Por Nadia Fink. En un nuevo aniversario de su muerte, aproximadamente 200 mil devotos y devotas lo homenajearon ayer en su santuario en Mercedes, provincia de Corrientes. Unas líneas sobre el más popular de los santos.
El 8 de enero de 1878 El Gauchito Gil le dijo a su verdugo: “con la sangre de un inocente se cura a otro inocente” antes de que le hundiera el acero de su facón en la garganta. Cuentan que en cada fiesta en su honor suceden pequeños milagros: que se armen varias rondas de baile, que se generen fervorosas peleas, y que todo se calme pronto, como por orden repentina. O que llueva cada 8 sólo en los alrededores del santuario, ubicado a 8 kilómetros de la ciudad de Mercedes, Corrientes, como para refrescar un poco a esas almas que caminan convencidas bajo el insoportable calor de enero.
Antonio Mamerto Gil, El Gauchito, había nacido en Pay Ubre, cerca de Mercedes. Dicen que desertó del Ejército después de la guerra del Paraguay porque no quería enfrentarse a inocentes como él, y cansado de los abusos que esos hombres perpetuaban contra gentes y mujeres del pueblo. También que después de ser un fugitivo empezó a repartir sus botines entre los que menos tenían, mientras su leyenda crecía y en las zonas aledañas a Mercedes se turnaban para protegerlo.
Mientras el documento que certificaba su inocencia venía a su encuentro, el sargento que lo trasladaba decidió darle muerto (“intento de fuga”, solía decirse por aquellas épocas). Pero antes de cumplir su sentencia final, el Gauchito, colgado boca abajo le dijo aquellas palabras. Y cuando el asesino regresó a su casa, su hijo se moría. Entonces las recordó, y volvió por un poco de la sangre de su víctima y la untó en la frente del niño. El primer milagro del Gauchito había sucedido: de un momento a otro, el niño sanó. Y entonces volvió a construirle el santuario por el que hoy peregrinan los devotos, en la intersección de las rutas nacionales 119 y 123. Así fue que su asesino se transformara en su primer devoto. Pero llegaron muchos más, y las ofrendas se multiplicaron: “el vestido de la novia que logró casarse con el amor imposible, las joyas que tributó una dama de alcurnia cuando su hijo regresó ileso de una guerra, el apero de un gaucho que volvió de las orillas de la muerte, el sable del capitán después de una batalla airosa, los guantes de una viuda cuando su marido muerto dejó de visitarla, la sombrilla de una abuela que recuperó la memoria, el freno de un caballo que ganó una cuadrera, el título de un abogado que abandonó la abogacía para dedicarse a la literatura”, cuenta Orlando Van Bredam en su libro Colgado de los tobillos, el segundo dedicado a la vida del Gauchito.
Vida de santos
Los santos populares, y dentro de ellos los paganos, aquellos que se gestaron por fuera del culto católico, son numerosos en nuestro país y en el resto de Latinoamérica. Tal vez algunas características en común los hagan parte de un mismo núcleo: perdieron la vida en forma temprana, la vida se le truncó y con ella, los sueños por realizar; víctimas de muertes violentas o repentinas, transcurrieron existencias de profunda identificación con los sufrientes, con los despojados tempranamente de futuro y en muchos casos se suma la sensación de injustica que despierta la pérdida repentina de la vida (las más de las veces, arrebatada).
Pero no es solo reducir a las carencias el significado que adquieren los santos populares, también podría pensarse que si la religión oficial se expresa en términos de hegemonía, con su opulencia, su direccionalidad siempre de arriba hacia abajo, sus abusos y extremismos, sus dioses omniscientes, su propuesta de una vida mejor después de la muerte; la popular viene a romper con la imposición para rescatar sus vivencias y sus creeencias propias: pedidos de pan, trabajo, salud, amor y libertad; bondades esquivas para quienes viven en los márgenes.
A pesar de las corrientes que auguraban un inevitable “avance” hacia la racionalización y con ella, hacia el fin de las religiones, en la actualidad no solo no han desaparecido, sino que cada vez adquieren formas más diversas y menos estáticas, donde priman las elecciones individuales por sobre la imposición institucional y que resultan cada vez más humanizadas.
Contra la distancia y frialdad de curas y médicos, los pastores, santitos y curanderas y curanderos son opciones más amigables y cercanas para el tránsito del día a día, en un universo donde el milagro no resulta algo extraordinario, sino que se encuentra latente en lo cotidiano.
En ese cruce pagano, es común encontrar juntos en los altares al Gauchito y a San la Muerte. Cuentan que el Gauchito era devoto de San la Muerte, que por llevar su amuleto colgado las balas no entraron en su carne y que por eso tuvieron que cortarlo con un cuchillo. Incluso, en los último tiempos el Gauchito ha ganado popularidad en la devoción tumbera, donde San La Muerte es también uno de los santos de cabecera.
¿Será porque el gauchito murió en manos de la institución policial, mientras en Mercedes el juez lo declaraba inocente? ¿Será porque entiende de haber sido perseguido y no dejar de ser generoso a pesar de eso? ¿Será porque su verdugo fue el primer vocero de sus milagros y quien erigió la cruz para ir a pedirle y a agradecerle?
Una velita roja
Abel tiene 38 años y es correntino. Criado en el campo, se casó con Vanesa, oriunda de Mercedes y así empezó a conocer la historia del Gauchito Gil.
Su señora le contaba que lo llamaban el “Gauchillo”, que es como le decían a los que robaban animales a los ricos para dárselos a los pobres. Cada 7 de enero, hace más de tres años, Abel, Vanesa y su familia se van a ver al Gauchito. Si bien la fiesta grande es el 8, ellos prefieren ir el día anterior para no cruzarse con las más de 300 mil personas que desbordan el santuario.
El colectivo los deja en la ciudad de Mercedes y allí comienzan a desandar a pie, los ocho kilómetros que los separan del lugar en el que mataron al Gauchito y en el que se erige una gran cruz. Cuenta que algunos van de rodillas o descalzos, y que se los distingue porque son los promesantes.
Abel y su familia van a agradecer que, sobre todo, nunca le faltan el trabajo y por lo tanto el pan.
En los últimos años llegan al santuario desde Paraguay, Brasil y Uruguay. También se reproducen las casillas al costado de cada ruta, como protector de los caminos. Se multiplican los santuarios con festejos en Neuquén, Florencio Varela o Bernal. Algunas misas se realizan en las diócesis de Mercedes o de Goya, aunque la Iglesia católica (como institución) aún le esquiva al retobado: para cooptarlo debería purificarlo, limpiarlo; pero las palabras de Abel siguen escapándole a esa lógica: “el Gauchito era pobre y uno más del pueblo y es por eso que en ellos encuentra a sus mejores creyentes”.