Por Ricardo Frascara. Sin saber cómo encarar una crítica que podría resultar hiriente para los jugadores de San Lorenzo, que perdieron sin remedio ante Real Madrid el sábado en Marruecos, el cronista utiliza la sangre de sus heridas para escribir sus deseos para el Día de Reyes.
Queridos Gaspar, Melchor y Baltasar. Les mando con tiempo mi pedido, que creo que ustedes podrán cumplir: “¡Sáquennos a los troncos de las canchas, que no dos dejan ver el bosque!” Yo sé que el burdo Pepe Peña y el divino Dante Panzeri se acercarían gustosos a firmar esta carta. Ellos, como yo, como Simón Klemperer, y como millones más de argentinos, amamos el fulbo –lo escribo así para hacerlo más humilde, más maleable para ustedes-, nos alimentamos de la belleza de un pase al pecho de un forward que la baja vertical al pie, ya con destino de red; del equilibrio con que salta el cabeceador ante un córner, impulsado por el ansia provocada por esa pelota a la que le dará con la sien rotando el cuello como un latigazo; de la pared límpida, casi musical, entre dos atacantes malabaristas, que deja solo frente al arquero a uno de ellos para tocarla a un rincón con la punta del botín; del amague del delantero para colarse en el área entre la maraña de hacheros; del sonido rotundo que componen el botín y la pelota al final de una combinación de “bailaores”. En fin, no sé cómo ablandarles el corazón para que este año me den bola.
Gaspar, ¿vos te bajaste del camello y pisaste alguna vez una número 5? Cuántas veces te habré pedido una cuando era niño. ¿Te acordás Melchor los saltos que pegué, en aquella casona de avenida La Plata, cuando me dejaste la pilcha del Ciclón a los pies de mi cama? ¿Y vos Baltasar, regañón, que al año siguiente no querías dejarme los botines con tapones hasta que mi viejo firmara mi carta? Ahora, ya todos con las barbas blancas, ¿no creen que aquel corazón del niño que fui vuelve a palpitar en mi pecho al ver tres pases seguidos bien hechos y un cañonazo imparable que alza la red? Entonces, ¿no podrían despejar la cancha de troncos y brindarles a los chicos de hoy la ocasión de ver ese fulbo con el polvo luminoso del potrero? Pensar que cuando gambeteábamos en aquellas canchitas de tierra salpicadas con islitas de pasto y encarábamos el arco marcado por dos latas, soñábamos en jugar en una cancha de verdad, toda cubierta por una alfombra de pasto oloroso y tierno, donde no nos lastimáramos las rodillas en cada caída… sobre todo el maleta que jugaba al arco. Como en los escenarios donde se desenvolvían los personajes de las famosas “Apiladas”, de Borocotó. (*)
Ahora el césped es impecable, lucen las canchas como si el suelo fuera de esmeraldas. Los postes están pulidos, las redes son un tejido delicado; y no hablemos de la pelota, sin tiento, es claro, impoluta, saltarina, dispuesta. Bueno, todo eso que soñábamos, ese marco que otorgaría un toque extraordinario a nuestro juego, ¡existe! Y ahora, que lo tenemos ante nuestros ojos a diario gracias a la TV, nos damos cuenta de que no era el nirvana esperado. El secreto del fulbo estaba en nosotros, en el patio de casa, en el baldío de la esquina, en la calle de tierra. Y qué lindo era volver a casa a tomar la leche con las rodillas cargadas de costras marrones y rojas, las zapatillas chuecas, pero las miradas brillantes y los comentarios cargantes para los vencidos. Y entonces sí, cansados de ablandarla, a esperar el domingo para ver, pegados al alambrado, a los jugadores de nuestros colores y aprender; festejar los goles… y aprender. Ahora, ¿quién les enseña un quiebre de cintura, quien impone un tiro de rastrón a estos chicos nuestros?
Por eso les pido a los tres que nos saquen los troncos.
(*) Borocotó, Ricardo Lorenzo, director de El Gráfico entre la 1930 y 1950, exquisito y a la vez sencillo retratista de aquel fútbol del que estábamos enamorados, del fútbol ¡bah! De una de sus anécdotas tomo un párrafo en el que se revela el escritor popular y lo que significaba la pelotita, y eso que él y mi viejo ya eran redactores “en serio”: “…Y pasamos un cuarto de siglo juntos, en la misma redacción, con los escritorios pegados, tecleando y tecleando. También éramos vecinos en el barrio, en la misma manzana, una recostada al puerto y que forma parte del límite de San Telmo. En noches tibias cruzábamos la avenida Ingeniero Huergo y practicábamos fútbol en los baldíos portuarios, que se nos ofrecían iluminados. Pibes lugareños se metían como cuña, nos bailaban, y como cuña también llegaban al arco penetrando en él. A uno nunca supimos por qué, le llamaban Padre…”