Por Leandro Albani. ¿Qué buscarías si al querer escribir te das cuenta que no recordás nada, ni siquiera aquello que conforma tu vida? Posibles comienzos, de eso habla este relato.
Encerrado, piensa, encerrado en esta habitación y ni una gota de nada. La mañana sube desde el horizonte y los rayos de sol asoman por esa línea a la que nunca nadie pudo llegar. No hay palabras, ni cigarrillos, ni vino que tomar, apenas una ventana y la posibilidad de observar un patio desprolijo con el pasto alto, dos o tres árboles torcidos y gruesos, y una carretilla oxidada y agujereada que sirve de macetero.
Sigue pensando y no recuerda cuándo entró a la habitación. Su llegada fue una posibilidad que consideró única, el momento que había deseado desde hacía años. La tranquilidad de la soledad, el silencio que abre las puertas a la imaginación, la sensación de que el mundo está congelado mientras un río de palabras fluye torrentoso. Pero eso fue antes de cruzar la puerta.
Ahora era no saber. Se sienta, intenta pensar, recordar algo fugaz, una figura simple y concreta que le permita confirmar que salió de la habitación. Sabe que tiene una ex esposa y dos hijos. Recuerda que trabajaba de corrector en una revista. Reconoce ciertos fragmentos lejanos de su vida. Lo demás es una laguna infinita y borrosa. Junta fuerzas para recordar más, pero no tiene noción de lo que hizo ayer.
En la habitación hay un teléfono. Agarra el tubo y escucha. Silencio. También hay una puerta por la que puede salir. No tiene ánimos de hacerlo. Va hacia la cama, se sienta y deja caer la cabeza sobre sus rodillas. Se recuerda en un banco de la estación de subte Castro Barros. Las paredes con cerámicas, el calor pegajoso, las luces blancas y los ruidos de la calle que se filtran por las ventilaciones. No hay gente. Pasa el subte y los vagones destartalados de madera se convierten en continuos flashes amarillos.
No recuerda nada más.
Camina hasta la mesa donde hay una pila de hojas blancas. En una esquina, diez o doce hojas escritas. Es su novela, o lo que deseó en algún momento. Lee con atención aunque la mente se dispersa. Vaguedades, piensa, palabras amontonadas que apenas tienen coherencia. Balbucea que algo no funciona. ¿Hace cuánto tiempo está encerrado? ¿En qué instante el mundo exterior se volvió hostil y ajeno?
Entra al baño. Se mira al espejo y su cara sigue igual, pero siente los gestos inexpresivos y distantes. Abre la canilla y se lava la cara. La piel se enfría y estira, disfruta el agua fresca sobre su rostro.
Se dice, convencido, que va a escribir, que a eso vino, que dejó todo por esas hojas blancas que se levantan prolijas sobre la mesa.
Soledad y silencio, piensa, eso buscaba. Tiene que escribir, anular los interrogantes y vacilaciones, reprimir los pensamientos innecesarios, y comenzar a trazar las líneas que lo encerraron.
Antes de escribir, rodea la habitación con la vista. Busca un libro, ninguno en particular, solo quiere saber si llegó con un libro. Alguna vez leyó que ante el terror de la escritura, un buen antídoto es leer a los autores preferidos. En la habitación no hay nada fuera de lo común: la cama contra la pared, una mesa de luz en el costado izquierdo, un velador de pie a la derecha, un armario, la mesa que sostiene las hojas y dos sillas.
Anochece y los sonidos nocturnos nacen calmos, espaciados, regalan tranquilidad. ¿Cuántas horas estuvo sentado frente a la mesa? Dentro suyo no hay nada.
Siente que afuera palpita una ciudad y su cuerpo se estremece. No tiene una historia, ni fuerzas, ni esa electricidad que le corría por todo el cuerpo cuando escribía en el caos de sus días pasados. Duda otra vez, como lo hizo desde que entró en la habitación.
Nada lo detiene para salir, y eso hace. Sabe que en aquellas calles está lo que busca.