Por Nadia Sur
El deseo como eje por excelencia de la vida en la Tierra fue la consigna, como desde hace 23 años, de la Marcha del Orgullo LGBTIQ. Un deseo que se pelea con las bases de la cultura heteronormativa que pone el mote de “normal” a los cuerpos que cuadren en su binarismo. Con colores, con formas liberadas de lo humano, con carteles y cantos, la movilización renovó su llamado a desacralizar las relaciones, despatriarcalizarlas, multiplicarlas, dejarlas sueltas de las cadenas del deber ser.
Desde iniciada la tarde, el sábado 15 último hubo conquistas por celebrar, como la aplicación de la Ley de Identidad de Género que instala el concepto de autodefinición identitaria. Sin embargo, en el territorio los obstáculos de la estructura imperante se hacen notar: un difícil acceso a la salud, una constante exposición a la violencia simbólica, una insistente discriminación en el campo laboral, una recurrente intromisión de las iglesias en las decisiones personalísimas.
Esas luchas, en definitiva, quieren romper con la patologización de lo “distinto”, no en nombre de la “inclusión”, como si unos fueran los solidarios poderosos que ceden por momentos el estatus de la pertenencia, sino por la resignificación de los géneros. Hacia allá fue la caravana en pleno centro porteño. Y hacia allá va la firmeza de un movimiento revoltoso que no se detiene.
Texto por Noelia Leiva
Fotos por Nadia Sur
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