas. Un vecino prestó un camión y después de la asamblea se movilizaron nuevamente a la Comisaria, muchos con la intención de quemarla. Lo que no sabremos nunca es si aquel fuego, de materializarse, hubiera logrado dejar alguna lección. Sabemos, sin embargo y con total seguridad, que los otros fuegos, los que abrazaron la rabia, los que fueron alumbrando la lucha de los que siempre ponen los muertos, ayudaron a gestar y parir la organización entre hombres y mujeres, jóvenes y adultos, familiares y vecinos que se prometieron ya nunca más olvidar ni perdonar a los responsables de la brutal masacre.
28 años después, 28 años todavía
Desde un comienzo la policía intentó hacer pasar el caso como un enfrentamiento con supuestos delincuentes llegando incluso a plantar armas alrededor de los cuerpos. Sabemos que fue la presión de los familiares en la calle y de los abogados León Zimerman y Ciro Anicciarico en los juzgados, lo que hizo posible dos juicios orales. El primero se concretó en mayo de 1990. En esa ocasión, Balmaceda y Miño fueron condenados a cinco años de prisión y Romero, a doce años. En los dos primeros casos se impuso la figura de “homicidio en riña”, más benigna que la de homicidio simple. El primer juicio fue anulado por la Corte Suprema y el segundo fallo, que figura en las actas del 24 de junio de 1994, terminó con penas de 11 años de prisión para los tres policías de la Bonaerense, que permanecieron prófugos por largo tiempo antes de que se pudiera hacer efectiva su condena. Sabemos que hoy Balmaceda goza de prisión domiciliaria. Por desgracia, aún no sabemos dónde vive.
Mientras, sabemos que hoy se cumplen 28 años de aquella tarde funesta que marcó para siempre la memoria colectiva de una población hasta entonces acallada y adormecida. Población que supo despertar y hacerle frente a las peores adversidades, claro. Pero sabemos también lo difícil que es mantener de pie y atenta esa memoria a la que a menudo, víctima de todo aquello de lo que poco o nada sabemos, el tiempo le juega malas pasadas.
Lo que sabemos, entonces y por fin, no es otra cosa más que aquello que esos padres, esas madres, maestros, maestras, amigos, amigas y vecinos de Ingeniero Budge pueden recordar para nosotros.
Incluido el fuego.