Por Ezequiel Adamovsky. Segunda parte de nuestra entrega mensual de los “Fragmentos de historia popular”, centrada en las estrategias del movimiento obrero argentino durante la Década Infame. Hoy, las estrategias del sindicalismo.
A pesar de que el gobierno militar y la crisis consiguieron detener la conflictividad obrera durante algún tiempo, en 1932 y especialmente 1936-37 las huelgas alcanzaron picos de gran intensidad y participación. En general, las entidades lograron en estos años salir de la crónica inestabilidad que las había caracterizado en el pasado; sus todavía pequeñas estructuras consiguieron consolidarse y perdurar. Como respuesta del movimiento a la fragmentación taylorista del proceso de trabajo propiciada por la patronal, el modelo tradicional de organización sindical por oficios fue cediendo su lugar a la organización única por rama, es decir, agrupando a todos los trabajadores de una actividad más allá de sus oficios respectivos y de sus niveles de calificación. Lo que la patronal buscó dividir, el movimiento se propuso de este modo reunificar. La tasa de afiliación creció de manera visible: hacia finales de la “década infame” aproximadamente un 20% de la mano de obra industrial estaba afiliada a algún sindicato. Sin embargo, había realidades muy dispares: en algunas ramas, como en la construcción, la sindicalización podía llegar a más del 80%, mientras que en otras, como la química, no alcanzaba el 1%.
A medida que se otorgó al Departamento Nacional del Trabajo atribuciones más amplias, hubo en las ramas mejor organizadas una tendencia a establecer convenios colectivos, antes que acuerdos individuales por fábrica o lugar de trabajo. Además, en estos años las medidas de fuerza y la organización sindical ampliaron su presencia a lo largo del país, volviéndose un fenómeno ya verdaderamente de alcance nacional. No sólo se hicieron sentir en Capital, la Prov. de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Tucumán: su presencia se evidenció también en Entre Ríos, Formosa, Mendoza, Catamarca, San Juan y Santiago del Estero y en menor medida en otras regiones. El panorama de la década infame era entonces el de una masa obrera en aumento y mejor (aunque desigualmente) organizada, pero con condiciones de vida que seguían siendo duras y serias dificultades para hacer oír sus demandas frente a un gobierno casi siempre hostil que, además, se negaba a reabrir el juego democrático.
Ante este escenario, el movimiento obrero continuó con su búsqueda de estrategias para mejorar su condición. Como en décadas anteriores, también los años treinta estuvieron marcados por posturas diferentes y fuertes debates. Los anarquistas siguieron perdiendo lugar a medida que la necesidad de interactuar con el Estado se fue haciendo cada vez más patente. A esto contribuyó además el rápido proceso de “ciudadanización” que se venía produciendo. A medida que iba disminuyendo la proporción de extranjeros, iba aumentando la de quienes estaban en condiciones de votar. En 1916 sólo el 14,9% de la población mayor de 14 años podía hacerlo; para comienzos de los años cincuenta el porcentaje ya había ascendido al 60,6% (incluyendo ahora a las mujeres). Convencer a los trabajadores de la futilidad de participar en las elecciones se hacía una tarea cada vez más difícil. Así, durante los años treinta los anarquistas se volvieron muy minoritarios dentro del movimiento obrero, a pesar de lo cual grupos pequeños continuaron realizando acciones directas radicalizadas y en varios gremios conservaron todavía una presencia apreciable.
La corriente “sindicalista”, por el contrario, consolidó su importancia en varios de los gremios que, como los ferroviarios y marítimos, fueron pilares de la organización del movimiento. Durante estos años, sin embargo, profundizaron un rumbo que ya se había hecho notar en la década anterior y que los alejó de toda vocación revolucionaria. Inicialmente, los sindicalistas habían insistido en la necesidad de fortalecer y unificar las organizaciones gremiales como un medio para alcanzar la revolución. Pero con el tiempo, la preservación y consolidación de las entidades se fue volviendo cada vez más un fin en sí mismo. La práctica habitual de la negociación con el Estado y la patronal se transformó en la razón de ser de los sindicatos. Para que fueran más efectivas, las medidas de fuerza debían ser cuidadosamente calculadas y dosificadas. La lucha de clases y el fin del capitalismo continuó siendo un objetivo, al menos en los papeles; pero se lo relegó ahora al largo plazo. En el presente, lo que predominó cada vez más fue el pragmatismo y la búsqueda de reformas y mejoras parciales para los trabajadores. El apoliticismo inicial de la corriente sindicalista se mantuvo muy fuerte. Aparejado con este, vino también otro cambio casi imperceptible: entre los sindicalistas se fue instalando una visión “corporativista”, que concebía a los trabajadores como un grupo de interés entre otros, antes que como una clase con la misión histórica de emancipar a toda la humanidad.
En los años treinta también hubo un importante crecimiento en la influencia de otra corriente reformista y cada vez más moderada: la del Partido Socialista. En efecto, hacia 1932 (gracias a la proscripción de la UCR) el PS logró la mayor representación parlamentaria de su historia y había alcanzado también su mayor influencia sindical, con fuerte peso entre los ferroviarios, los mercantiles, los municipales y los bancarios, entre otros. El crecimiento del socialismo fue favorecido por el contexto político general. El fraude y las medidas antipopulares del gobierno de Justo fueron convenciendo cada vez a más obreros que el apoliticismo de la CGT sindicalista no estaba a la altura de las necesidades de la hora. La prescindencia y la cautela de la central en su trato con el gobierno fue cada vez más cuestionada; algunos hablaban incluso de colaboracionismo. Los socialistas insistían en cambio en que la prioridad número uno del movimiento debía ser la de crear un gran frente social y político para derribar el régimen fraudulento y recuperar la democracia. Y para ello, la hostilidad de los sindicalistas a todo lo que fuera política partidaria era un obstáculo.
Finalmente, en 1935 los socialistas y otros gremialistas aliados a ellos los desplazaron de la conducción de la CGT. Durante un breve lapso, por primera (y última) vez en la historia argentina, condujeron el movimiento obrero organizado.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Hernán Camarero y Nicolás Iñigo Carrera.
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