Por Yamila Blanco. Al noreste de la provincia de Salta, cerca, muy cerca de la frontera con Bolivia, hay un pueblo que es escenario para las situaciones más maravillosas y más aberrantes.
¿Qué se hace en un pueblo donde no hay nada para hacer? No hay trabajo, no hay río, no hay plaza, no hay cines, no hay teatros. Sólo hay una escuela, una iglesia, un salón municipal, una radio comunitaria, una cancha de fútbol y un casino. Y eso es suficiente para que las situaciones más maravillosas y más aberrantes sucedan.
Pichanal es una ciudad del departamento de Orán, ubicada al noreste de Salta, cerca, muy cerca de la frontera con Bolivia. En su entrada, sobre la ruta 34, tiene un cartel celeste en forma de cruz que indica su nombre (es lo único que está enrejado en dos kilómetros a la redonda). A unos 150 metros de allí, donde se encuentra una casita naranja con un cartel multicolor que dice “Casino”, empieza el pueblo bautizado hace cuarenta años como Misión San Francisco. Son 25 cuadras pobladas de gente: gente en las veredas, gente en las calles, gente en la iglesia, en el salón municipal, en la cancha, y niños, niñas, y más niños que decoran todo con sus risas, sus pies descalzos, sus pancitas hinchadas y sus ojos negros y brillosos, llenos de la inocente felicidad que les da la libertad de ser chicos en un pueblo donde no hay autos.
La Misión es ejemplo de lo maravilloso que puede ser vivir en comunidad, lejos de las grandes ciudades, pero también es ejemplo de las nefastas consecuencias que el “progreso” trajo a un lugar donde las instituciones gubernamentales llegan solo a habilitar la instalación de un casino.
El enfrentamiento sin fin
Empecemos por el yang de esta historia. Es sábado a la tarde. Desde la puerta del salón municipal, ─que queda a tres cuadras de la Iglesia, a tres cuadras del casino, a tres cuadras de la cancha y a tres cuadras de casi todo─ se puede ver un grupo de adolescentes jugando al vóley en la calle. A su izquierda, un grupo de señoras sentadas en reposeras sobre la vereda se ríen estrepitosamente. A la derecha, unos niños juegan con un camioncito de plástico e intentan treparse al árbol que le da sombra a la imagen de una virgen.
El horizonte ya casi absorbió por completo al sol, cuando por la esquina aparece un muchacho vestido de azul, con ganas de pelear. Viene de la cancha. Lo sigue otro, que intenta calmarlo, pero el de azul está decidido. De repente, la calle se vacía. El de azul lanza un par de malas palabras al aire, se para frente a la casa que está a la derecha del salón municipal, y comienza a lanzarle piedras. Dos chicas que vienen doblando la esquina, se dan cuenta de que es su hogar el apedreado y corren para tratar de impedirlo. Agarran al muchacho de la espalda, lo tiran al suelo y comienzan a patearlo. En simultáneo, sale gente de la casa y llegan otros desde la canchita. Se arma una pequeña batalla campal. Gritos, piedras, patadas. De repente, de la casa apedreada sale un chico vestido de rojo con un cuchillo. Corre decidido hacia la esquina y se lo clava varias veces a alguien. Se escucha una sirena de fondo, y de repente, así como empezó, todo se dispersa. Se dispersa por decisión de los que se están enfrentando, porque la policía de la ciudad no entra en la Misión. Se dispersa para tomar impulso, porque horas más tarde, a las cuatro de la mañana del domingo, la casa del costado derecho del salón municipal será finalmente destrozada por las piedras. Pero los niños, que enseguida vuelven a tomar la calle con el camioncito y la pelota de vóley, no saben eso. Las mujeres que vuelven a salir a la vereda tampoco lo saben, pero lo intuyen.
El enfrentamiento entre bandas comenzó en la Misión hace varios años. Se pelean porque uno mató al otro porque, antes, ese le había pegado un machetazo en la pierna porque el primero le había dado un puñetazo en un partido de fútbol, y así es que no se sabe bien quién fue el que empezó, pero la siguen. La realidad es que todo comenzó cuando, como no había nada mejor que hacer, los pibes decidieron armar en las calles su propio video juego y consiguieron el condimento necesario para hacerlo: las drogas (cocaína y pasta base) entraron al pueblo hace ya varios años, y se adquieren a un costo irrisorio. Los enfrentamientos van creciendo como en espiral, cada vez son más fuertes ─por suerte, aún no hay en el pueblo armas de fuego─, y parece imposible pronosticarles un fin.
La contención de lo comunitario
En el centro de la Misión, también a tres cuadras de casi todo, está la Escuela Juan XXIII. A su derecha hay un pequeño cuartito con un ventilador, que intenta hacerle frente al calor abrasante, una computadora y un micrófono que le dan vida a la FM Radio Cheru, una emisora comunitaria que está conformando su programación. Todos los días, incluso sábados y domingos, la escuela está repleta de niñas, niños y adolescentes. De lunes a viernes van a estudiar y los fines de semana van al Centro de Actividades Infantiles (CAI) que allí funciona. Frente a la escuela, la comunidad se organizó para instalar un comedor infantil con el objetivo de hacerle frente a la desnutrición, una problemática que es evidente en el pueblo. A la derecha de la escuela, después de la iglesia y cerquita de la radio, están instalando un centro de estudios y apoyo escolar donde habrá computadoras y wifi. Además, en el salón municipal funciona todos los días un comedor para adultos y se dictan diversos talleres de oficios como peluquería, albañilería, mecánica y pintura.
Lo más importante para las personas del pueblo que están involucradas en la organización de esas actividades es, además de conseguir el apoyo económico y las manos suficientes para seguir con las iniciativas, que los pibes y pibas se enganchen con las actividades para poder así alejarlos del ocio que los lleva a involucrarse en los enfrentamientos de bandas que tiñen al pueblo de violencia.
A pesar de la dicotomía de situaciones que se vive en la Misión San Francisco, nadie, absolutamente nadie, ha perdido la sonrisa. Todos conservan la alegría en la mirada, las ganas de hacer ─de bailar, de reír, de juntarse, todo lo hacen con ganas─ y conservan la esperanza de poder modificar entre todos una realidad que los agobia y que les empaña la felicidad de vivir en un pueblo donde todavía se puede dormir sin echarle llave a la puerta de entrada.