Por Pablo Potenza. En tiempos de vacaciones, vuelven las sagaces miradas del autor, esta vez sobre un peregrinaje rumbo oeste. Un relato de viaje.
Supongamos que uno vive en Buenos Aires. Supongamos que decide viajar y lo hace con un determinado destino dentro de la Argentina. Supongamos que se mira el mapa: es usual que se vean los extremos en una línea vertical, de Ushuaia a La Quiaca. Sin embargo, hay otros límites no menos extensos ni lejanos. Supongamos entonces que se decide cruzar el país a lo ancho y se va desde el Atlántico hacia la Cordillera. Es un viaje largo, duro, monótono y dinámico en su progresión, continuo e histórico. En el recorrido, el espacio cambia, el tiempo cambia. Supongamos que lo hacemos en auto (en avión distancia y tiempo se anulan; tampoco es igual el micro). Nos vamos de la ciudad y es irse a otra cosa: las fronteras sobreviven, aun cuando no sean explícitas, ni violentas.
Salir es entrar, las “orillas” están tapadas y el conurbano se estira largamente, pero nos vamos metiendo “tierra adentro” y de cualquier peón de campo que se ve a caballo con una boina sobre la cabeza decimos que es un gaucho, aunque los gauchos estén tan extinguidos como los indios.
La pampa es un manjar de vegetación en el que el ojo inocente no distingue el trigo de la soja, pero están los girasoles y quiebran el paisaje con inundaciones de amarillo. Un pueblo detrás del otro se agrupa a los costados de la ruta: Mercedes, Chivilcoy, Bragado, 9 de julio, Pehuajó, Carlos Casares, Trenque Lauquen, Pellegrini. Esa pampa que es la llanura no tiene nada de espacio vacío y de cada nombre pueblerino surge una historia, un personaje conocido, centros turísticos, novelas, lagunas, empresarios súper poderosos, camiones que llevan y traen lo que arrebataron a los trenes, viejas y nuevas pick-ups que se desmoronan o aplastan. Todo exhibe la huella del tiempo: el alma de Mansilla nos acompaña desde el siglo XIX aunque los ranqueles no estén; los pueblos se muestran lentos a través de su limpieza y, cual siglo XX, las mujeres se sientan en los bancos de sus puertas para combatir el calor; las últimas tecnologías del XXI fluyen entre granos y silos espectaculares.
Las fronteras son porosas y están presentes: un piquete policial corta la ruta al cambiar de provincia, muestren los documentos y los centinelas abrirán las barreras. La Pampa se hace nombre propio en el mapa y el paisaje es otro, se afirma el territorio al que llamaron “desierto” y ahora sí retrocedimos al siglo XIX. Ningún ranquel subido a una mínima elevación atisbando el horizonte, pero sí la huella del Gral. Roca híper presente en los rincones históricos y placas conmemorativas que recuerdan la “campaña al desierto”. Un pampeano perdido en la desanimada estación de servicio, único paraje a la vista en kilómetros, mira extraviado el horizonte.
Es el mismo país, no somos extranjeros, pero la cultura es otra. Aunque, siempre, hay un televisor y se miran noticieros nacionales. La contradicción es suprema: “¿qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver… no ver nada?” se preguntaba Sarmiento en el Facundo; corrijamos y desarmemos la totalización: el habitante del “desierto” de aquella época y el actual ven en el paisaje aquello que el ojo de la ciudad no puede ver. Si antes se limpiaban las diferencias a partir de un discurso homogeneizador que derivó en conquista, ahora la asimilación con el ojo del país total es a través de la mirada penetrante del medio masivo que informa una temperatura de 24°, al mismo tiempo que en el “desierto” se sienten 40° y no hay ningún medio local que lo enuncie: palabra y silencio siguen teniendo el mismo poder.
Pero hay resistencias. Después de atravesar la nueva frontera cruzando el Río Colorado ya estamos en otra provincia y el pasaje es mediante el control de alimentos. El filtro no impide el traslado y el paisaje vuelve a cambiar, el valle se agolpa con los frutos del bosque que se multiplican, todo es verdor en la bajada y tras los vientos barilochenses aparece el viejo paraíso hippie. Si los del Norte iban para San Francisco, los del Sur lo hacían a El Bolsón, pero en cualquier caso, siempre hacia el Oeste, siempre desde la ciudad al campo, del cemento a la naturaleza, en el XIX para arrasarla, en el XX para amarla y en el XXI para apenas respirar un poco. No es lo mismo que a fines de los años sesenta, pero la energía particular de El Bolsón sigue funcionando, solo allí se puede encontrar a una pareja como la de Javier y Pablo llevando adelante una vinoteca bajo la luz de su vino estrella al que ellos mismos bautizaron “Solo el amor salvará al mundo” -varietales incluidos-. Según Javier, la información es inevitable, pero no incide: saben que en 2014 hubo devaluación, saben que había preocupación por la fluctuación del dólar y por el llamado cepo, sin embargo, se trata de especulaciones que pasan en otra parte, no allí donde las vivencias son otras.
La visión de una Argentina total, homogénea, lisa y uniforme sigue siendo una mirada dirigida desde el centro metropolitano; en los extremos, el pensamiento es diferente y el lenguaje también. Ahí está ese “amor” que puede “salvar al mundo” como prueba de la universalización que excede la nacionalidad para abarcar a la humanidad toda.
Después hay que desandar el camino y las mañas de la ciudad se recuperan muy fácil y rápidamente. Los que manejan vuelven a perder el respeto por los peatones con total naturalidad, una tarjeta de crédito que no funciona puede dejar pendiente un pago en el medio de aquel desierto imaginado, la demora por una carga de nafta despierta odios y envidias que se creían superadas, las velocidades no tienen límite porque se impone la ansiedad por llegar, enseguida reaparecen señales de celular, de radios y de internet, el clima vuelve a ser agobiante y el cemento calienta y calienta y calienta. Pero la experiencia ya se hizo y la mirada deconstruida también reconoce los secretos del paraíso: en El Bolsón cada vez hay más personas dejadas en los márgenes, entre asentamientos y contaminación; ¿son los pobres de una nueva ciudad que crece o son los descendientes de las víctimas de la conquista que no pudieron subirse al idealismo hippie? No lo sabemos.
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El vendedor de los muñecos de plástico