Por Colombia Informa*. Una semana atrás fue asesinado un importante dirigente del Congreso de los Pueblos. Se confirmó que su muerte fue provocada por un balazo en la nuca. Un nuevo ataque a los procesos de paz con la insurgencia.
El dictamen de Medicina Legal establece que la muerte del líder del Congreso de los Pueblos (CP), Carlos Pedraza, ocurrida el 19 de enero pasado, fue producida por un “proyectil de arma de fuego (causando) una lesión que se ubicó a nivel del cráneo con una trayectoria de atrás hacia adelante (…) y realizada con un arma de baja velocidad”. Esta evidencia confirma la hipótesis de que su asesinato constituye un crimen político en un contexto en el que líderes sociales -entre los que se encuentran sus compañeros más cercanos- fueron amenazados de muerte. El gobierno del presidente Juan Manuel Santos fue alertado sobre el riesgo que corren los ciudadanos, a los que debe garantizar su integridad, pero eligió ignorar los llamados de atención y en cambio habilitó, con su silencio, un contexto favorable al accionar criminal que se extiende hasta estos días. La falta de reacción oficial podría ser leída como vía libre para la persecución y el recrudecimiento de la violencia contra el movimiento popular. Así, este crimen se convierte en el más serio riesgo que atraviesan los procesos de paz.
Parte de la historia es sabida: el lunes 19 de enero Carlos se dirigía de su casa, en el sur de Bogotá, a Teusaquillo, donde debía organizar el trabajo de una comercializadora agropecuaria. Pero nunca llegó a esa cita y en cambio su cuerpo apareció sin vida a 60 kilómetros al norte de la ciudad.
Más allá de esa información, hay pistas que ratifican que su asesinato constituye un mensaje político que hace parte de una estrategia de saboteo a las negociaciones de paz que se llevan adelante con las insurgencias y, sobre todo, al apoyo que esos procesos recogen en el movimiento social.
¿Por qué su cuerpo aparece en Gachancipá?
Carlos no tenía familiares, amigos ni conocidos en este municipio de Cundinamarca, ubicado en la provincia de Sabana Centro. Ni la comercializadora en la que trabajaba, ni el Movimiento Político de Masas Social y Popular del Centro Oriente de Colombia (MPMSPCOC) en el que participaba, tenían presencia en ese destino, ni siquiera de paso hacia otra región cercana. La aparición de su cuerpo debe interpretarse como parte de un mensaje inequívoco: quienes lo asesinaron pretendieron manifestar la impunidad de haberlo retenido, trasladado a un lugar remoto y arrojado su cuerpo allí.
¿Qué particularidad política tiene Gachancipá que pueda servir para dar contexto al hecho? Allí pervive un tejido mafioso y paramilitar que, desde hace más de una década, mantiene un control territorial que no fue desafiado ni por la presencia de otras fuerzas irregulares ni por el propio Estado. En los últimos tiempos, el asesinato del concejal liberal Germán Cruz por intentar cancelar unas licencias de explotación de una cantera en manos de un administrador, presuntamente relacionado al paramilitarismo local, es apenas una muestra del entramado mafioso que además controla resortes del poder económico y político de la región.
Las amenazas que lo habían tocado de cerca
Carlos era uno de los responsables del Zonal Bogotá del MPMSPCOC, un sector fuerte del Congreso de los Pueblos. En las últimas reuniones habían evaluado las amenazas recibidas, que involucraban, con nombre y apellido, a tres de los integrantes de su espacio político más cercano. “Establecimos rutinas de seguridad para quienes estábamos señalados en los panfletos de las Águilas Negras (grupo paramilitar), pero no definimos que Carlos, a pesar de ser un compañero muy notorio políticamente, debiera alterar su rutina. Pensándolo ahora concluimos que los señalamientos y su asesinato son parte de una misma estrategia: amenazas distractivas para ver cómo se mueve cada quien y terminar golpeando a un miembro del grupo que queda expuesto”, reflexiona una de las personas de su espacio político, amenazada de muerte durante las últimas semanas, que por razones obvias de seguridad pide no revelar su identidad.
Golpear los procesos de paz
“Carlos era un defensor de derechos humanos”, explica la misma persona que militaba junto a él. “Venía del movimiento de víctimas, su trabajo social era ampliamente reconocido”, agrega. Su espacio, el CP, expresa a una amplia diversidad de movimientos campesinos, indígenas, estudiantiles y urbanos que manifiestan (al igual que gran parte de los sectores progresistas y de izquierda) un apoyo a las negociaciones con las insurgencias, aunque no incondicional: reclaman a la vez el protagonismo de la sociedad en la búsqueda de una paz que atienda la agenda social. Por eso, el asesinato de Carlos no se corresponde con una lógica de persecución de las insurgencias: es un golpe al tejido social, a los sectores democráticos y populares capaces de amplificar (y complementar) las gestiones de paz que adelantan las guerrillas, para que se retraigan del rol de apoyo a un proceso de cambios en Colombia. Quebrar esa amplia y diversa coincidencia de actores armados, políticos y sociales tras una idea común de paz es una de las líneas estratégicas de la derecha guerrerista en Colombia. Para ello pegan -matan- donde más duele: en los liderazgos del movimiento popular.
La responsabilidad política
El presidente Santos, su vicepresidente y su ministro del Interior recibieron formalmente el pasado 17 de enero, pocos días antes de la aparición sin vida del cuerpo de Carlos, la exigencia de parte del CP para que se tomaran “las medidas necesarias para garantizar el derecho a la vida” de sus integrantes, tras una serie de amenazas de muerte recibidas en las últimas semanas.
“Los grupos paramilitares llamados Águilas Negras han iniciado una ofensiva nacional contra procesos, líderes y organizaciones sociales que luchan por los derechos humanos, la democracia, la dignidad de las víctimas y la paz de Colombia”, explicaba la nota presentada por el CP ante el Ejecutivo, y difundida además en forma masiva.
En el texto se enumeran las graves amenazas de muerte que han recibido líderes sociales, comunitarios y políticos, entre octubre de 2014 y enero de este año, en muchos casos mencionados con nombres, apellidos y detalles de sus movimientos tanto en Bogotá como en Barrancabermeja, Arauca o la Costa Caribe.
Pero el presidente desoyó el pedido y no hubo respuesta institucional antes del asesinato de Carlos. Tampoco hubo repercusión oficial en los cinco días ya transcurridos desde que se conoció el hecho y se denunció ampliamente a nivel nacional e internacional.
La gravedad de la situación es creciente y, si no operan cambios sustanciales desde el poder del Estado, degenerará hasta salirse de las manos. Si el crimen de Carlos no logra despertar la reacción oficial, el conflicto en Colombia en lugar de “desescalarse” crecerá. A la dinámica que en los últimos años adquirió la lucha social pueden sumarse la inestabilidad política, incluso el recrudecimiento del conflicto armado. Si bien hay expectativas de concreción de un acuerdo global entre el Gobierno y las FARC, ante el asesinato del líder del Congreso de los Pueblos esta guerrilla dio una clara muestra de solidaridad y realizó un fuerte alerta sobre la posibilidad de que el hecho ponga en riesgo el cese al fuego. “Se nos está agotando la paciencia”, fueron las palabras con las que Pastor Alape, en nombre de las FARC, refirió a las consecuencias que la impunidad en este caso puede acarrear.
El presidente Santos sabe de qué se trata. Aunque hace oídos sordos a las advertencias cuando provienen del movimiento social, sí atiende, con una alta dosis de especulación mediática, a figuras reconocidas cuando son blanco de amenazas, como sucedió semanas atrás con Piedad Córdoba e Iván Cepeda. A través de estos comprometidos dirigentes políticos el mandatario se notifica de la gravedad de la situación, pero una vez finalizados los encuentros (y apagados los flashes de las cámaras) nada hace, nada cambia. Eso es leído de una sola manera por quienes planifican este tipo de golpes mortales al movimiento social: como una señal de impunidad. Sólo era cuestión de tiempo para que esa indolencia y complacencia gubernamental se convirtiera en un crimen del que, a fuerza de desinterés, el Jefe de Estado no podrá evitar ser señalado como responsable político.
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